Entrevista a Karina Sainz Borgo – María José Solano

Cortesía Zendalibros

Publicado en: Zendalibros

Entrevista a Karina Sainz Borgo, por: María José Solano

 

Karina Sainz Borgo: «Rehúyo de la contextualización latinoamericana literariamente hablando»

Esta historia no ha sido concebida para ser leída, sino para adentrarse en ella a pulmón, sin poder respirar hasta la palabra «fin». Con un ritmo de road trip en el árido paisaje de un western, el lector es convocado a un particular descenso a los infiernos de la mano de un Virgilio que, en El Tercer País, es una mujer. Una historia que no es de valentías, sino de fortalezas, donde el argumento es la vida y su vulnerabilidad, algo que los hombres y mujeres de esta parte privilegiada del mundo próspero y en paz donde vivíamos habíamos llegado a olvidar hasta que la naturaleza se ha encargado de recordárnoslo de nuevo con su implacable zarpazo.

Karina Sainz Borgo escribe esta novela como escribió la internacionalmente celebrada La hija de la española, a bocanadas, emergiendo de las profundidades de la Literatura solo para tomar aire y volver a sumergirse despacio a un universo personalísimo, porque sus bolsillos, cargados de piedras singulares, son difíciles de vaciar. Por eso, entre otras cosas, El tercer País es una novela valiente, pues defiende un mundo literario que no aspira a complacer a nadie, sino a contar una verdad profunda.

Charlamos de este viaje a El Tercer País con su autora, Karina Sainz Borgo, una de las más brillantes mujeres escritoras en lengua española del momento.

—Musil y Brecht, narradores de ocasos, entendían la novela como la suprema síntesis intelectual, una especie de objeto con poder sintético donde todo cabe: poesía, fantasía, filosofía, ensayo… ¿Es esta tu mirada de escritora en la novela?

—Puede que lo sea instintivamente. Yo entiendo la escritura como un magma donde se fusionan las inquietudes intelectuales y las realidades emocionales; las conscientes, manejadas como herramientas de escritura, y las inconscientes, que son las que pueblan la escritura de veracidad. Pero creo que toda novela necesita de un mástil donde amarrarte cuando baten las olas; en este caso, el mío en El Tercer País ha sido Antígona. La he leído, estudiado, trabajado en todas las versiones que he podido encontrar, de Hölderlin a Félix de Azúa pasando por Steiner, claro está.

—Antígona es señalada por George Steiner como “el caso más extremo de permanencia y reiteración de un tema dramático”.

—Exacto. La historia de Antígona es, en realidad, la encarnación de los conflictos entre hombres y mujeres, entre las leyes divinas y las humanas, entre la sociedad y el individuo, entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Mira, yo creo que cada tiempo renueva una estupidez adecuada a su propia ignorancia, y creo que eso es, en cierto modo, positivo, pues se produce, a plazos, una renovación de la humanidad, que vuelve la infancia, un lugar cómodo, seguro y egoísta, sí, pero también lleno de esperanza. Tal vez la novela moderna esté hecha para eso, para recordar lo que los siglos o el dolor nos empujaron a olvidar.

—¿El Tercer País normaliza la tragedia griega?

—Digamos que yo conocí los lugares y el tiempo de la novela; conocí a esas mujeres fuertes que defienden con uñas y dientes un trozo de tierra para entregar a sus muertos; caminé por esos cementerios; conozco la tierra árida, dura, cruel, que siempre se da en la frontera, entodas las fronteras. Yo estaba impregnada por esa realidad, pero rehúyo de la contextualización latinoamericana literariamente hablando, porque esas fronteras que yo quería contar se dan en cualquier lugar. Y como siempre, la literatura acudió en mi ayuda. Leyendo la Antígona de Bergamín descubrí que había un punto de vista político que era el que podía vertebrar mis vivencias, mis emociones. Así nació, con solidez, la idea de estas enterradoras; las «nuevas Antígonas» de El Tercer País. Digamos que la realidad que yo conocí no tuvo voz propia hasta que la nombré con el drama griego. Yo no podía saber que esas mujeres eran Antígonas hasta que leí a Sófocles.

—¿Hay algo en El Tercer País de La hija de la española?

—Nada. Aquella Adelaida era pura catarsis, esta Angustias es una mujer rota por el dolor de haber perdido a sus hijos, una mujer que se gana su nombre a pulso. Ella va buscando a una enterradora que pueda dar descanso en la tierra a sus pequeños bebés muertos. Y la encuentra. Ese personaje de enterradora, Visitación, es potente, telúrico, fuerte. Es la verdadera Antígona; en ella se aúna la muerte y la vida, Eros y Thánatos. Yo creo que es llamativo, desde luego, la tragedia de morir, llorar, penar, enterrar. Pero hay mucha belleza en ese acto ancestral de buscar la paz del cuerpo amado en la tierra. Hay, en cierta medida, mucho amor en esta novela también. Mira, si lo pienso ahora, La hija de la española era una novela casi optimista; de alguna manera inocente, con final feliz. Esta novela es diferente, pero ambas están unidas, ciertamente, por el hilo invisible de la tierra. Hay una frase en La hija: “Mujeres que rastrillan la tierra hasta hacerla sangrar”. Aquí hay algo de eso también.

