Alrededor de los libros
A mi serie de comentarios sobre libros, las más de las veces novelas, la he titulado “alrededor de los libros”. Quería decir que mi intención no es permanecer fijado a la letra de un texto, sino escribir sobre asociaciones, recuerdos o analogías surgidas de la lectura. Pero creo que esta vez, al intentar escribir en torno a la novela La Hija de la Española, no voy a poder hacerlo. La razón: su autora, la venezolana Karina Sainz Borgo no concede la posibilidad de merodear fuera de su libro. Su lectura atrapa. Despiadadamente. Desde el comienzo hasta el final.
¿Cómo se puede lograr tal efecto en una novela a quien nadie podría caracterizar como “de suspenso”? ¿Cómo explicar que los llamados entendidos, entre ellos la inmensa mayoría de los críticos literarios de Europa, fueron cautivados hasta el punto que desde su aparición la novela ha sido traducida a todos los idiomas posibles? ¿El argumento? No: el argumento no puede ser. Es muy simple, incluso escueto:
Adelaida Falcón, maestra de profesión, ha muerto. Su hija del mismo nombre (38 años), al regresar del entierro de su madre, encuentra su casa ocupada por un grupo de mujeres gordas, vulgares y feas, las que reciben órdenes de una hampona chavista denominada La Mariscala. Todas con franelas rojas. Adelaida, después de haber sido maltratada por las usurpadoras intenta visitar a su vecina Aurora Peralta cuya madre era española. Allí encuentra a su amiga muerta. Entre sus papeles había una carta timbrada en la que se concedía a Aurora un pasaporte oficial español. Adelaida decide entonces usurpar la identidad de Aurora, única posibilidad para huir de ese infierno dantesco al que Los Hijos de la Revolución han convertido a su país: Venezuela.
Sin embargo, como los grandes novelistas, Karina Sainz Borgo trasciende al argumento de tal modo que lo importante no es lo que se cuenta sino el cómo se cuenta. Y así sabemos de una historia en donde es difícil, por no decir, imposible, separar a la narración de su narradora, esa distancia que la mayoría de los autores no logra salvar. Porque Sainz Borgo cuando escribe no solo escribe. De algún modo la sentimos al lado. Con una voz casi pegada en nuestros oídos.
Desde los tiempos cuando me sumí en la lectura de otra mujer víctima de la crueldad de una dictadura tan perversa como la chavo-madurista, la del tirano rumano Nicolás Ceaucescu, no había percibido tanta intensidad en una novela. Sin embargo, en un punto hay una diferencia entre Karina Sainz y Herta Müller. Quizás es la misma que existía entre la Rumania comunista y la Venezuela chavista. Es la siguiente: a diferencias de Herta, nacida en dictadura, Karina había conocido otros tiempos, los de la imperfecta democracia venezolana. Puede también que ese pasado democrático sea la razón que obliga a tantos venezolanos a vivir recordando lo que se perdió. Esa sensación de pérdida que a cada instante los acosa.”Perder se convirtió en un verbo igualador que los Hijos de la Revolución usaban en contra nuestra”. Perder la casa, el lenguaje, la libertad de caminar por las calles, y por cierto, perder la vida.
