Publicado en: Guataca
Por: Juan Luis Landaeta
Gabriel Chakarji dejó la música a los 12 años. Cansado de las paredes que implica el estudio del piano clásico, que lo limitaba a una rotación de ensayos, clases y máximo un par de conciertos al año, decidió apartar sus manos del Yamaha vertical que había en su casa en Caracas. Ese mismo instrumento lo había acompañado en su precoz acercamiento hacia la música. En él, su padre le había enseñado las notas de una canción del grupo Chicago.
Tres años antes del paréntesis, en esas mismas 88 teclas había practicado para el certamen musical Ángel Sauce, que ganó superando a niños mayores que él, deslumbrando al jurado con sus dedos de 9 años de edad. Lo hizo a pesar de que el piano no fue el primer instrumento que tocó, sino una batería de juguete a la que le entraba a golpes mientras cantaba. Así empezó todo.
La primera vez que uno escucha los intensos conciertos de Keith Jarret se encuentra con un hombre ejecutando, improvisando, pariendo música. Son famosos los balbuceos, gritos y gemidos del pianista. Gabriel hace lo mismo. Pensando en ese momento primitivo en el que golpeaba un tamborcito de plástico y gritaba, suelta uno de sus principios como artista: “Cuando toco, lo que estoy tocando lo estoy hablando”.
Para esta conversación nos concertamos en The Django, una suerte de cueva en el sótano del Hotel Roxy, en pleno corazón de Tribeca, al sur de Manhattan. El nombre remite al mítico guitarrista Django Reindhart y, como casi todo en Nueva York, a una película de Woody Allen: Sweet and Lowdown. La cita para el diálogo es a las 10 de la noche, una vez termine el segundo set de su jornada. Me prometió que no estaría cansado, acotando que se trataba de un set típico de jazz de aproximadamente 50 minutos.
Llego una hora antes para verlo tocar junto a su trío y me los encuentro a los tres en la entrada del hotel, descansando antes de volver a la tarima. Entre bromas, Gabriel le enseña palabras en español a Jongkuk Kim, su baterista.
A las 9:02 se acerca al piano, con un jean y una camisa violeta de puntos rosados. A pocos centímetros del escenario, cumple el rito de millones de músicos en los tiempos que corren. Revisa una o dos veces que el trípode que sostiene su Iphone esté fijo sobre una silla diagonal para grabar o acaso transmitir en vivo el concierto que está por empezar. Sin más, sentado, con su espalda muy recta y levantando un poco el mentón hacia el bajo y la batería como si fuera una batuta, empieza a sonar la música. Así está exactamente los 50 minutos que me prometió: contrayendo sus hombros cada tanto, moviendo el pelo que le cae sobre la frente, gesticulando o haciendo mímicas de notas que solo él anticipa o escucha. Cuando las notas no exigen que pise los pedales, su pierna derecha se levanta y remata frases musicales o marca un ritmo. La música también ocurre allí, en movimientos mudos.
Más tarde, esa oscilación se extiende al mismo banquillo del piano, haciéndolo inclinar y ocupando apenas los centímetros de su borde. Cuando entra en calor y se sumerje completamente, toca casi de pie.
Para inicios del otoño de 2019, Gabriel tiene 26 años y da la impresión de haber sido exactamente igual las dos décadas y media que ha vivido: alto, delgado, con lentes, pollina y un hablar muy pausado. Solo altera sus gestos para reírse o quitarse el flequillo de su frente. Hace dos años se graduó en The New School, donde llegó becado casi en un 100% para cursar un Bachelor in Fine Arts in Jazz and Contemporary Music. Todo y nada queda del caraqueño que llegó a mezclarse con el volcán sonoro de la Gran Manzana.
Chakarji no es un apellido común en Venezuela y tampoco en Nueva York. Tras él hay un origen armenio, que luego se conecta con un abuelo nacido en Turquía que huyó a Venezuela desde Aleppo, Siria, y llegó directo a Los Andes a vender zapatos entre las montañas de la cordillera.
Su papá fue el único de los hijos de su abuelo que nació en tierras caribeñas y, además, se hizo cristiano, por lo que acudió con frecuencia a tocar el piano en misa. En esa misma iglesia conocería a una cantante del coro, a quien empezó a acompañar con el instrumento y luego con su propia vida. Ese pianista y esa cantante se convertirían en papás de Gabriel. No es una exageración decir que su vida empezó con música.
Nunca fue a un colegio de música, ni tuvo clases de música en el colegio. Parecía que todo se trataba de hacer deporte. Jugaba peor fútbol que básquet, un deporte que todavía lo acompaña en su tiempo libre, ahora en las canchas de Brooklyn, donde claramente es un poco más rudo destacarse.