 —Decía Kundera que todas las obras contienen algo incumplido. ¿Compartes esa opinión?

—Por supuesto que sí. En este caso lo irresuelto es el lugar de pertenencia. Esta es una novela de identidad, de supervivencia, pero desde la compasión. Mientras que La hija de la española versaba sobre la culpa de sobrevivir, El Tercer País persigue la redención. En ese sentido es más ambiciosa, creo, que la primera.

—¿Es una novela para ser leída, o para ser descifrada?

(Karina, en su casa, al otro lado de la pantalla de la videoconferencia, me enseña el libro de Coetzee, las Antígonas… etc).

—Mira, estos son mis compañeros de viaje. Y el maestro Coetzee siempre muy cerca. En Esperando a los bárbaros habla indudablemente del apartheid, pero no lo nombra. No necesita nombrarlo, pero todos sabemos de qué está hablando. Pues bien, en El Tercer País he tratado de recurrir al mito griego, a Dante, a la tradición narrativa hebrea, para contar mi propia diáspora, mi éxodo personal, mi pueblo judío. Quien me haya leído será capaz de oler el dolor profundo que puede llegar a tener una geografía. Creo que la geografía concreta de las fronteras donde la gente se vuelve loca es extrapolable. Lo descifrable viene dado por la situación actual. Afortunadamente, la literatura siempre ha estado ahí para contralo. La literatura no es denotativa, resuena en el corazón y en la razón de quienes leen. Al menos la que a mí me interesa, porque creo, sinceramente, que las otras literaturas se diluyen, no aguantan las filtraciones del tiempo y desaparecen.

—Como en un texto bíblico, las serpientes tienen una presencia simbólica en esta novela.

—Si, es cierto. Una de las protagonistas, Angustias, sueña que lleva una falda de serpientes vivas, y al despertar, su mirada ha cambiado; es ese sueño, y el simbolismo ancestral del animal, la herramienta que me ayuda a explicar su metamorfosis. Deja de ser presa para comenzar a ser depredadora. Hay otros animales también, porque la violencia de esta historia se narra a través de los animales; la ejercida sobre ellos o la que ellos infligen. ¿Recuerdas la escena de Crimen y castigo cuando azotan los ojos de los caballos? Te sacude el cuerpo entero, se te pegan las palabras a la piel y no dejas de pensar en ellas, en la escena, en las imágenes que suscitan. Evidentemente, salvando todas las grandes distancias, yo quería llevar algo así a mi novela.

—¿Cuál es la escena que más te costó escribir?

—Sin duda, la escena del enterramiento de los niños gemelos de Angustias, la protagonista. También la de las prostitutas lavándose en los lavabos públicos. ¿Sabes? Estoy preparada para comprender y, creo, contar los resortes de la violencia y el dolor que éste genera. Pero hay cosas que me cuestan. Me cuesta más contar la belleza que la violencia, por ejemplo.

—¿Por qué has elegido ese escenario para las fotos que van a ilustrar esta entrevista de El Tercer País?

—El Teatro Real es el escenario donde yo conecto con las grandes tragedias. Su patio de butacas es el lugar del desgarro. Allí, en la oscuridad, oyendo la voz de las Normas y las Medeas, de alguna manera también aprendo a escribir. Además, esta novela es mi tragedia; la escribí con esa intención.

—Angustias, la madre que pierde a sus hijos, y Visitación, la enterradora que reina en el Tercer País, son los personajes de esa tragedia, pero no son inmutables. Evolucionan a lo largo de la novela.

—Yo diría que, a partir de su encuentro, se transforman la una a la otra, pero la que cambia realmente es la madre de los niños. Comienza siendo una mujer apocada, afligida por la pérdida, débil, y termina convertida casi en una guerrera, pues le pasa lo que al héroe: se vuelve del tamaño del reto que tiene que afrontar.

—¿Cuáles han sido tus fuentes de lectura?

—Las Antígonas y Pedro Páramo. Pero, además de una deuda con esos lazos de tradición clásica y latinoamericana, es una novela en movimiento; maduró en mi cabeza durante años, y se fraguó físicamente en el camino. Fíjate, nació como idea plástica en la frontera de Colombia con Venezuela y la comencé a abocetar en Brasil. Estuve viajando con la promoción de La hija de la española por todo el mundo y en cada hotel o cada aeropuerto empujaba esta historia de El Tercer País. Finalmente, en plena pandemia, la corregí y finalicé en Cognac. Ese desplazamiento de su autora impregna de alguna manera esta novela, que yo también quiero ver como una novela de viaje.

 —¿Puede salir alguien ileso de El Tercer País?

—Bueno. La Karina que terminó de escribirla ya no es la misma, desde luego. Esta novela, entre otras cosas, me ha hecho ser consciente del trabajo que cuesta escribir. Los libros se hacen sin concesiones, trabajando y leyendo, abandonando en gran medida las frases grandilocuentes; atendiendo a la estructura, recurriendo con humildad a los que antes que tú lo hicieron con maestría. Aspiro a seguir todo el tiempo que pueda en este proceso creativo en el que, verdaderamente, soy muy feliz.

 

 

 

 

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