Adelaida tiene un pasado, una infancia a la que regresa intermitentemente. Tal vez es lo único que tiene, lo que nadie le ha podido arrebatar, pasado que es su refugio y, en cierto modo, su propia patria interior, su Ocumare, donde el río y el mar lo limpia todo. En sus momentos de mayor desesperación, aparece ese pasado que la salva. De pronto es el recuerdo de la harina marca P.A.N. O son las piloneras cantando al compás de los palos “puta tú y puta tu mai, io, io”. O es la tía barriendo aquel patio lleno de matas y árboles torcidos “tamarines, parchitas, mango, mamey, merey, mamón, ciruela de huesito, martinica, guanábama”
Desdichados los que no tienen un pasado que recordar. Desdichados los que como Los Hijos de la Revolución no pueden comparar ni diferenciar. Porque el pasado cuando se tiene, es la casa del ser, el lugar que ninguna Mariscala puede destruir ni saquear como lo hicieron con la casa de las dos Adelaidas, símbolo de la destrucción de una nación que hace recordar a las brutales “tierrúas” de la también excelente novela “Patria o Muerte” de Alberto Barrera Tiszka. Actores de una revolución sin pasado, o peor, con uno inventado según los caprichos de los que mandan más. Una revolución que al no tener pasado, tampoco tiene futuro. Solo un presente infernal sobre un país sin Dios ni ley donde el lumpen motorizado, pandillas armadas, para-militares o colectivos, hacen de las suyas librados a la pulsión de los deseos más primitivos.Sí: librados. Otra diferencia entre los atroces mundos de Herta Müller y Karina Sainz. Mientras en la rumana el mal era un mal organizado sistemáticamente desde arriba, en la venezolana es un mal sin otro orden que el que disponen espontáneamente sus actores. Es el mal surgido de la libertad que les dió Chavez a su gente. Libertad de expropiar, robar, saquear, violar, asesinar, todo en nombre de una revolución a la que cada cual entiende según sus deseos más elementales. Si alguien quisiera saber hasta donde puede llegar la maldad humana cuando los seres son liberados de la ley, la novela de Karina Sainz Borgo sería un excelente ejemplo.
Adelaida tiene un pasado, una infancia a la que regresa intermitentemente. Tal vez es lo único que tiene, lo que nadie le ha podido arrebatar, pasado que es su refugio y, en cierto modo, su propia patria interior, su Ocumare, donde el río y el mar lo limpia todo. En sus momentos de mayor desesperación, aparece ese pasado que la salva. De pronto es el recuerdo de la harina marca P.A.N. O son las piloneras cantando al compás de los palos “puta tú y puta tu mai, io, io”. O es la tía barriendo aquel patio lleno de matas y árboles torcidos “tamarines, parchitas, mango, mamey, merey, mamón, ciruela de huesito, martinica, guanábama”
Desdichados los que no tienen un pasado que recordar. Desdichados los que como Los Hijos de la Revolución no pueden comparar ni diferenciar. Porque el pasado cuando se tiene, es la casa del ser, el lugar que ninguna Mariscala puede destruir ni saquear como lo hicieron con la casa de las dos Adelaidas, símbolo de la destrucción de una nación que hace recordar a las brutales “tierrúas” de la también excelente novela “Patria o Muerte” de Alberto Barrera Tiszka. Actores de una revolución sin pasado, o peor, con uno inventado según los caprichos de los que mandan más. Una revolución que al no tener pasado, tampoco tiene futuro. Solo un presente infernal sobre un país sin Dios ni ley donde el lumpen motorizado, pandillas armadas, para-militares o colectivos, hacen de las suyas librados a la pulsión de los deseos más primitivos.
Sí: librados. Otra diferencia entre los atroces mundos de Herta Müller y Karina Sainz. Mientras en la rumana el mal era un mal organizado sistemáticamente desde arriba, en la venezolana es un mal sin otro orden que el que disponen espontáneamente sus actores. Es el mal surgido de la libertad que les dió Chavez a su gente. Libertad de expropiar, robar, saquear, violar, asesinar, todo en nombre de una revolución a la que cada cual entiende según sus deseos más elementales. Si alguien quisiera saber hasta donde puede llegar la maldad humana cuando los seres son liberados de la ley, la novela de Karina Sainz Borgo sería un excelente ejemplo.
