Publicado en: Medium
Por: Michel Hausmann y Daniel Esparza
Lo más probable es que usted y yo nos conozcamos. Seguramente nos habremos encontrado en la autopista en alguna marcha. Tal vez nos protegimos mutuamente al ser atacados con bombas lacrimógenas tratando de llegar a Miraflores. Tal vez nos cruzamos en el aeropuerto de Maiquetía, con el mosaico de Cruz-Diez de fondo, mientras nos despedíamos de nuestras familias, sea porque ellos se iban, sea porque nos íbamos nosotros. Tal vez hemos hecho las mismas colas — para la gasolina, para el mercado, para algún documento — a unos pocos pasos de distancia. Tal vez extrañamos las mismas cosas. Lo más probable es que tengamos esperanzas parecidas.
El chavismo no es un fenómeno exclusivamente venezolano. De hecho, el chavismo no es ni original ni novedoso. Es sólo una repetición de algo ya visto hasta el cansancio, una y otra vez, en otros tiempos y otras regiones, ahora con empaque bolivariano. Mismo musiú con diferente cachimbo, como decimos en Venezuela. Que se esparza — en efecto, como un virus — no debería sorprender a nadie. Contra semejante contagio no hay excepcionalismo que valga. Del “no, vale; yo no creo” al “it can’t happen here” no hay mucho trecho. En esto, creemos, tirios y troyanos estamos de acuerdo. Permítannos explicarnos.
No hace falta repetir que hemos sufrido los embates del autoritarismo y del totalitarismo en carne propia. Vimos a Chávez cercenar la libertad de expresión, y atacar constantemente a los medios de comunicación acusándolos de publicar falsedades. Lo vimos apoderarse paulatinamente de las instituciones democráticas y de la independencia judicial, dándole a sus familiares y aliados cargos para los que no estaban ni remotamente preparados, sustituyendo profesionales por acólitos. Lo vimos, además, cuestionar la legitimidad de las elecciones una y otra vez, hasta que se hizo de un Consejo Nacional Electoral a la medida. Sufrimos, finalmente, el colapso total de la economía venezolana. Nuestro duelo es un duelo compartido. Nuestra rabia también lo es.
Por estas razones — y tantas otras, más o menos del mismo tipo — sorprende ver a tantos venezolanos, dentro y fuera de Estados Unidos, apoyando la reelección de Trump. Los argumentos que los venezolanos esgrimen en favor del actual presidente estadounidense simplemente conducen a entender que hemos extraído lecciones completamente distintas del colapso venezolano ¿Cómo es posible que se diga, con tanta ligereza (e ignorancia) que Biden es “socialista,” y se ignoren los rasgos claramente autocráticos, nepóticos, antidemocráticos, de la administración Trump, especialmente cuando nosotros, los venezolanos, hemos pasado veinte años mirando al autoritarismo a la cara?
Decir que Biden es socialista es simplemente un error. Biden tiene a sus espaldas una larga carrera de 36 años en el senado. Cada uno de sus votos están disponibles aquí, y revelan algo interesante: dependiendo del caso, Biden no tiene problemas a la hora de ponerse de acuerdo con sus colegas republicanos en una votación. Lo que para algunos puede parecer un salto de talanquera, es en realidad el arribo a un acuerdo político. Biden es un demócrata centrista. Como en Venezuela (en la Venezuela democrática) en Estados Unidos no existe realmente una extrema izquierda. Existen tendencias socialdemócratas, en todo caso. Pero Biden, de nuevo, es un demócrata de centro. Ni siquiera de centro-izquierda.
Es cierto: el partido demócrata estadounidense insiste en la creación de programas sociales que incluyen la extensión de la cobertura de cuidados de salud a más ciudadanos. Pero estas ideas están lejos de ser radicales. Todos los países industrializados tienen y ofrecen ya este tipo de cobertura: absolutamente todos los países europeos, Canadá, Israel, Singapur. No existe un país industrializado en el mundo que no ofrezca a sus ciudadanos cobertura universal de salud pública. Que Estados Unidos no la tenga es, en realidad, la excepción a la regla. Personalmente, nos encantaría que Estados Unidos finalmente lograse ofrecer ese tipo de cobertura (y que nuestros impuestos se dirigiesen a tal fin), pero — para decepción de muchos — Biden ni siquiera está ofreciendo eso. En este enlace pueden leer, en detalle, su posición sobre el tema de la salud pública.
