A qué dudarlo. Fue una mujer importante, controversial, conflictiva. Víctima y victimaria. Perseguida y perseguidora. Cosechó triunfos y odios. Fue reina en dos edades y de dos mundos que se encontraron. Ella me produce sentimientos encontrados. Poco me impresiona que haya sido, como aseguran historiadores y cronistas, una mujer en extremo piadosa. Siento que detrás de tanto rezo se ocultaba una persona ambiciosa que para lograr sus objetivos estuvo dispuesta a poner de lado cualquier escrúpulo.
Es cierto. A ella le tocó una época en la que la edad media en plena decadencia le abría las puertas a un nuevo sistema político y social, a un nuevo modo de vivir. Pero en medio de los trascendentales cambios, ella hubo de aprender las artes de la intriga y la negociación para hacerse al fin del poder. Sin duda, ello no hubiera sido posible de no haber tenido tras de sí el apoyo, también ambicioso, de una nobleza hambrienta que aspiraba a reinar a través de ella y que supuso que sería su títere. ¡Cuán equivocados estaban!
Que su matrimonio hubiere sido orquestado por conveniencia no tiene nada de extraño para los momentos. Sí hay que destacar que ella siempre trató de controlar al marido, sojuzgarlo y hacerlo sentir menos, a pesar de la frase “Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando”. En efecto, casaron Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, ambos adolescentes y el suyo fue un matrimonio pactado con fines políticos. Pero para su bien, el de ambos, resultó que enamoraron.
Se dice que los hechos más resaltante de su reinado fueron la conquista del reino de Granada, el descubrimiento de América, la expulsión de los judíos y la anexión del reino de Navarra. Creo que hay logros y vergüenzas en ese reinado, pero para entender hay que saber qué pasó.
Isabel era hija de Juan II de Castilla y su segunda esposa, Isabel de Portugal. El padre tenía hijos de su matrimonio anterior con María de Aragón, entre ellos Enrique, medio hermano de Isabel y quien era el heredero al trono. Estaba además Alfonso, hermano de Isabel de padre y madre. A la muerte de Juan II de Castilla, la corona recae en Enrique IV. En el entretanto, Isabel crecía junto a su madre y su hermano en Arévalo. La madre (Isabel, portuguesa de la casa Braganza) no contaba con buena salud mental.
Enrique IV casó con Juana, una mujer maquinadora, hermana del rey de Portugal. Se decía que el rey era “lento de pasiones” y que la hija habida en ese matrimonio no lo era de su marido sino del conde de Ledesma y mayordomo principal del Rey, Beltrán de la Cueva. El cotilleo de palacio acabó importando poco al rey, quien a la “hija” la nombró Princesa de Asturias y por ende heredera del trono de Castilla. Había dos grupos claramente enfrentados. Y además, estaba Alfonso, quien reclamaba para sí la sucesión. Alfonso muere en extrañas circunstancias, de congestión estomacal. Todo hace pensar que fue envenenado.
Enrique IV no era un mal hombre. Era sí pusilánime y neurótico y comía compulsivamente, en especial piezas de cacería, lo cual obligaba a los físicos de palacio a tratarlo de constantes afecciones digestivas. Cuando muere Alfonso, Isabel, con apenas 16 años, se declara heredera de la corona de Castilla. Desafiaba así la decisión de su medio hermano el rey, quien ya había determinado que su hija Juana (a quien la historia llama La Beltraneja) heredaría.
Isabel se lo pensó mejor y optó por la senda de la conciliación, que derivó en los Acuerdos de Guisando que se firmaron el 14 de agosto de 1468. En ellos se establecía que Isabel heredaría el trono a cambio de respetar a Enrique y no aspirar a la corona hasta que él falleciese. En los acuerdos se incluyó una cláusula según la cual Enrique decidiría cuándo casaría Isabel y con quién. La cosa se empasteló cuando Enrique pretendió casar a Isabel con Alfonso V de Portugal, hermano de su esposa Juana. Si esto ocurría, por mucho que fuese heredera, pasaría a ser reina de Portugal y por tanto apartada de la corte de Castilla. Reinaría entonces Juana por vía de matrimonio que se celebraría con el hijo de Alfonso V, lo cual aseguraría los reinados de Portugal y Castilla. Todo un complejo ajedrez.
