Publicado en Es Global
¿Qué hace diferente a George Bush de Donald Trump, a Jordi Pujol de Carles Puigdemont, a Peña Nieto de López Obrador y a David Cameron de Boris Johnson? He aquí las claves para entender en qué difiere la nueva generación de líderes de sus predecesores.
Por: Andrés Miguel Rondón Anzola
Diría Tólstoi, con su habitual extremismo, que cada líder es prisionero de su tiempo y rehén de su sociedad. Yo me limito a definirlos por el contexto histórico en el que emergen. Hay líderes de la guerra y la posguerra, de la prosperidad y la miseria, de la autarquía y la disrupción tecnológica, de la igualdad de derechos y la desigualdad salarial. De la revancha, de la reconciliación, de la victoria o la humillación. Winston Churchill, el Emperador Hirohito, Bill Clinton, Margaret Thatcher, Adolfo Suárez: cada uno evoca, al pensarle, las urgencias de su tiempo. Pero el pasado es más fácil de leer que el presente. Un Trump, un Puigdemont, un López Obrador o un Boris Johnson, ¿A qué urgencia responden, a qué vienen y de dónde? Tales son los nuevos liderazgos: nos asombran. Nos hacen preguntarnos: ¿Qué tiempos son estos?
Pues, tiempos nuevos. Lo primero es reconocer, por tanto, que esta es una nueva generación de líderes. Que son de una índole distinta a sus respectivos predecesores. Los George Bush, Jordi Pujol, Peña Nieto o David Cameron de antaño son marcadamente de otro signo. Y no por diferencias de lenguaje, o de perfil, o de ideología política (aunque también), sino por algo más sencillo: porque los tiempos han cambiado.
El contexto histórico de Bush poco tiene que ver con el de Trump. El uno llegó al poder en el optimismo del nuevo milenio, de la caída del Muro de Berlín y el fin de la historia. El otro después de una cruenta crisis económica, a un país ahora más bien atemorizado por la inmigración, el avance tecnológico, el comercio internacional y el terrorismo. Pujol se inspiró en reconstruir, durante un largo boom económico, una nación catalana desde la ruina cultural del franquismo; ya para Puigdemont, liderando una Cataluña que apenas recupera su PIB per capita precrisis, este intento –esta reconstrucción— no es suficiente. Peña Nieto llegó con el entusiasmo de una comunidad internacional y empresarial ávida de sus planes grandiosos de reforma; no habiéndolos cumplido, deja atrás un país desesperanzado y presto para líderes desesperados como López Obrador. David Cameron gestionó su Ministerio bajo la premura de un país en plena crisis económica, al cual tenía que sacar de ella; Boris Johnson, desde la complacencia de un país que surgía en franco aunque insuficiente crecimiento, lanzó sus dados y bostezó lo incumplible.
Los unos, naturales y sucesores de sociedades llenas del optimismo que el expresidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, Ben Bernanke, llamó “The Great Moderation” de mediados de los 80 a la crisis del 2007, son líderes de la esperanza. Los otros, productos del posmoderno pesimismo tras la crisis, de un mundo salarial estancado y una creciente polarización entre las ciudades y el campo, fueron los de la desesperanza. Aquellos vieron el fluir de la historia en sus países en feliz tránsito. Por tanto, se encargaron de gestionar su manso curso. Fueron gradualistas, no revolucionarios. Estos otros temen no solo del lugar al que los conduce este río, sino también de los que lo navegan, y buscando soluciones ansiosas, ahora proponen detenerlo y bajarse violentamente de él. Los primeros vieron hacia afuera y juzgaron a todo extraño como posible aliado; los segundos se creen víctima de enemigos tanto internos (minorías) como externos (países en auge comercial) y gastan mucha saliva y mucha tinta caricaturizándolos. Nacen del mismo miedo y rencor que fomentan. Los esperanzados creyeron en el progreso, en sociedades mejorables. Los desesperanzados, convencidos de que la mejor sociedad es la del pasado, creen en el regreso y la venganza.
Esto se ve claramente en sus planteamientos electorales. Los líderes tradicionales (es decir, los del pasado) proponían a sus seguidores el siguiente contrato: “Vota por mí, yo te garantizaré tus riquezas, tus derechos y la buena educación de tus hijos.” Los líderes populistas (los de ahora) ofrecen un contrato distinto. “Vota por mí: yo destruiré a tus enemigos – es por ellos que no eres rico, ni tienes derechos, ni tus hijos buena educación”. La distinción es meridiana: unos se definieron por lo que prometieron construir, los otros por lo que atentan deslindar y destruir. La tragedia es que no solo los tradicionales pueden cumplir; como venezolano puedo atestiguar que el populista, si entendemos realmente cuál es su mandato, también honra su promesa.
Es sabido que cada momento tiene su líder y cada líder su momento. En las democracias modernas los líderes son elegidos por la voluntad popular: por tanto la reflejan. En tiempos particularmente difíciles la desesperanza, pidiendo prestado un término del mundo televisivo, tiene más rating que la esperanza. Por eso es más fácil ser elegido vendiéndola. Lo inverso es cierto para los tiempos buenos. Quién conduce a quién en este juego de espejos fue la pregunta de Tólstoi. La respuesta sensata es que ambos van de la mano.
Por tanto, es importante reconocer que la retórica polarizante de un Trump es producto de una sociedad enemistada. Que el atrevimiento de un Brexit es resultado de una mayoría cansada del status quo. Que Puigdemont, para mantener a su público, está atado a la torre de Babel del independentismo catalán – un imposible que le dio el poder y ahora le ofrece la cárcel. Que la corriente de los tiempos se lo lleva. Que a López Obrador le votan los que ya no creen en nadie. Que para los seguidores populistas las cosas ya no son tan buenas como antes. Y que, por tanto, estos nuevos líderes son el desangre de una herida, la cual no vimos por una ceguera de optimismo.
No por ser producto de sus tiempos son los populismos modernos una solución para los mismos. Hay quienes, como el fallecido politólogo argentino Ernesto Laclau, argumentan que los populismos, por ser el canal de las voces desatendidas de las sociedades en las que emergen, son positivos – por más vacuos e hipócritas que sean. La tesis del baño frío, podríamos llamarla. Pero esto es un error: las ideologías de la desesperanza, frutos del odio y la enemistad, solo producen más fracturas internas, más rencores y más dolor. Del dolor y la fractura florecen, y por tanto del dolor y la fractura dependen. El que apuesta por ellas también sufre de ceguera: pues no sabiendo de dónde vienen, tampoco se imaginan a dónde irán. Vale la pena acotarlo: el vector que trazan estos nuevos liderazgos es hacia la dictadura y el totalitarismo.
Es por tanto elemental que los líderes buenos (los sinceros, los humanos, los pluralistas) de hoy en día se bañen en los tiempos que los encauzan. Pero no para dejarse llevar por ellos – los populismos apuntan a un despeñadero – sino para no ahogarse. Y con suerte refutar la sentencia de los rusos, y revertirlos.