Hay escritores fantásticos que me apasiona leer. Pero que, curiosamente, no hubiera querido conocer.
Me hubiera fascinado conocer a Camus y a Eluard. No así a Sartre, a Borges o a Cortázar. Hubiera dado cualquier cosa por haberme podido tomar un café con Andrés Eloy Blanco. Y tuve la inmensa suerte de estar en varias ocasiones departiendo con Cabrujas. Estoy segura que Benedetti me hubiera hecho olvidar el tiempo. Y sin duda con Bécquer, Lorca y Antonio Machado una tarde de vinos y coplas hubiera sido una experiencia casi sobrenatural. Buesa me hubiera dejado muda.
No hubiera querido conocer a Neruda. Pero leerlo una y otra vez me postra.
Ha ido varias veces a su casa en Isla Negra, que no es isla pero la playa es negra. Para alguien caribeño, el Pacífico es un animal muy extraño. Feroz, indomable, voraz, el Pacífico da miedo. Y para los que somos de estas latitudes tropicales, una playa fría, oscura y sin palmeras es algo incomprensible.
En esa casa en Isla Negra Neruda escribió muchos de sus mejores textos. La primera vez fui sola. Tomé un autobús en Santiago. Y allá me fui. Curioso, yo sabía más de Neruda que los mismos que presumían narrándolo. Efectos, todavía para ese entonces, del silencio impuesto por la dictadura.
La segunda vez fui con amigos venezolanos. Era invierno y la niebla inundaba todo. A ellos no les importó mucho donde estábamos.
La tercera vez fui con mi marido. Esta vez con calma, mucha calma. Él, con sus ojos de arquitecto. Yo, con la mirada de quienes escribimos. Por esa casa se camina en silencio. Cada paso resuena. Y está atiborrada de cosas que hablan de las manías del escritor. A mi marido le encantan las gorras. Compramos una y de inmediato se la calzó. Yo revisé en detalle su escritorio, con ventanal frente al rabioso océano. En esa casa hay unos testigos mudos de lo que allí hacía y deshacía Neruda: mascarones de proa. Ah, si ellos hablaran, cuántas cosas dirían, cuántos excesos, cuántas rabias, cuántas caídas, cuántos pecados, cuántas pasiones y obsesiones.
A los poetas no se les puede juzgar como personas normales. Porque no lo son. La poesía es otro mundo. Quizás el gran error de algunos poetas ha sido olvidar que lo son.
Isla Negra es triste. No lo puede evitar. Es quizás la prevalencia del gris, o el viento que se cuela por cualquier rendija de las casas, de las ropas, de la vida. Neruda camina por esa casa.
Cuando amigos morían, tallaba sus nombres en las vigas del techo del bar. Pensaba que así podían seguir compartiendo tragos. Son 17 nombres.
He ido a las tres casas de Neruda. Dicen que fue en la de Isla Negra donde más lloró y se enfureció. En la de Santiago -La Chascona- todo era más como vivaz, de fiesta. Y en la de Valpo (Valparaíso) -La Sebastiana- dicen que era su lugar para ahogarse en contemplación.
Nuestros sentidos caribeños no saben entender a Chile. No comprendemos sus modos, sus usos, sus tan sureñas costumbres. Su herencia inglesa, alemana y vasca que mucha impronta dejó. Los chilenos son europeos en el país más largo y flaco del nuevo continente. A mi marido y a mí nos encantó vivir ahí por seis meses. Nos adaptamos en apenas horas a todo lo chileno. Hicimos menos recorridos de los que hubiéramos deseado. Pero aun así, con los bolsillos escasos, pudimos ir a algunos lugares. Nunca como turistas. Cada vez que agarrábamos camino éramos como viajantes extraviados, llenándonos el alma de esas imágenes del sur que nos son tan ajenas a las retinas del Caribe.
Los cielos del Valle del Elqui son incomparables. Uno siente que puede tocar las estrellas. Valparaíso es una joya en declive. Los pueblitos de la costanera tienen ese extraño encanto del mar con abedules y abetos. Y allí hay que pararse en una de las tabernas que miran al mar y comer de los frutos que los pescadores han sacado temprano en esas mañanas heladas.
Los cerros nevados se convirtieron en mi telón de fondo de mis diarias caminatas en esa Santiago de la que me enamoré.
Solo tengo una manera de decirlo: Chile es un poema hecho país.
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