El mal en la novela de Sainz Borgo viene de arriba y de abajo a la vez. Lo atrapa y lo tritura todo. El malvado Diosdado Cabello dando con el mazo desde arriba es el equivalente de sus turbas robando, saqueando y matando, abajo. El grotesco Maduro bailando sobre un pueblo hambriento y desangrado equivale a las no menos grotescas saqueadoras moviéndose al ritmo atronador de un regatón: “túmba la casa mami, tumba la casa”. En breve: la diferencia entre el mundo de la Müller y el de la Sainz es que en el de la primera el mal es totalitario y en la segunda el mal es radical. Por si no se entiende: El mal totalitario es un mal sistematizado. El mal radical en cambio es un mal desbocado, un mal fuera de sí. Ninguno de esos males es banal.
¿Por qué si son diferentes comparo entonces a Herta con Karina? ¿Porque ambas son mujeres? En parte sí. Dejando de lado cualquier naturalismo, hay que aceptar que los modos de socialización masculina y femenina llevan en algunos casos, sobre todo en la narración literaria de situaciones límites, a describir la vida a partir de diferentes posiciones. Con cierto temor a generalizar me atrevería a afirmar que, tendencialmente, la descripción del mundo de lo íntimo es más preeminente entre escritoras que entre escritores. Como sea, el hecho es que Sainz Borgo describe en detalle los interiores del orden (en el caso del chavo-madurismo, del desorden) de ese mundo donde el solo hecho de “estar ahí” se ha convertido en un drama existencial. Un mundo ante el cual para sobrevivir hay que huir, ya sea hacia los patios interiores del ser, ya sea hacia otro país. La otra posibilidad es llegar a ser como ellos, los Hijos de la Revolución.
El odio fue la siembra del chavismo. Primero el odio de los de abajo hacia los de arriba el que pronto se convirtió en el de los arriba hacia los de abajo. Ese odio no tardaría en llegar a ser un odio transversal, odio a lo distinto, odio a lo diferente. Chávez y Maduro disociaron hasta tal punto a la nación que al final todos los vínculos que unen a los humanos entre sí, terminaron por desatircularse. “Los Hijos de la Revolución nos separaron a ambos lados de una línea” – escribe Karina- “El que se va y el que se queda. El de fiar y el sospechoso”. Podríamos agregar: los progres y los fachos, los escuálidos y los maburros, los supremacistas y los colaboracionistas, las beatas y la secta. Y pare de contar. Al final, los unos introyectan el mal del otro hasta lograr que la identidad del uno llega a ser la del otro. Peligro advertido por Adelaida en sí misma cuando siente nacer en ella sentimientos hasta entonces desconocidos: “Aquella noche quise tener garfios en las manos” (….) “En mí había cedido el odio. Se endurecía como una boñiga en mi vientre”.
En cierto modo, la huida de la falsa “hija de la española” fue en Adelaida la de sí misma, de lo que querían que ella fuera y de lo que ella no quería ser. Detrás de ella quedaba una nación destruida por dos gobiernos, y sus “hijos” convertidos en tropas invasoras del propio país, los de arriba saqueando en el estado, los de abajo saqueando en las calles. Una revolución que terminó siendo una orgía de la muerte, el reino viviente de las fuerzas del mal, desatadas en toda su intensidad.
Pasará el tiempo. Maduro tarde o temprano deberá irse. Ni él ni sus secuaces pertenecen a la civilización occidental. Tal vez Venezuela renacerá sobre la tierra arrasada y habrá agua, luz, medicinas, alimentos. No sería la primera vez en que después de un desastre como el vivido, una nación revive materialmente. El problema es otro: ¿Cuánto tiempo costará reparar los daños morales que deja detrás de sí el apocalipsis desencadenado por un grupo de forajidos apoderados del Estado y sus instituciones? ¿Cuántos años deberán pasar para que la población recupere su condición ciudadana? ¿Cuándo desaparecerá esa reguera de odio, indecencia y maldad que los hijos y padres de la revolución dejan detrás de sí, la herencia cultural de Chávez, Maduro, Cabello, los Rodríguez? ¿Cuándo en fin, Karina Sainz Borgo -escritora de talla mundial- será escuchada y leída en su propia tierra por esas nuevas generaciones que hoy crecen sin tener un pasado digno de recordar?