Por: Mari Montes
“Nunca he usado un lanzamiento ilegal. El problema es que de vez en cuando lanzo uno que nunca ha visto esta generación”.- Satchel Paige
Un guión de película que cuente la vida del lanzador de los Rays de Tampa, José Alvarado, podría comenzar con unos muchachos jugando béisbol en una cancha de concreto.
En exteriores y de día, el escenario sería el espacio polideportivo del barrio, de dos instalaciones, una para jugar fútbol y otra para jugar cualquier cosa, ambas al aire libre, bajo un sol candente y cielo despejado.
En Caja Seca, un pueblo grande ubicado al Sur del Lago de Maracaibo, hay épocas en las que hace un calor de horno. El nombre le viene de maravilla, da la sensación de una cocción en “baño de María”, como estar metidos en una botella cocinándose al vapor. Pero de eso se dan cuenta los mayores, los que están pendientes del clima. Los muchachos se divierten, juegan a altas temperaturas pero ni se enteran de a cuántos grados arden. Ellos están jugando pelota, distraídos del verano crónico.
En el pueblo los niños practican béisbol. Muchos pertenecen a equipos organizados, que juegan en los estadios destartalados y medio reparados por los padres de los chicos peloteros, con un terreno más o menos normal, donde hay un diamante, una lomita desde donde los lanzadores tiran sus serpentinas, bases que se han robado decenas de veces y jardines con piedras, eso sí, entre rayas de cal, como el béisbol manda. De vez en cuando algún gobierno regional les ha echado una mano.
Así sobreviven esos campos donde los jovencitos tienen el sueño de convertirse en jugadores profesionales de las Grandes Ligas. Saben que es posible porque varios de los que han ido tan lejos, son de ahí mismo, del Sur del Lago de Maracaibo, estado Zulia, tierra que ha dado peloteros legendarios desde los primeros años del béisbol en Venezuela. Muchachos que han salido de esos estadios ruinosos para convertirse en estrellas, admirados, que han ganado dinero y prestigio. Ser como ellos es el sueño de esos niños.
Pocos pueden cumplir el anhelo de llegar tan alto, no es fácil, no todos tienen la oportunidad de que los vean, de que un scout se interese por ellos y los firme para una organización de las Grandes Ligas. Necesitan tener un talento extraordinario, habilidades y herramientas por encima del promedio, deben impresionar, ser superiores al resto, y tener suerte, todo a la vez.
Los aspirantes tienen que demostrar que son buenos bateadores, poderosos, tener alcance para llegarle a todas las pelotas posibles y atraparlas con seguridad, lanzar a las bases con gran puntería, correr rapidísimo de home a primera. Los lanzadores necesitan por los menos dos pitcheos, una recta que supere las 90 millas por hora, “una piedra”, como coloquialmente le llaman a esas pelotas que llegan en fracciones de segundo al plato, a la mascota del catcher, y que suenan cuando el cuero de la pelota cae en el cuero de ese guante grande, el sonido indica que la esfera viajó muy rápido y eso hace más difícil batearle. También es fundamental una buena curva. Precisan esas habilidades a la edad en la que ocurren los reclutamientos, a los 16, tal vez un poquito más, el 2 de julio de todos de los años.
En el béisbol no es como en el fútbol, donde los niños se desarrollan en las organizaciones de los equipos profesionales.
A la mayoría de esos jovencitos, con esas dotes, los están observando desde que tienen 13 o 14 años. Los van siguiendo, los ven en los torneos regionales, en los interestatales, en nacionales, copas internacionales y en los clásicos de las Pequeñas Ligas. Quienes tienen esas vitrinas son los más afortunados para lograr la ansiada firma. Las mejores oportunidades las tienen ellos y aún así, es difícil convertirse en uno de los elegidos.
El sueño de ser pelotero profesional es muy colorido. Ser seleccionado por una organización de Grandes Ligas es la posibilidad de cambiar la vida: una casa para la familia, carros nuevos, cero kilómetros, que mamá pueda viajar y estar mejor, que papá esté orgulloso, los hermanos seguros, la abuela siempre en la tribuna alentándolo, en el coro de las que cantan sencillos, jonrones, ponches y outs. Para muchos es salir de la pobreza, es comer tres veces todos los días, tener dinero para comprar chucherías, centenares de chiclets y caramelos, semillas de girasol y maní. Todo lo que quieran.
Para los que menos tienen y no juegan para un equipo establecido, es más difícil y lejano, porque practicar béisbol les resulta casi imposible.
