Publicado en: Prodavinci
Por: Mari Montes
Todavía me preguntan por qué me gusta el béisbol. A veces me parece extraño, pero aún después de todos estos años, no falta quien quiera saber de dónde viene mi pasión por el juego de pelota.
Entonces tengo que hablar de ti. El gran culpable de mi amor por el béisbol, los tangos, los boleros, las rancheras, las bandas de Jazz de los años 50, La Onda Nueva de Aldemaro y las películas de John Wayne.
Entonces cuento, para responderles, que tiene que ver con la felicidad.
Era muy divertido sentarse contigo a ver los juegos, por todo lo que sucedía. Yo no entendía, pero te veía disfrutarlo, me sentaba recostada en tu costado derecho, hasta que algo pasaba y tenía que moverme porque empezabas a gesticular, ligando un batazo o lamentando un error. Discutías con el televisor o con el radio, y era cuando aprovechabas para explicarme alguna situación, y así fue como el béisbol se convirtió en una cosa de nosotros dos, en nuestra clave de comunicación. Casi todo lo hablábamos en clave de béisbol. Me gustaba acompañarte al estadio, siempre tenías un cuento.
Tus amigos de La Caimanera de la UCV te pusieron “Pedro, el Malo”, porque te gustaba hacer bromas pesadas y ponerle sobrenombres a todos, por eso aceptaste sin chistar que te dijeran “Pulpo echao”. Te lo ganaste sentado en la tribuna, cuando ya no pudiste seguir activo en el terreno, pero igual te divertías gritándoles insolencias.
Hace once años, el 22 de marzo de 2009, a media mañana, te fuiste al Campo de Sueños, ibas sonreído y tranquilo. Miraste por la ventana y alabaste lo claro que estaba el cielo, perfecto para una partida. El sábado anterior habías hablado con todos, sabías que era cosa de horas, me pediste que dejara tus cenizas alrededor del montículo del estadio Universitario. El argumento de tu solicitud fue irrebatible: “Me divertí mucho en ese sitio, ahí quiero quedarme”.
El día que dejamos tus cenizas ahí, nos acompañaron Graterolacho y Lulú, Miguel Delgado Estévez y César Miguel Rondón, además de la familia. Fue inevitable recordarte.
Cuando llegamos estaban los equipos de “Doctores” y “Egresados”, en los dos jugaste. Se formaron en las rayas de cal como si iban a jugar la Serie Mundial, se quitaron las gorras como si iba a sonar el himno, y cuando ya parecía que sería un acto solemne o luctuoso, se rompió el hielo cuando empezaron a sugerir dónde dejar las cenizas, que si en la universidad habías jugado segunda, que dejara también en los jardines, que en el home…
Recordaron que una vez llegaste tarde a la partida de los miércoles, y como ya habían elegido las alienaciones, te acostaste en el plato y dijiste que si no jugabas tú, no jugaba nadie. Al final te incluyeron porque parece que eras insoportable desde la banca.
Contaron de la vez que Brooks Robinson jugó en esa Caimanera de la UCV, porque lo llevó Rubén Mijares, y tuviste “los riñones” (como dirías tú), de sacarlo porque no había hecho una jugada. La verdad es que Brooks Robinson se divirtió mucho ese día y quedaron casi tantas versiones de su visita, como Guantes de Oro ganó el Salón de la Fama, que ya era Salón de la Fama cuando fue a Caracas.
No recuerdo quien contó de una vez que inventaron trancar el acceso al estacionamiento por una situación con las estaciones móviles de los canales que iban a transmitir un Caracas – Magallanes y llamaron a la policía, y los policías no tuvieron más remedio que sentarse a esperar que el juego terminara y así fue como nunca hubo conflicto.
La Caimanera de la UCV fue un invento tan bueno, una idea de Ernesto Ribas, Miguel Sanabria y tú, seguro se me escapa alguien, porque eran una banda de locos por el béisbol, que después de graduarse no quisieron dejar la Universidad, ni el estadio y así fue como idearon una liga de egresados, inicialmente, que luego se extendió por todas las facultades y se convirtió en la institución que hoy es, además de una fresca y divertida historia deportiva de la Universidad Central de Venezuela.
