Publicado en: Voz Pópuli
Por: Karina Sainz Borgo
Una fecha en la que coinciden los más diversos aniversarios. Desde el cumpleaños de Mario Vargas Llosa hasta el aniversario de la muerte de Miguel Hernández o el suicidio de Virginia Woolf.
Un 28 de marzo de 1941, a sus 59 años, Virginia Woolf se llenó los bolsillos con piedras y se arrojó al río Ouse. Tuvo que pasar un mes para recuperar su cuerpo sin vida. El año siguiente, un 28 marzo, el poeta Miguel Hernández murió enfermo en la cárcel de Alicante, donde cumplía una condena de 30 años de prisión, una conmutación de la sentencia original: la pena de muerte. También un 28 de marzo, pero de 1936, nacía un Premio Nobel: Mario Vargas Llosa.
Raro compendio de sucesos. Un escritor que nace cuando otros se apagan. La muerte ocasionada por el lento y venenoso efecto de un régimen contra un hombre inocente, pero acaso también el que perpetra un oscuro sargento, aquel trastorno de bipolaridad que durante años sometió a Virginia Woolf. En aquel entonces, este tipo de desequilibrio estaba mal diagnosticado, de ahí que se confundiera con la melancolía y por tanto se le aplicaran tratamientos inadecuados o sencillamente ineficaces.
A cada uno de los nombres que coinciden en esta fecha, 28 marzo, los caracteriza algo roto, esa grieta que separa a unos de otros a la vez que los reúne en la fractura. Dos de ellos, la inglesa y el español, encierran una tragedia. Cada uno debió pagar un precio -la vida- por haberse adelantado a su tiempo. Virginia Woolf pertenecía al Círculo de Bloomsbury, una asociación de intelectuales, artistas y escritores que compartían una ideología liberal y una visión crítica de la religión y la moral victoriana. De este grupo formaban parte John Maynard Keynes, Bertrand Russell, Lytton Strachey, E. M. Forster, Ludwig Wittgenstein o Roger Fry.
Inteligente, sensible, comprometida, Virginia Woolf nos enseñó la importancia de poseer un lugar propio desde el cual contarnos. Autora de las novelas La señora Dalloway (1925), Al faro (1927), Orlando: una biografía (1928) y Las olas (1931) puede que uno de sus libros más importes sea Una habitación propia(1929), un libro que fue piedra firme del feminismo, al mismo tiempo que actuaba como una reivindicación del individuo. “La vida para todos nosotros, hombres y mujeres, es difícil, ardua: una lucha que no se acaba nunca y nos reclama mucho valor y fuerza. Bien mirado, lo que quizá nos reclame más que nada, siendo como somos criaturas hechas de vaguedades, es confianza en nosotros mismos”, escribía.
“Una mujer debe tener dinero y una habitación propia si desea escribir ficción”, aseguraba en aquellas páginas luminosas. Un cuarto propio se publicó en 1929. Y ya en ese entonces, con una elegancia y profundidad abrumadoras, Virginia Woolf abordaba la relación complicada entre novela y mujer. Ponía sobre la mesa unos temas que aun hoy son objeto de debate, como la dependencia económica de la mujer con respecto al hombre, el cuidado de una familia y la figura de la mujer como musa inspiradora del artista pero con poca presencia en la práctica de la creatividad.
En esos años Miguel Hernández viaja a Madrid por primera vez. Corre el año 1931. Hernández es un poeta sin estrenar, alguien que ha amasado lecturas y formado una voz en Orihuela. Al llegar a la capital, se adentra en el ambiente literario al mismo tiempo que asume un compromiso político. Y es justo ahí cuando comienza el proceso vertiginoso y acelerado de quienes parecen empujados por la certeza oculta de que morirán jóvenes. Publica Perito en lunas y El rayo que no cesa. Se involucra en las misiones pedagógicas, se incorpora luego al frente y se apunta a una guerra que terminará acabando con él. Vive la vocación ciudadana y literaria como una misma cosa. Él, como Virginia Woolf, parecen condenados a despeñarse, a tributar con la vida su genio.
En medio de dos fenómenos crepusculares, el nacimiento de Vargas Llosa guarda la extravagancia de las renovaciones que todavía parecen lejanas. La infancia de Don Mario transcurrió en Cochabamba, arropado primero en la “bíblica” familia materna. En 1945 su familia vuelve al Perú y se instala en la ciudad de Piura, donde cursa el quinto grado en el Colegio Salesiano de esa ciudad. Culmina su educación primaria en Lima e inicia la secundaria en el Colegio La Salle. Fueron los años en los que apareció su padre, a quien pensaba muerto y cuya presencia llegó justamente para aguarle su fiesta de niño lector con pintas de serio y letrado señorito. “Para mí conocer a mi padre fue un cambio total en mi vida. Con él conocí la soledad. Pasé de vivir con una familia casi bíblica, la familia de mi madre, a vivir casi solo en Lima con una figura autoritaria, distante, intransigente. Con mi padre descubrí el miedo”, dijo hace unos años.
Lector de Victor Hugo, Homero y Faulkner, también devorador de Flaubert, fue forjando una vocación y una voz literaria en sus años en el Leoncio Prado y luego en la Universidad de San Marcos. Tras La ciudad y los perros, novela con la que Carlos Barral lo colocó en el epicentro del Boom, así como por su paso por Madrid, Vargas Llosa escribió en París la que puede considerarse una de sus novelas clave: La Casa Verde. Sin embargo, y como él mismo asegura: Barcelona lo hizo escritor. Y no es de extrañar. Vivió allí desde el verano de 1970 hasta mediados de 1974, arropado por su editor Carlos Barral y una joven Carmen Balcells, quien se presentó en su casa londinense unos años antes y le dijo:”Renuncia a tus clases en la Universidad de inmediato. Tienes que dedicarte solo a escribir”. Y así fue. De discutir por el Caso Padilla y propinar puñetazos al Gabo al salir de los cines en Ciudad de México hasta los tuétanos del Boom.
Su talante fue también político aunque de otra forma. Vargas Llosa disputó la presidencia de Perú a Fujimori, en 1990, pero la derrota le valió el exilio. A pesar de eso, a diferencia de Woolf y Hernández, Mario Vargas Llosa traza el camino contrario a aquellas vidas fracturadas. La suya no es la fuerza propulsora de las que cosas que arden, sino la brasa que administra su fuego con el paso de los años. Él tuvo el privilegio o el infortunio de ir a menos. De los primeros nunca tendremos cenizas, no habrá restos de la hoguera… porque ellos eran su propia hoguera. El Nobel, a quien le ha sido concedida la fortuna y la losa de la longevidad, se ha librado del incendio, de la desmesura. Su obra, de ascenso lento y progresivo, se detuvo como un vértigo en La fiesta del chivo. Cerró el arco de un autor que nació cerca de la grieta donde otros se despeñaban, un nombre cuya prosa acusa ya decrepitud. Aquel mundo -hoy crepuscular y para el que no tendremos suficiente vida ni genio para pagarle- gozó del privilegio del tiempo… vivido. Rara fecha ésta. 28 de marzo. El día en que un poeta muere, una escritora se suicida y nace un Nobel.