Pertenecer a una divisa de una liga de béisbol menor formal tiene sus costos. Deben tener ropa adecuada, uniformes, zapatos de tacos, copas para protegerse de un pelotazo en los testículos, e implementos de juego, como el guante y aperos del receptor.
Los bates y cascos pueden usarlos en equipo, pero los guantes deben ser de cada niño.
No todos pueden con tanto, son implementos costosos. A esos que no pertenecen a organizaciones, se les hace casi imposible ilusionarse con ser como Carlos González, Ender Inciarte, Gerardo Parra o Jhoulys Chacín. Ellos estuvieron en esos terrenos inhóspitos que también son campos de sueños. No todos tienen tanta suerte.
A quienes no les llega esa oportunidad, porque son pobres y tienen otras prioridades, casi ni se les ocurre.
¿Quién puede llegar a las Grandes Ligas sin haber jugado en un equipo organizado, sin haberse puesto unos spikes? ¿Dónde pueden verlo los cazadores de talento y hacerles seguimiento? ¿Cómo saben de sus cualidades los agentes, los señores que van con las pistolas que miden la velocidad de un pitcheo o cuánto tarda un corredor hasta la primera base?
¿Quién va a ir a una cancha donde se juega básquet, fútbol y donde con cualquier pelota se arma una partida de béisbol? ¿A quién le interesa? Seguramente a nadie. ¿Quién sale de la nada? ¡Así es más difícil soñar!
En esos espacios se juega con el calzado que sea, a veces en chancletas o zapatos rotos, en pantalones cortos y con huecos, no por moda, rotos de uso, seguramente heredados de otros muchachos. Los guantes son cualquier cosa que sirva para atrapar, puede ser un cartón o alguno de verdad que alguien haya regalado. Las pelotas no son nuevas, se han mojado o son de “teipe”. Pelotas que tienen como núcleo un cartón de un cuarto de litro de leche o jugo, que queda reducido a una bolita que es muy apretada con cinta adhesiva hasta que se convierte en una esfera más grande y queda lista para jugar. Es una pelota que hace cosas extrañas.
Tienen uno o dos bates que aunque parezcan pocos, son suficientes para divertirse, para jugar por un rato a ser sus héroes.
En este béisbol callejero no hay técnicos que den indicaciones o corrijan la mecánica para lanzar una pelota, para batear o atrapar, no hay tribunas de mamás, hermanas y abuelas con canciones para aupar a los muchachos, ni papás gritando que saquen mas el codo o levanten menos la pierna.
Aprenden a jugar porque imitan a sus favoritos, los entrenadores son las estrellas que ven por televisión, cuando pasan los juegos. Suelen imitar a los mejores, repiten sus movimientos, replican todo lo que los profesionales hacen, así se se divierten y divertirse es mucho.
En una cancha de esas comenzó a lanzar José Alvarado, tenía 8 años de edad cuando debutó Dontrelle Willis en las Grandes Ligas con los Marlins de Florida. Dontrelle y Miguel Cabrera eran los novatos sensacionales que formaron parte del equipo que le ganó la Serie Mundial a los Yankees de Derek Jeter y Mariano Rivera en 2003.
Cuando José Alvarado terminaba sus deberes escolares y de la casa, salía a jugar esa pelota realenga, donde era el “Dontrelle Willis” de la partida.
Aunque en la cancha no había un montículo de lanzador, ni estaban vestidos de peloteros, le tocaba la misma responsabilidad, sacar out a los bateadores.
Le tocó ponchar a varios “Miguel Cabrera”, “Carlos González”, “Bob Abreu”, “Pablo Sandoval”, “Endy Chávez”, enfrentarse a “Johan Santana”, zurdo como él. Tenía que evitar que le batearan a zona buena, si los ponchaba, mejor.
José Alvarado siempre lanzó duro la pelota, tan duro como cuando tenía que cazar iguanas, tres por día. Iguanas que después preparaba la abuela, con su rica sazón, que le quedaban muy sabrosas. Apuntaba a los rápidos y esquivos reptiles de aspecto prehistórico y soltaba la piedra para dejarlos fuera de acción. Tenía que ser un disparo certero, cuando fallaba se escapaba y había que esperar por otro lagarto. Lo esperaban para la cena.
El joven no tenía idea de que la destreza para cazar iguanas era parte de su preparación para lo que vendría después.
Claro que el béisbol informal no es la vía más idónea para llegar a las Grandes Ligas, al menos no es usual, no es lo típico, pero quién quita.
