Publicado en: Prodavinci
Por: Mari Montes
En 2003, como otros cronistas, comencé a escribir de Miguel Cabrera. Entonces estaba en boga la teoría de los “niños índigo”, seres especiales que empezaron a llegar al mundo a finales de la década de los 70, y que poseen habilidades extraordinarias para actividades que requieren agudeza visual o auditiva. Según la doctora María Dolores Paoli, autora de “Niños Índigo, un nuevo paso en la evolución”, son personas que tienen un “intrínseco conocimiento de la vida y de cómo llevarse a través de la cooperación”. Son líderes y sensibles.
Desde que llegó al béisbol, incluso antes de hacer el grado en las Mayores, se dice que él es un “natural”, palabra que define a quienes nacieron para hacer algo con brillantez.
Fue notable su aparición. Desapareció la pelota en su primer juego y así comenzó su leyenda.
Después de dieciséis temporadas, todo lo que se anunció de su talento fuera de serie se ha cumplido.
Días atrás, luego de consultar a varios médicos le fue asignado el rol de bateador designado en vista de la lesión crónica que afecta su rodilla derecha, recordé que César Miguel Rondón por aquellos días de 2003 me dijo: “Será como un Mickey Mantle”. César, como buen fanático de los Yankees, es admirador de Mickey Mantle y el entonces “niño prodigio” le recordaba al ambidiestro por su fuerza descomunal.
Acertadamente advertía el inicio de una leyenda, pero no tenía idea de que además de impresionar por sus batazos enormes, sería tan parecido en su determinación de seguir en el juego por encima del dolor, sobreponiéndose a lesiones que a otro jugador le habrían obligado a colgar los ganchos. Igual que Mickey, Miguelito pasa por encima de las molestias y se para en el home a dar batazos.
Esa ha sido la historia desde su primer juego.
Miguel me hace volver sobre la teoría de los “índigo”, personas que vinieron a hacer de éste un mundo mejor. El béisbol es mejor desde que llegó a Júpiter, el apacible pueblo de Florida donde están los Hammer Heads, sucursal de los Marlins, donde también son historia sus batazos descomunales. Todo el que lo vio en Júpiter tiene una historia, dicen que parecía venir de otro planeta.
Miami lo vio dar batazos de todos los calibres. Recuerdan los juegos decididos con sus estacazos y el segundo trofeo de Tiffany que consiguieron el año de su llegada a la historia de las Grandes Ligas.
Acertó el pronóstico Cesar Miguel Rondón: es como Mickey Mantle y con él comparte membresía en varios clubes ofensivos.
Miguel Cabrera volvió esta semana a la alineación de los Tigres de Detroit y disparó un jonrón con las bases llenas, sigue escalando en la lista de los históricos para sumar más méritos a su hoja de vida. Su recorrido también le da la razón a Peter Gammons, quien desde que llegó pronosticó que el Salón de la Fama de Cooperstown sería su destino.
Todos recordamos el vuelacercas a Rogers Clemens en la Serie Mundial de 2003, pero para esta cronista hay otro memorable: uno que conectó en el Yankee Stadium el 11 de agosto de 2013, un jonrón que cuenta su víctima, el único jugador que ha logrado la unanimidad para entrar en el Salón de la Fama, don Mariano Rivera, a quien voy a citar textualmente. Es un turno inolvidable que el panameño describe en su libro El Cerrador.
“Miguel Cabrera, el jonronero venezolano, el mejor bateador del béisbol, camina hacia el plato. Es entre él y yo. Cabrera batea .358 (te recuerdo que es principios de agosto), y como siempre, está bateando hacia los tres jardines. Mi estrategia con él es la misma que tengo contra cada bateador; no cambia por ser él quien es. A veces uno puede ajustar su estrategia para explorar alguna debilidad específica que tenga un bateador, pero en el caso de Cabrera realmente no hay ninguna debilidad, así que me enfrento a él.
Otra vez a un strike.
Un strike.
‘Termina esto’, me digo a mí mismo.
Lanzo una bola alta y afuera, pero él no la abanica. El siguiente lanzamiento es adentro y Cabrera se lo quita de encima, conectando un foul que le pega en la rodilla y sale cojeando. Es atendido por el trainer y Jim Leyland. Después de unos minutos regresa cojeando a la caja y yo lanzo otra vez adentro, batea un foul que da en la espinilla. Ahora va cojeando más.
Lo único que yo quiero es terminar el juego. Trato de engañarlo con un lanzamiento en la esquina de afuera. Él no muerde el anzuelo. Va a llegar el séptimo lanzamiento del turno. La manera en que abanica mi recta cortada me dice que podría ser vulnerable a mi recta de dos costuras; es un lanzamiento que baja mucho, y si pongo la pelota donde debo, creo que puedo poncharlo. Es mi mejor opción, creo yo, porque está claro que él espera otra recta cortada. Realizo mi movimiento hacia adelante y me preparo, entonces disparo una recta de dos costuras (…) porque creo que puedo engañarlo lanzando algo que él no espera. Podría haberlo logrado, pero la pelota va por encima del corazón del plato y se queda ahí. Él batea, y en el instante en que hace contacto, yo bajo mi cabeza sobre el montículo. Sé dónde va a aterrizar.
En el horizonte negro.
Por encima del jardín central.
No tengo que mirar a Brett Gardner perseguirla.
‘¡Increíble!’ digo yo, mientras Cabrera va cojeando alrededor de las bases. El ‘increíble’ describe lo que acaba de suceder, igual que el don de bateo con el que ha sido bendecido Miguel Cabrera. Él bateó de foul dos lanzamientos que normalmente habrían puesto fin al juego. Extendió su turno al bate.
Y entonces me venció”.
Muchos que están leyendo estas líneas, ni yo, vimos batear a Mickey Mantle, pero estamos viendo a Miguel Cabrera.
¡Bendito sea el béisbol!