De la carrera de piano que dura 10 años, hizo solamente tres. Desistió obstinado. Ya asomaba la adolescencia. Cualquier cosa estaba en su panorama, menos un conservatorio. La rigidez de la música clásica lo hizo apartarse de ese primera etapa. Faltaba un par de años para que, ya entrado en el bachillerato, las corcheas lo volvieran a halar por el cuello. Curiosamente, volvió a su sendero gracias a la repetida presencia de las iglesias en su historial. Volvió y volvió con todo, trazando la línea sin interrupciones que lo trajo hasta este sofá rojo del Roxy donde ahora conversamos.
Los muchachos, jóvenes como él, que tocaban en la banda de la iglesia, poco a poco lo fueron convenciendo de sentarse al piano. Y aquí llegó una adenda. Los de la sección de metales ya tocaban en la Simón Bolívar Big Band, que forma parte del Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela, o lo que se conoce internacionalmente como “El Sistema”, a secas. No solamente estaba aprendiendo de otros músicos jóvenes, sino recibiendo una formación única que se ha convertido en una especie de fenómeno en la región.
Así conoció a Linda Briceño, trompetista, compositora y ganadora del primer Latin Grammy de producción para una mujer. Era ella quien dirigía el grupo de oración de la iglesia. Briceño, contemporánea con él, forma parte de esa generación de músicos venezolanos que llegó más o menos al mismo tiempo a Nueva York, para pulirse académicamente y seguir con su carrera artística.
Con su incorporación a la Big Band, llegó indetenible el jazz. Borrón y cuenta nueva. “El jazz es una fiesta, una conversación… pasan muchas cosas al mismo tiempo”, me dice mientras nos reímos al ver un video tomado hace apenas media hora, en el que registré al trío tocando, justo cuando al percusionista se le cae la partitura y, naturalmente, sigue como si nada. De eso se trata. Cory Henry, quien también empezó su carrera musical tocando en iglesias, fue una de sus mejores referencias en ese entonces. Piano y Dios, casi nada.
Ya metido en el vuelo de la música, llegó la típica disyuntiva profesional. Al momento de graduarse de bachiller, claramente la invitación doméstica era para estudiar una carrera de verdad, cosa terrible con la que se suele adjetivar todo lo que no coincide con la formación artística. No se oponían al piano, para el que evidentemente tenía facultades, pero querían otra cosa. “Nunca en la historia de la humanidad la idea de ser músico ha sido reforzada por padres”, dice antes de soltar una carcajada y echarse de nuevo el pelo hacia atrás de las orejas.
Gabriel, además de talento, tiene mucha inteligencia. Como quien no quería la cosa, aplicó y fue aceptado en la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la Universidad Central de Venezuela. Probó un par de semestres en Contaduría Pública. Le iba bien en Matemáticas y Trigonometría. Lo dejó apenas pudo.
Dos años después de graduarse del colegio, en el año 2011, vio el cielo de Manhattan por primera vez. Llegó a la ciudad de día y eso le permitió ver todo el downtown a plena luz. No eran los números o las tablas de Excel lo que lo traía. Era el jazz. Era su primera gira como músico, o como dice él mismo, “mi primera gira con la música”, como si fuera una compañera o su pareja. Viajó como parte de la Big Band. En esa ocasión tuvo una clase con Aaron Goldberg, visitó muchos locales de Harlem y participó en jam sessions.
En esa visita, hubo un concierto muy especial en el Dizzy Club. Gabriel no se lo podía creer. Para poder fijar un recuerdo y desarmar la fantasía, decidió tomarse una foto, que me enseña sacando su teléfono. Aparece él, junto a otros músicos en el fondo, incluido Andrés Briceño, director de la banda en ese entonces. La foto es un amuleto y una suerte de bitácora para Chakarji. Él sale casi idéntico, con la chaqueta distintiva de El Sistema hecha con las franjas amarillas, azules y rojas de la bandera de Venezuela. Cada vez que vuelve al club a tocar, ahora como residente, se toma una foto y compara todo lo que ha pasado desde esa noche de hace 8 años.
De vuelta a casa, terminada la gira por Boston y Nueva York, visto el monstruo a los ojos, fue muy difícil pensar que su carrera musical se podría detener. Influyó de manera especial el pianista cubano venezolano Cesar Orozco, que en plan de celestinaje, habló, es decir, calmó un poco a los padres de Gabriel, garantizándoles que la suya sería una historia de éxito. A esas alturas era muy obvio que tenía un talento que se distinguía. No podían decirle que no.
Empezó un periplo atado a la situación sociopolítica del país en ese momento. El éxodo de profesionales, estudiantes y jóvenes había empezado, por lo que muchísimos pianistas de la escena caraqueña habían abandonado la ciudad y el país. Ante esas ausencias, aparecía un joven Gabriel más que dispuesto.