Un día, casi a punto de cumplir 17 años, estaba jugando, como siempre, como lanzador, cuando un carro negro empezó a rondar la cancha. Los muchachos estaban pendientes, un poco asustados porque días atrás habían secuestrando a un niño, en un vehículo negro, el hijo de alguien que tenía dinero. Estaban alertas.
Después de varias vueltas, el vehículo se estacionó en frente y un hombre desconocido lo llamó, a José, quien en principio no sabía que era con él. No quería acercarse ¿y si se lo llevaban secuestrado?
De alguna manera se corrió la voz de que había un joven zurdo, que no jugaba en ningún equipo, que había aprendido solo y jugando a jugar, en ese sitio, a quien había que chequear, un jovencito que lanzaba durísimo. Había que ir a verlo y hacerlo ver.
Ante la insistencia del misterioso hombre del carro negro, pudo más la curiosidad que el temor.
José se aproximó al señor y lo escuchó. Era un “buscón”, muy común en los campos de pelota menor, observan a los jugadores que pueden ser prospectos y tienen conexiones con los scouts certificados, obtienen una ganancia si su recomendado obtiene la firma. Tenía interés en llevarlo a Valencia, porque los scouts del equipo Piratas de Pittsburgh iban a estar viendo talentos y era posible tener un chance. Alvarado arrugaba la cara, un tanto aturdido por lo que estaba escuchando. Montones de cosas pasaban por su cabeza, por su infinita imaginación, se llenaba de ilusiones. Dijo que sí.
Después de obtener el permiso de su familia, emprendieron el viaje. No se sabía quién estaba más ilusionado de los dos, si él o el inesperado agente. Era cuestión de que impresionara con sus dotes, con su mecánica aprendida mirando a los peloteros en el televisor de la casa, no tenía muchos lujos, pero sí un televisor donde ver los juegos de las Grandes Ligas.
Se le presentaba la noble oportunidad de ser visto y eso podía ser suficiente. Dependía de él, de nadie más.
Sentía la presión de tener 17 años recién cumplidos y la proximidad del 2 de julio, fecha en la que los equipos formalizan los contratos con los prospectos del Caribe y Latinoamérica. Si no conseguía que lo firmaran, tendría que pensar en otra cosa, en conseguir un trabajo para ayudar a su familia. No podía seguir todo el tiempo cazando iguanas a punta de piedras. José quería una vida mejor y eso sólo era posible trabajando. El chance de ser pelotero era una esperanza.
Las esperanzas son muy bonitas pero a veces se quedan en ilusiones y lo que pasa no se parece a lo que esperamos. Pero como dice el dicho popular “la esperanza es lo último que se pierde” y “mientras hay vida hay esperanzas” y él estaba muy vivo y con ganas.
Llovió muy fuerte, la cita con los scouts de los Piratas se suspendió. José se puso a llorar.
Se escapaba la posibilidad de mostrar sus cualidades, y los scouts no son como las iguanas, que si se escapan se puede cazar otras.
El agente del carro negro estaba casi tan devastado como él. Los dos estaban perdiendo el viaje y el chance. Por eso averiguó qué podía hacer, hizo una llamadas. No todo podía terminarse ahí.
Alvarado lloraba porque había declinado a una invitación para ir a Mérida, a una “Copa de Oro” donde podían verlo, por primera vez con uniforme y zapatos de ganchos, y los scouts lo dejaban embarcado.
Cuando todo parecía haberse terminado, el hombre del carro negro recibió una información y le dijo que se quedarían hasta el día siguiente porque iba a haber un try out, donde estarían presentes cazatalentos de las Grandes Ligas chequeando muchachos.
Cuando no podía con una iguana aparecía otra, había que apuntar bien.
Puntuales llegaron a la prueba, se consiguieron con más de 100 peloteros, la mayoría pertenecientes a equipos formales, con mejor preparación que él, con béisbol organizado, con técnicos. Eran muchachos con experiencia en torneos, que conocían los fundamentos, con habilidades, con herramientas más sólidas para soñar con las ligas mayores. Pero eso no lo intimidó, él era Dontrelle Willys.
Eran alrededor de 120 jugadores y la mitad eran pitchers. El día fue largo. Pero él tenía paciencia.
-¿Cuánto pides por el zurdo?-preguntó el scout de los Rays de Tampa al hombre del carro de negro, le preguntaba por José Alvarado.
Entre todos esos muchachos, entre todos los prospectos que se exhibieron, el cazatalentos estaba interesado en el suyo, en el zurdo de la cancha de Caja Seca.