Isabel y sus aliados rechazaron esto y comenzaron a pactar en secreto el matrimonio con Fernando, un sol menor que Isabel, hijo y heredero de Juan II de Aragón. Casaron en secreto en Valladolid en octubre de 1469, donde Fernando llegó disfrazado de paisano. Hubo una bula papal forjada por el arzobispo Carrillo, quien para el momento era aliado de Isabel. La bula era necesaria pues Isabel y Fernando eran primos. Cuando Enrique supo del matrimonio declaró nulos los Acuerdos de Guisando con lo cual su hija volvió a ser heredera de la corona de Castilla.
Pero ocurrió que Enrique IV murió de grave indigestión en 1474, sin testamento. Isabel recurre a los Acuerdos de Guisando los cuales declara en plena vigencia y se juramenta reina, en ausencia de su esposo Fernando quien se encontraba en luchas en Aragón. Se inicia entonces una guerra pues ni Juana ni Alfonso V de Portugal estaban dispuestos a perder el trono. Juana la hija es entonces casada con su tío el rey, sin que llegue la bula necesaria, asunto que es fraguado por el arzobispo Castillo quien al sentirse traicionado y vejado por Isabel y Fernando, quienes no le apoyaron en su nombramiento de cardenal, decidió apoyar las pretensiones de los portugueses.
Tras cinco años de enconos y enfrentamientos, triunfan Isabel y Fernando y se firma la concordia de Segovia. El matrimonio de Juana es anulado y ella, apenas en los comienzos de su adolescencia, es comprometida en matrimonio y al negarse es recluida en un convento de las Clarisas. La paz suscrita en septiembre de 1479 en Alcaçovas acabó con los conflictos e hizo de Isabel reina reconocida de Castilla. Ese mismo año fallece Juan II de Aragón, padre de Fernando y él se convierte en rey de Aragón, Sicilia, Cataluña, Valencia, Baleares y Cerdeña, además de rey consorte de Castilla.
Accediendo a la presiones del papado y de su marido y asentada la corte en Sevilla, Isabel acepta fundar el tribunal de la Inquisición, reservándose para sí el nombramiento de quien habrá de dirigirla. Designa para ello al temible Torquemada, de muy infausta recordación. Comienza así la percusión de los judíos y de los conversos (marranos) que a la postre conduce -mediante real decreto de 1492- a la expulsión de los judíos quienes por cierto la habían apoyado financieramente durante todo su proceso de lucha para hacerse de la corona de Castilla. Los judíos llevaban siglos viviendo en la hoy España. Hay documentos que ubican comunidades hebreas en territorio español durante las Guerras Púnicas, entre el 218 y el 202 a. C., durante las cuales Roma se apoderó de Hispania. Emilio García Gómez, un experto en la materia, afirma que la palabra Sefarad nunca fue usada en la España medieval y que sólo se incluyó en el léxico luego de la expulsión de los judíos en 1492. La identificación de Sefarad con la península ibérica se adjudica los rabinos expulsados que “habrían pretendido distinguir a los judíos procedentes de la península de los que residían en otros lugares, los llamados askenazíes”. Privó más en Isabel la obcecación de su fanatismo religioso, su paranoia con la herejía y su antisemitismo. Pudo más eso que incluso los muchos judíos y conversos con los cuales había tratado toda su vida y que estaban en su entorno íntimo. Es uno de los episodios más vergonzoso y miserables de la Cristiandad. Un capítulo doloroso que aún hoy tiene consecuencias. Fernando, por su parte, estaba bastante más interesado en librarse de los musulmanes que aún continuaban en Granada. Le impulsaban razones de poder político y territorial y no religiosas. Esto ocurre finalmente luego de la llamada Guerra de Granada en la que resulta vencido el Emir y se consolida la Reconquista. A partir de ese momento a Isabel y Fernando comienzan a llamárseles los Reyes Católicos, incluso por bula papal.
