Publicado en: Papel Literario
Por: Diego Arroyo Gil
A Simón Alberto Consalvi
Le pregunté cuál había sido la época más feliz de su vida y me contestó, sin pensarlo, que la época que vivió con ella. Cuando se conocieron él estaba divorciado y era un donjuán, pero en una vuelta del destino se prendó de ella y descubrió que no quería a nadie más. Habíamos bebido whisky esa tarde. Se levantó y fue a buscar una foto para que yo la viera. En la foto estaban ambos, en un gran museo del mundo, bailando delante de un cuadro de Matisse, completamente absortos dentro de una dicha interminable.
Ya casados compraron una casa en la playa, al borde de un barranco en el que por las noches reventaba el mar. A veces el agua llegaba arriba y les cubría el suelo, pero a ellos no les daba miedo. El amor, el mar, un poco de comida, un par de libros y varias cajas de cigarros eran su refugio. Como ella era veinte años menor, él les decía a los amigos que se sentía tranquilo porque él se iría primero, pero el día que ella murió él estaba vivo.
Nos quedamos callados un largo rato. Cinco, diez minutos. Él había logrado casi todo lo que se había propuesto en la vida. Por fin, dijo: “Pero no hay nada como el azar que me hizo quererla a ella”. O algo así. Encendió un habano y guardó silencio hasta que nos despedimos con un abrazo. Decía Camus: “No ser amado es una simple desventura; la verdadera desgracia es no amar”