Casi hasta el final fuiste religiosamente cada miércoles. Era como si sacabas energías de ahí. Cuando ya sabías que estabas “en tercera, sin out, y bateando Vitico”, me dijiste: “Pero no te preocupes, que yo no me voy a morir de cáncer, yo voy a vivir con este cáncer hasta que me muera”, y así hiciste, por eso tu sonrisa, como si hubieses ponchado con las bases llenas a Mitchell Paige para ganarle al Magallanes, ahí en el Universitario.
Siempre cuenta Franklin Virgüez que tenías 82 años la última vez que lo ponchaste, lo dice con orgullo, te sentías que eras Satchell Paige.
Si había una historia que te gustaba contar era la de Paige y de ahí brincabas a hablar de Jackie Robinson y la vez que lo conociste en Ebbets Field en 1949 y hablaron de Caracas y de El Ávila especialmente.
¿Cómo no iba a amar el béisbol? No tenía escapatoria. Fuiste tú y fueron todos tus amigos, cuando llegaban después de jugar y armaban una fiesta con Pedro Infante o Carlos Gardel, mientras hacían una parrilla para hablar del juego que habían tenido. Cualquiera que los escuchara habría pensado que le habían ganado los Yankees de 1927.
Te gustaba invitar al Chico Carrasquel para escucharle los cuentos, te gustaba que me contara que de niño había jugado en alpargatas en las calles de Sarría, usando un uniforme que le había hecho su mamá, con tela de sacos de harina Gold Medal. Era fascinante verlos conversar y reírse a carcajadas.
Cada 22 de octubre te recuerdo con tu “Héroes del 41”, siempre reclamabas ese día que no se hablara de ellos como tú esperabas. Por fortuna hay dos documentales, yo escribí un cuento y por ahí viene una película. Tenías razón, es una gran historia.
Eras un caso papá, siempre recuerdo que fuimos a Nueva York con el programa “Atrévete a soñar”, donde volvieron a juntarse “Los tres mosqueteros” que fueron en 1949, Nicolás Berbesía, Nené Padrón y tú. Gracias a Luis Sojo ustedes bajaron al terreno y luego me contaste que le habías dado unos consejos a Dave Wells para que tirara otro juego perfecto ¡Hay que ver que eras atrevido!
Es primera vez que cuento públicamente que una vez me escribiste un line up para que se lo diera a John Stearns, aquel manager de los Leones. Te dije que no iba a hacer eso, pero igual lo escribiste. El único que supo del disparate fue “El Loro” Jacinto Betancourt, custodio del club house del Caracas, con todos los secretos y fantasmas que sólo él sabe.
Sé que ya debes haberlo visto, Daniel está estudiando y tiene un medio digital dedicado al béisbol. Te haría muy feliz verlo disfrutar, como cuando iba contigo a la Caimanera a jugar con tierra y más grande a recibir algunos pitcheos. Heredó tu pasión por el juego y sigue siendo de los Tiburones. Cubre a los Marlins de Miami, y tiene una relación muy amable con Don Mattingly. Sé que te gustaría verlo, ya le contó que eras de los Yankees y su admirador. Santiago heredó el béisbol y también la música, te gustaría oírlo tocar a Piazzola y “Take me out to the ballgame” con su clarinete. Como ves, el béisbol está siempre, así que siempre estás tú.
Papi, te fuiste un domingo, como hoy, hace once años. Los domingos son días nostálgicos y en esta primavera no tenemos béisbol, pero ese es otro cuento. Es un sentimiento raro, porque te he extrañado mucho, claro, porque me ha hecho falta que me llames cuando le están cayendo a palos a un lanzador del Caracas a preguntarme quiénes están en el bullpen, pero he podido comprobar que es cierto que los seres que amamos se quedan en nosotros, y se aparecen siempre, que en verdad no se fueron, se quedaron en una canción, en un libro, en un lugar, en un jonrón…