Claro que hay que reconocerle a Isabel, más que a Fernando, el que haya tenido la visión y haya sido la principal financista de los proyectos exploradores que condujeron a lo que en los últimos años ha sido denominados apropiadamente como El encuentro de dos mundos, suceso de indiscutible repercusión histórica.
Isabel tuvo cinco hijos: Isabel, quien fue reina de Portugal; Juan, quien fallece mucho antes de suceder a sus padres; Juana, reina de Castilla a la muerte de su madre, quien es conocida como La loca; María, esposa del viudo de su hermana Isabel y por tanto reina de Portugal y Catalina, reina de Inglaterra por su matrimonio con Enrique VIII quien la desprecia para casar con Ana Bolena, generándose así la ruptura con la iglesia católica y la excomunión de Enrique. A pesar de haber agenciado convenientes matrimonios que colocaron a sus hijos en coronas importantes, Isabel no fue ni de lejos una mujer feliz. Su vida transitó entre la piadosa excentricidad, su amor por Fernando y la locura que llevaba en la genética materna, que trasmitió por cierto a su hija Juana, personaje que bien amerita, tanto como Juana La Beltraneja, espacios especiales de reflexión.
Isabel casó a su hija Juana con Felipe I de Habsburgo, de Flandes, llamado El Hermoso, hijo de Maximiliano I, Sacro Emperador Romano y de María de Borgoña, quien paradójicamente como rey consorte de Castilla pactó con los franceses, los archienemigos de Isabel. Juana La Loca fue la madre del Emperador Carlos V. Es de su reinado al cual refiere la frase “el imperio donde no se pone el sol” (no como algunos piensan que se relaciona a la Reina Victoria cuyo reinado ocurre muchos años después). Isabel era un ávida lectora. Su nutrida biblioteca incluía los más variados asuntos. De hecho, fue una de las mujeres más ilustradas de la época, incluso más que la mayoría de los hombres. Se dice que ella y también la reina Isabel I de Inglaterra fueron las madres generadoras y propulsoras de la Edad Moderna.
La reina Isabel murió sola el 26 de noviembre de 1504 en Medina del Campo, sumida en la más absoluta tristeza. Los derechos de su esposo sobre el trono de Castila no estaban nada claros y entonces se acordó firmar la Concordia de Salamanca, en 1505, que establecía el reinado conjunto entre Fernando, Juana y su esposo Felipe. Fernando, quien con el tiempo dejó de ser un hombre interesante para convertirse en uno más de los muchos ladinos personajes palaciegos, casó al año de enviudar con Germania de Foix, una sobrina del rey Luis XII de Francia. Fue él quien propició que a Juana se la declarara incapacitada mentalmente y que fuera confinada a reclusión por el resto de sus días. Dicen que Fernando mandó a matar a Felipe, para así evitar que los Habsburgo reinaran en Castilla y los reinos recuperados.
Fernando El Católico era “fogoso”, por decir lo menos. Guapo y galán, diríamos de él por estos tiempos. De una dama noble catalana, Aldonza Ruiz de Ivorra, tuvo dos hijos, uno de los cuales fue nombrado Cardenal. De otras mujeres tuvo dos hijas que escogieron el camino del claustro. Fernando murió el 23 de enero de 1516. Dicen que ocurrió a consecuencia de exceso de “cantárida”, un afrodisíaco al que se había vuelto muy afecto, pues de su segunda esposa, Germania de Foix, quería tener otro hijo y mostrar así su fortaleza y virilidad intactas.
Los restos de Isabel reposan en Granada, junto con los de Fernando. Con errores y aciertos, ella fue la reina de dos mundos. Dicen los gitanos granadinos que de noche llora. Espero que ese llanto, como buena católica, sea de virtudes como la piedad y el arrepentimiento.
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