Uno de los primeros conciertos que sintió como una gran oportunidad, fue uno navideño, comandado por el bajista Roberto Koch, a quien, a sus 19 años, veía como una estrella. También tocó con el talentosísimo Rafael “Pollo” Brito y C4 Trío, ensamble al que idolatraba. Eso lo convirtió, además, en uno de los pocos pianistas que ha tocado con la agrupación, que típicamente funciona con los cuatristas virtuosos más un bajista. El concierto incluía piezas de bolero a cargo del Pollo y allí Gabriel destacó. Una vez más, jovencísimo.
En ese andar imparable, en un guiño del destino, otro músico clave en sus inicios, Gustavo Carucí, le presentó a la cantante Huguette Contramaestre, con quien también tocaría. En breve, el tiempo y el amor los vincularía, pues Contramaestre es madre de Carmela Ramírez, actual pareja del pianista, pero además parte vital de la dupla creativa que desembocó en Vida, el primer disco grabado por ambos. Se trata de una producción privilegiada, dirigida por el maestro Germán Landaeta, quien no pudo contener las ganas de proponerle a los dos artistas que registraran el momento musical que estaban viviendo con sus composiciones propias. Los 12 temas del disco están compuestos a partes iguales. Cuando se reproduce uno de los videos que acompañó el lanzamiento del disco, Carmela dice que los dos “estaban buscando algo que les permitiera permanecer en una intimidad, en esa inocencia”.
Vida no se hizo en un estudio de grabación con la regular usanza, sino con la ayuda de un instrumento muy particular, enorme: el Teatro Chacao, del municipio homónimo, en Caracas. Apenas lo habían inaugurado y, ante la propuesta de Germán Landaeta, les permitieron grabar allí, en el escenario, con un público de butacas vacías, invisibles y privilegiados. Para ese momento, solo el amor y la música unía a Chakarji y Ramírez, pero en breve se sumaría una ciudad, la ciudad que las reúne a casi todas: Nueva York.
La experiencia de componer, arreglar y presentar la producción terminó convirtiéndose en una despedida de Venezuela. Carmela tenía planes de irse a Irlanda a estudiar inglés. La distancia y el Atlántico se impondrían entre los dos. Al final la convenció de no irse. En poco tiempo Gabriel fue admitido en The New School con una beca que era imposible de rechazar. Sintió miedo y fue la propia Carmela quien lo convenció de aceptar. Se fueron.
Gabriel recuerda un momento muy especial de entonces. En medio de un concierto del maestro Aquiles Báez, Cesar Miguel Rondón, una de las voces más conocidas de la radio y la música en Venezuela, hizo una pausa para celebrar el hecho de que “el joven Gabriel Chakarji” se les iba para Nueva York.
Son dos nombres muy importantes de los que recibía la anuencia. Báez, uno de los mejores guitarristas que se le puedan atravesar a un oído bien dispuesto, formó parte de una generación anterior de venezolanos que hizo vida y carrera en Manhattan. Rondón, a su vez, vivió en la ciudad y tomó de cerca el pulso de su música, en los tiempos dorados de la salsa. De alguna forma, los dos le estaban entregando un testigo.
Como ha pasado a lo largo de toda la historia de las migraciones, el que se va, redescubre su tierra muy lejos de ella. Gabriel no es la excepción. Siempre le ha gustado competir y siente que en la ciudad la competencia es lo más grande, porque no solo hay muchas oportunidades sino las mejores. A apenas semanas de pisar la metrópoli, la dejó por unos días para ir a un festival musical en Guanajuato. Lo hizo atendiendo la invitación del guitarrista, compositor y cantante Juancho Herrera, otro de los venezolanos —de origen colombiano— que lleva años tocando aquí. En ese festival vio cantar a Rubén Blades y le costó creerse que él también estaría tocando en el mismo escenario.
El shock cultural no fue menor. El país y la ciudad de 2014 ya ofrecía además de la mezcla racial y de culturas, un poco del hervor político que desembocó en el ascenso de figuras políticas reacias al valor de los inmigrantes dentro de la sociedad. Como estudiante de música, le tocó adentrarse en la historia del jazz, que para él es esencialmente la historia de la segregación. A todo ese tema, como buen artista, él le tiene una letra y una voz: la famosa “Strange fruit” en la versión interpretada por Billie Holiday.
Tocó, aprendió, escuchó y absorbió, y vínculos como el que establece el puertorriqueño Miguel Zenón entre jazz y folclore lo empezaron a llamar. Pero también lo llamaron Celia Cruz, el hip hop, Maelo Ruíz, Erykah Badu y Arturo O’Farril.