Venezuela no colapsó porque Chávez quisiera ofrecer un sistema de salud gratuita. De hecho, la salud y la educación gratuita son derechos ciudadanos de larga data en el país. El colapso económico venezolano es policausado, pero algunas de sus causas más evidentes incluyen la sustitución de la producción nacional por un sistema de importaciones pseudo-subvencionado, aunado a un control de cambio leonino, y al despido masivo del personal capacitado de la industria petrolera. En consecuencia, los pobres se volvieron más pobres, la clase media se vino abajo, y se instaló una nueva élite corrupta, apalancada por el control de cambio.
En este enlace pueden leer todos los planes económicos de Biden. Ni una sola de sus iniciativas se parece, ni remotamente, a alguno de los programas de la revolución bolivariana. En efecto, si alguien se atreviese a mantener que Biden es en efecto socialista, tendría que admitir además que es posiblemente uno de los peores socialistas de la historia de la humanidad: pasar casi 50 años de vida política promoviendo medidas centristas es sin duda la peor forma de ser un socialista de escaparate.
Hemos escuchado decir Biden es una especie de aliado (de nuevo, de escaparate) de Maduro. Es difícil imaginar que alguien pueda decir esto en serio: un mínimo ejercicio de memora histórica es suficiente para recordar que fue Biden quien condujo a la administración de Obama a imponer sanciones económicas al régimen venezolano. Nuestra corta y siempre selectiva memoria seguramente ha enterrado en el olvido el hecho de que fue Obama quien impuso las primeras sanciones contra Maduro. Ni corto ni perezoso, el mandatario venezolano acusó inmediatamente a Biden de querer derrocarlo. En este caso, Maduro tenía razón.
Trump no es Chávez. Pero, como dicen en algunas regiones de Venezuela, se parece igualito. Ambos llegaron al poder con un mensaje populista, culpando a enemigos internos de lo que quieren hacer ver como un colapso total no sólo del sistema, sino de la comunidad nacional. Del mismo modo en el que Chávez prometió freír las cabezas de los adecos en aceite y desmontar el sistema de la “cuarta” república (un milagro democrático de 40 años en medio del marasmo filo-militarista que es la historia venezolana), Trump llegó a Washington prometiendo “drenar el pantano.” Es fácil no asumir responsabilidad por las propias acciones cuando se tiene a un supuestamente poderoso enemigo interno a quien culpar. Como Chávez, Trump nombró a varios de sus familiares en cargos claves del gobierno: de diez oradores en la reciente convención republicana, seis eran de apellido Trump. Es cierto que en Venezuela el nepotismo era relativamente común en la era pre-Chávez, pero era difícil registrar precedentes en Estados Unidos en los últimos 50 años. Si algo se vio claramente en esta convención, es que una familia logró apoderarse de uno de los dos partidos políticos más importantes de este país.
Más aún, Trump ha mostrado (à la Chávez) un craso desconocimiento del funcionamiento de las instituciones democráticas. Tal desconocimiento, además, deja traslucir un claro irrespeto por el sistema de balances democráticos. Ha acusado a los medios de comunicación de ser “el enemigo del pueblo” (¿suena conocido?), le ha quitado independencia al departamento de justicia, politizándolo para salvarle el pellejo a sus amigos e investigar a sus enemigos, miente a diario incluso si esas mentiras terminan causando muertes (perfectamente evitables) en medio de una pandemia, insulta a sus rivales políticos, y premia la lealtad más que el mérito. Para más inri, a pocos días de la elección, ya ha dicho en reiteradas oportunidades que piensa no reconocer los resultados de no serle favorables. Ya sabemos, de su propia boca, que Trump tiene planes de reelegirse para un tercer período, aunque la constitución estadounidense no contemple esa posibilidad. Sólo eso debería ser suficiente para oponerse frontalmente a reelegir a otro político más con gorra roja.