Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
El protagonismo reciente en Colombia lo han tenido los incendiarios y los calenturientos, de lado y lado, no los tibios. De ahí las decenas de muertos, muchos atribuidos a la Fuerza Pública, otros causados por la ira y la intolerancia de los manifestantes. No hablo de quienes ejercen el derecho a protestar, incluso con pasión, sino de aquellos que interrumpen el transporte durante semanas, queman buses, camiones y edificios, imponen barricadas, con el consecuente desabastecimiento. Aunque al Estado le corresponde el monopolio de la fuerza, es esencial que la ejerza con mesura. La violencia y los disparos que sobran, sobran. Diga usted, casi todos los de Cali.
Sin acalorarme, me parece inocultable que el régimen de Iván Duque es un desastre. El hombre lleva tres años mandando mal y pasará otro más en las mismas. ¿Cuál es la dificultad, incluso para el sentido común, de ajustar las posiciones según la necesidad política? Duque es incapaz de hacer algo así. Por alguna exótica razón cree que se despinta si cede en algo a sus adversarios, si tras escucharlos saca uno, dos, tres proyectos viables sobre impuestos y otras materias que los que dialoguen con él se vean precisados a defender. Claro que pasado el 7 de agosto de 2022 el trompo de poner va a ser otro.
Una gran dificultad de esta encrucijada es que los protestantes, en particular los jóvenes, no tienen verdaderos representantes con los que se pueda negociar. Sí, está el Comité del Paro, lo más aproximado a una vocería, pero no luce automático que la gente acepte lo que ellos acuerden, a menos que incluya concesiones gigantescas, opción a estas alturas imposible para un Gobierno de finanzas tan maltrechas. Uno de los representantes del ala extrema de la calle dijo que la gente ya no sabía qué quería, después de hacer archivar la reforma tributaria. De ahí que calmar los ánimos y enfriar el ambiente luzca cuesta arriba. Igual, tocará. No se puede seguir en las mismas durante meses ni hay cuerpo que lo resista. Para peor de males, el COVID-19 está en alza, en parte a causa de los tumultos.
Los incendiarios y los calenturientos que sienten ira creen que, al hacerles la vida imposible a los demás, la ira se va a contagiar. No creo que sea así. Los que tienen negocios que se afectan o se quiebran, los trabajos que no se pueden ejercer, quienes llegan a una tienda y no encuentran nada, obvio que ven sus vidas muy perturbadas, pero me parecería raro que eso les suscitara la fiebre de la revolución.
Para las elecciones del año entrante habrá opciones febriles claras, en ambos extremos del espectro, aunque también las habrá atemperadas en los varios centros de la política. Ya veremos si la gente quiere que una u otra calentura se extienda por cuatro años —y vaya uno a saber si más, pues a los febriles les gusta quedarse en el poder— o elige el cambio paulatino y cierto, es decir, si opta por un candidato y una plataforma de reformas, u otra de revoluciones, las cuales pueden ser de izquierda o de derecha. No sobraría que cada cual repasara un poco qué piensa de las que en el mundo han sido, digamos, en el último siglo. ¿Le apetece agarrar por ese camino? Pues va a tener la opción. Claro, se necesitará que millones de compatriotas elijan ese mismo camino para que sea el escogido. Ya veremos.
En fin, bienvenidos los ladrillazos que me quieran aplicar por mi tibieza, metafísicos eso sí. Tengo el cráneo tan frágil como el de cualquiera.
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