Para entender lo que está preparando con su nuevo disco, que se llamará New Beginnings, hay que pasearse por el hecho de que Gabriel fue formado por El Sistema, donde el trabajo en equipo es fundamental. De manera que la pureza de estilos, géneros o formas, no va con su trabajo. Está apoyado precisamente en mezclas, en entender ese recorrido de ritmos que siempre termina y empieza en África.
Cuenta con la suerte de tener a buena parte de sus compañeros de generación cerca de su producción artística, pero también de su propia casa. Chakarji está haciendo música en la misma ciudad donde también están sus compatriotas Juan Diego Villalobos, Linda Briceño, Daniel Prim, Baden Goyo, la propia Carmela Ramírez y un poco mayores en edad, Jorge Glem y Luisito quintero, por mencionar algunos. Ante estos nombres y entendiendo cómo se juntan y cómo termina sonando cualquier reunión en Harlem, Brooklyn, Queen o el Bronx, no duda en decir: “Ahora estamos aquí y ahora somos esto… la gran familia venezolana”.
New Beginnings tiene como fecha de lanzamiento el 2020 y presenta a Chakarji como compositor, pianista y productor. Una vez más, en la voz principal, lo acompañará Carmela. Las nacionalidades de los músicos que participan en la grabación son la mejor forma de entender lo que Gabriel está buscando y cómo lo está consiguiendo. Adam O’Farrill en la trompeta, Morgan Guerin en el saxofón, Jongkuk Kim en batería, Edward Pérez en el bajo y Daniel Prim en percusiones. Son 9 temas.
A la par, lleva adelante un proyecto musical llamado Venezuela in Motion, que funciona más o menos como un colectivo. Es un proyecto que rescata y expone, con fusiones varias, música tradicional venezolana con otras raíces. Allí ha operado el despliegue con mucha percusión afrovenezolana, como el tambor cumaco, el paila y el culo e’ puya. Todos, sonidos que descubrió y empezó a apreciar en Nueva York. Jamás un tema suyo habría tenido esos tambores estando en Venezuela.
Poco después de nuestra charla del Roxy, Gabriel se enterará de otro hito, un espaldarazo para él, para Venezuela in Motion y, por qué no, para la cultura venezolana: el pianista es uno de los ganadores de una beca de producción musical muy apetecida que entrega la Cafe Royal Cultural Foundation. De ñapa, el proyecto de Carmela, su media naranja, también salió entre los galardonados.
Toda la entrevista tiene de fondo la música que suena en el Django. De hecho, en un momento de la noche, César Orozco aparece de fondo, improvisando sobre un estándar de Thelonious Monk. Ese es el paisaje de la música en Nueva York: todo lo que no sea puro cabe.
Para Gabriel, la música ha sido un viaje. Más allá de las experiencias y conciertos, el hecho de poder conocer rincones del mundo gracias a su oficio sigue dejándolo mudo de incredulidad. La misma música que lo sacó de Venezuela lo ha llevado a Israel, Eslovenia y al mismo Túnez en el que se inspiró Dizzie Gillespie. Son panoramas que tiene fijos en la memoria. Todo se conecta porque la definición que él tiene de la música es que es una versión de la naturaleza.
Con 26 años y frente al vendaval de obligaciones profesionales y personales típicas de la gran ciudad, le gusta detenerse a meditar, leer o escuchar audiolibros y siempre tocar. Me dice que toca todos los días, que compone o ensaya. Nunca es suficiente. Hace poco descubrió una versión de Mario Kart que puede jugar desde el teléfono y reconoce casi con culpa que lo ha encontrado placentero. De Netflix se queda con la nueva serie de Simón Bolívar. Si le preguntan por una canción que le encante, responde “Plástico” de Rubén Blades.
Así continúa este periplo que empezó con la sangre de su abuelo saliendo de Asia y llegando a América; con Gabriel punteando con sus dedos los versos de orgullo latinoamericano del panameño universal de la canción: “… con modelos importados que no son la solución/ no te dejes confundir/ busca el fondo en su razón/ recuerda se ven las caras/ pero nunca el corazón”.
La música suena al final del día. Es su cierre. Al salir del hotel, quedan los aplausos, el humo de cigarrillos y acordes de piano repitiéndose en mi cabeza. Hacia el sur, levantada como un témpano azul y gris, la torre del One Trade Center rememora los adoquines de la zona, la parte más irregular y más improvisada de la ciudad, casi como un buen tema de jazz. A la derecha, un espectacular tiranosaurio rex pintando en la pared de un edificio me recuerda que en Nueva York quien puede lo más, puede lo menos, como en un buen solo de piano.