En la vida de algunos adictos al cine como yo hay películas que son marcadores. En mi caso dos de ellas son “Breakfast at Tiffany’s” y “My Fair Lady”.
En Breakfast at Tiffany’s, Audrey Hepburn es Holly, la joven extravagante, “acompañante” con sueños de convertirse en actriz, que suele ir a desayunar frente a la Tiffany & Co, la famosísima joyería de Nueva York. No hay una sola escena, un solo parlamento, un solo fotograma de más en esa película. Así como Paul se enamoró de Holly, los pocos que no se habían enamorado de Audrey Hepburn cayeron rendidos. Con esa película hubo algo más, el vestuario impuso un nuevo estilismo. Holly le decía a las mujeres que podían y debían ser modernamente finas, elegantes, femeninas. “La elegancia es la única belleza que nunca se desvanece”, dijo en una de tantas entrevistas cuando le comentaban sobre haber marcado un camino.
En “My Fair Lady”, una adaptación libre primero para teatro musical y luego para cine de la extraordinaria obra de George Bernard Shaw Pigmalión, Audrey Hepburn logró convertir a Eliza Doolittle en un personaje que se adueñó del corazón de millones.
“Soy mitad irlandesa, mitad holandesa y nací en Bélgica. ¡Si fuera un perro, sería un desastre!” Una de tantas de sus frases con las que se definía.
Odiaba sus pies. Decían que eran demasiado grandes. Y trataba de disimularlos. “Por eso nunca usé zapatos llamativos”, agregaba con esa sonrisa con la que conquistó al mundo.
Givenchy decía que él no hacía ropa para adornarla; que más bien ella convertía cualquier traje en una obra de arte.
Media 1,73, pesaba 49 kilos y su cintura era de 50 centímetros. Esa altura le impidió hacer realidad su sueño infantil de convertirse en ballerina. Quizás a eso debemos agradecer que la vida la haya llevado por otras rutas. En Londres, estudió teatro. Una noche mientras actuaba en el West End, un agente que buscaba nuevos talentos para la Paramount la descubrió. 1953. Le dieron el papel de la princesa Ann en Vacaciones en Roma, haciendo pareja con Gregory Peck. Y por ese papel recibió un Oscar. Y un Globo de Oro. Y un Bafta.
A seguir esa retahíla de películas inolvidables: en 1954, Sabrina, en 1959, Historia de una monja, en 1961, Breakfast at Tiffany’s, en 1963 Charada, en 1964 My Fair Lady y en 1967, Wait Until Dark.
¿Nominaciones, premios? No caben en este texto. Solo algunos. Oscar, Globo de Oro, BAFTA, Tony, Festival de San Sebastián, David di Donatello, Golden Laurel, Cecil B. De Mille. Estrella en el paseo de la fama en el 1650 de Vine Street. Dedicatoria de la calle Audrey Hepburn Laan, en Doorn, Países Bajos. Variety Club of New York: Premio Humanitario. Comandeur de l’Ordre des Arts et des Lettres. The International Danny Kaye Award for Children. Premio Humanitario Internacional. Premio Internacional Humanitario “Una mujer especial”.
Hablaba inglés, holandés, francés, italiano y español.
Le ofrecieron el papel principal en la producción de ‘El diario de Ana Frank’. Se negó. Hubiera sido demasiado doloroso. De niña en Holanda había sido testigo de la ejecución de judíos, de cómo a patadas y empellones los cargaban en vagones para llevarlos a campos de exterminio. “Yo tuve mi ventana desde donde vi el horror. Uno de mis hermanos estuvo en un campo, otro simplemente se esfumó en la guerra; un tío y un primo que fueron pasados por las armas”.
Dos maridos, Mel Ferrer y Andrea Dotti, y una pareja hasta el final de sus días, Robert Wolders. Dos hijos, Sean Hepburn Ferrer, productor de cine y autor y Luca Dotti, diseñador gráfico.
Corría 1990. Y en la televisión apareció con sencilla y sublime gracia y elegancia mostrando los más hermosos jardines del mundo. Le encantaban los tulipanes.
De niña había sido de esos pequeñitos que en la posguerra hacían cola para recibir ayuda de las organizaciones de beneficencia. Eso hizo que de mayor se convirtiera en embajadora de buena voluntad. “En muchos países nadie sabe quién soy, pero todos saben qué es UNICEF”, decía.
En 1992 el Presidente George Bush padre le concedió la Medalla Presidencial de la Libertad por su incansable trabajo como embajadora de buena voluntad de Unicef. Un mes más tarde, el 20 de enero de 1993 moría en su casa en Suiza. Tenía apenas 63 años. Aquel año en la ceremonia de los Oscar le fue otorgado post mortem el premio Jean Hersholt, por su destacada labor en favor de la humanidad.
El American Film Institute la tiene como la tercera mejor estrella femenina de todos los tiempos. La primera es Katherine Hepburn y la segunda Bette Davis.
Su huella como mujer, como actriz, como madre, como ser humano no se ha difuminado. Sus hijos continúan su trabajo humanitario a través de del “Audrey Hepburn Children’s Fund”.
Elegante, fina, gentil, graciosa, generosa y, sobre todo, humana.
Edda Kathleen Van Heemstra Hepburn-Ruston. Y para millones, Audrey Hepburn. Algunas leyendas nunca mueren.