El calor aplasta. No es una hipérbole. Literalmente lo tira a uno contra el piso. Entonces hay que hacer como las lagartijas: quedarse quieto, casi inmóvil, hasta que el sol castigue menos.
Huimos de los turistas que llegan a ella buscando dos cosas, rumba y una ligera patina de cultura. Fundamentalmente logran lo primero. Lo segundo es la excusa para justificar el gasto ante conocidos y extraños y llenar de lustre cierta conversación de sobremesa.
En la mañana hay que pacer, como las vacas. En la tarde ya es buena hora para caminar. Con ropa muy fresca, zapatos cómodos y sombrero. Vagabundear por sus callejuelas, dejarse hechizar. Con calma, mucha calma. Extasiarse con los balcones floridos, sentir el olor del calor que madura las frutas.
Escuchar los cánticos de los barredores en los ventorrillos, prestarle atención a las mujeres que trenzan collares de cuentas. Hora de un jugo que sacan de una pimpina. De lulo, de tomate de árbol, de cerecita.
Ya hace varios años la rescataron. Abandonaron la abulia y la desmemoria. Entendieron su dignidad. Y comprendieron al fin que no podían seguir maltratándola. Y ella, dama gentil, respondió bien a las caricias. Y resurgió.
No compre una guía. No acepte que alguien le haga un plan. Déjese extraviar. Sin reloj. Sin apuros. Repita las calles. Descubra lo que no dicen. Oiga los cuentos de los que están sentados en las plazas. Del amolador que para en la esquina a sacarle filo a un cuchillo. Del sombrerero que narra historias de piratas. Entre en los portales descascarados. A las seis de la tarde siéntese en una de sus tantas plazas y fíjese en las bandadas de pajaritos.
En la noche busque dónde comer al aire libre. Escuche a los cantores de esquinas. Pruebe platillos servidos en hojas. Deje que se les deshaga en la boca un dulce de coco. Cierre los ojos e imagine. Las leyendas, vertidas en un bullarengue, pueden ser ciertas, y si no lo son, bien podrían serlo. Sienta la brisa que se cuela entre los árboles.
Cómprele fruta a las palenqueras. Y escuche sus cuentos que más bien parecen sonetos. Visítelas en sus esquinas y sonríales. Lo tratarán de tú y, si usted tiene suerte, le cantarán. Y entenderá de qué se trata todo.
No busque restaurantes de fama prefabricada para incautos. Coma allí, donde le pegue el hambre. Y camine, camine hasta que le duelan los pies, hasta que los huesos le pidan reposo. Piérdase en los ojos de los vendedores de dulces. Deje que se le inunden las retinas de colores y formas. Imagine. Siéntase parte de la historia heroica que allí se escribió.
Si usted se deja, Cartagena se enamorará de usted. Lo cautivará. Y entonces, solo entonces, usted entenderá por qué el amor huele dulce, huele bueno, huele a guayaba.
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