Por responder algo, casi sin pensarlo, le dijo: ¡Cien mil dólares!
El cazatalentos de Tampa lo pensó unos minutos…
– Lo firmamos hoy mismo y te doy cincuenta y cinco mil dólares.
No lo podía creer. Esa no era la cifra que tenía en mente. Fue a consultarle a José y el joven lanzador le preguntó cuánto pensaba él que iban a darle por su firma.
– ¡Cinco mil dólares!- confesó.
José sacó cuentas y ambos decidieron acordar inmediatamente con el scout.
La historia apenas estaba comenzando. Así dio inicio a su carrera profesional el relevista de los Rays de Tampa. En las ligas menores aprendió como lanzar, a esconder la pelota, a ponerla lejos de los bates.
Fue el único que logró firmar ese día en ese try out.
Ya no iba a ser más Dontrelle Willis, tenía que ser él mismo, José Alvarado.
Desde 2012 hasta 2017, cinco años, como el tiempo que toma culminar una carrera universitaria, estuvo preparándose para hacer el grado de big-leaguer. Llegó, como él mismo dice, con solo dos pitcheos, una recta de cuatro costuras y una curva. Para quedarse es preciso tener más.
En el receso invernal de 2018 trabajó para mejorar el comando de sus envíos y ampliar su repertorio. Llegó a los entrenamientos de primavera sumando una recta de dos costuras, un cambio y un lanzamiento letal, “nasty”, como dicen los beisboleros.
Lo veo en el Tropicana Field de Tampa, una bella ciudad del Sur de Estados Unidos, en Florida, muy calurosa en verano, como Maracaibo. Para llegar desde Miami hay que atravesar un hermoso puente sobre la bahía y es imposible no recordar el puente sobre el Lago.
José Alvarado habla con la tranquilidad que tienen quienes están haciendo su trabajo con esmero y recompensa, conversa de ese lanzamiento que tanto comentan y que algunos, como exageración pedagógica, dicen que debería ser declarado “ilegal”. Ha hecho ver muy mal a los mejores bateadores que ha enfrentado.
Es una sinker, un pitcheo que antes de hundirse cruza el plato a 99 millas por hora en promedio, prácticamente imposible de descifrar.
La pelota parece que va derecho y se desvía alejándose hasta que la atrapa el catcher y deja al bateador descolgado. Es un envío que cumple con el primordial requisito de esconderse y que aún esperándolo, desconcierta.
-Estoy contento y satisfecho por todas las cosas que estoy viendo cada vez que salgo a pitchear, me digo ¡wao!, porque cada vez que subo al montículo me sale algo diferente. Me preparé muy bien para esta temporada, porque yo sabía que el equipo iba a contar conmigo, aunque no me usaron mucho en el Spring training porque vieron que llegué ready, la temporada es muy larga. En el off season me enfoqué en mi control y estoy viendo los resultados. Cuando subí en 2017 tenía dos pitcheos, ahora los bateadores no saben qué esperar, los bateadores se preguntan qué pueden salir a buscar- explica muy sereno.
Uno de los mejores lanzadores zurdos de toda la historia, Sandy Koufax, decía que “pitchear es el arte de infundir miedo”, ser poseedor de un lanzamiento que viaja a 99 millas por hora, encaja en esa máxima.
Obviamente no revela el secreto de su arma. El truco ocurre dentro del guante. Tiene la misma mecánica siempre, tire lo que tire.
-No te lo puedo explicar, pero cuando llega el momento de usar ese pitcheo, yo sé que juego hago en el montículo para darle ese efecto a la pelota- me dice.
Confiesa que es admirador de Johan Santana, a quien sigue viendo como un ejemplo a seguir. Le parece extraordinario que haya hecho tanto en sus años en las Grandes Ligas, cuando no existían facilidades tecnológicas como las que tienen los jugadores de ahora para hacer mejor su trabajo.
-Mi historia no ha sido fácil, valoro tener madurez, he aprendido a escuchar, a seguir consejos de todas las personas que me quieren ayudar, a aceptar las críticas, buenas y malas.
Con idas y vueltas, él y sus circunstancias, Alvarado ha tenido un 2019 de aprendizajes, en lo personal y como jugador. Si sigue como va, podrá establecerse por años, el cuento de cómo llegó a ser firmado por un equipo de Grandes Ligas no se parece a ninguno y tiene moraleja: inténtalo y apunta bien.
Cuando regresaba a Miami por el Alligator Alley, cruzaron unas iguanas muy verdecitas, estaban a salvo, nadie las buscaba para la cena.
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