Indigenismo de latón – Elías Pino Iturrieta

Indigenismo de latón - Elías Pino Iturrieta
Cortesía: La Gran Aldea

En estos tiempos de imposición de cambios, intento de sustitución de valores, y de rehacer los sucesos que forjaron la República; la falta de conocimiento del urbanismo de la capital también golpea hasta los más elementales principios de estética. El autor, como cualquier transeúnte de Caracas: “Pero, ¡qué tipo de estatua!: tal vez una de las piezas más hórridas o más terríficas y deleznables de la estatuaria nacional, un atentado contra la idea que se debe tener del homenajeado y contra el cuidado del urbanismo bajo cuyas directrices se trató de orientar a la ciudad desde perspectivas profesionales”.

Publicado en: La Gran Aldea

Por: Elías Pino Iturrieta

En una crónica primordial para la comprensión del dominio de los españoles sobre los indígenas de nuestro territorio, la Historia de la conquista y población de la Provincia de Venezuela, José de Oviedo y Baños escribe así sobre el líder de los Caracas que hoy la “revolución” ha convertido en pavoroso monumento de latón, o de algo parecido al latón:

Este fue el paradero del cacique Guaicaipuro a quien la dicha de sus continuadas victorias subió a la cumbre de sus mayores aplausos para desampararlo al mejor tiempo, pues le previno el fin de una muerte lastimosa, cuando pensaba tener a su disposición la rueda de su fortuna: bárbaro verdaderamente de espíritu guerrero, y en que concurrieron a porfía las calidades de un capitán famoso, tan afortunado en sus acciones, que parecía tener a su arbitrio la felicidad de los sucesos: su nombre fue siempre tan formidable a sus contrarios, que aún después de muerto parecía infundir temores su presencia, pues poseídos los nuestros de una sombra repentina, al ver su helado cadáver (con haber conseguido la victoria) se pusieron en desorden retirándose atropellados, hasta llegar a incorporarse con Francisco Infante en lo alto de la loma, de donde, recobrados del susto, dieron la vuelta a la ciudad.

Pero Oviedo no se conforma con esta descripción del temible enemigo. Impresionado por las hazañas de quien acaba de morir, como tributo a su memoria, pero también como oportuna referencia a los desmanes del conquistador, copia las últimas palabras del cacique. Son las siguientes, según la crónica:

¡Ah, españoles cobardes! Porque os falta el valor para rendirme os valéis del fuego para vencerme: yo soy Guaicaipuro a quien buscáis, y quien nunca tuvo miedo a vuestra nación soberbia; pero pues ya la fortuna me ha puesto en lance en que no me aprovecha el esfuerzo para defenderme, aquí me tenéis, matadme, para que con mi muerte o veáis libres del temor que siempre os ha causado Guaicaipuro.

Quizá no dijera el guerrero un discurso como el de los Amadises que tanto pululaban en la época, herencia de los libros de caballería, sino algo de menor hinchazón; pero lo que importa aquí es el reconocimiento que lleva a cabo un autor fundamental para el entendimiento de la época y una pluma que no le hace segunda a las más célebres de entonces. Pero Oviedo no es un caso aislado. En textos de consulta imprescindible, como la Brevísima relación de la destrucción… del fraile dominico español Bartolomé de las Casas y la Historia corográfica de padre Antonio Caulín, también se reconocen las hazañas del conquistado mientras se denuncian las tropelías de los representantes del trono y de los aventureros españoles que pululaban.

“La nómina de mestizos notables entre los cuales figura Fajardo desde temprano, distingue y engalana a las sociedades ultramarinas, las hace singulares y susceptibles de un análisis que supere la simpleza de los estereotipos en los que se solazan los ‘revolucionarios’ de la posteridad”

En la mayoría de esos textos, por cierto, se hace hincapié sobre la trascendencia del trabajo de Francisco Fajardo en los poblamientos precursores del poder imperial, debido a la influencia que desarrolló como hijo de india principal con adelantado español. En efecto, como fruto de una unión que se multiplicaría hasta la formación de una comunidad peculiar, fue puente oportuno, como todos los de su especie, para el milagro de manifestaciones culturales y de testimonios de convivencia que merecen enaltecimiento, en lugar de desprecio y venganzas. La nómina de mestizos notables entre los cuales figura de Fajardo desde temprano, distingue y engalana a las sociedades ultramarinas, las hace singulares y susceptibles de un análisis que supere la simpleza de los estereotipos en los que se solazan los “revolucionarios” de la posteridad. Guiados por la necedad de esos clichés, los “rojosrojitos” del actual régimen decidieron que la Autopista caraqueña que llevaba el nombre de Fajardo se distinguiría en adelante con el nombre de Guaicaipuro.

Además, probablemente sin barruntar siquiera que figuras fundamentales de la conquista española se les habían adelantado desde los tiempos de Oviedo, quisieron aumentar el homenaje  ordenando la erección de una estatua del adalid en lugar harto visible de la vía. Pero, ¡qué tipo de estatua!: tal vez una de las piezas más hórridas o más terríficas y deleznables de la estatuaria nacional, un atentado contra la idea que se debe tener del homenajeado y contra el cuidado del urbanismo bajo cuyas directrices se trató de orientar a la ciudad desde perspectivas profesionales y estéticas que ahora se han pisoteado hasta la escala de la grosería. Muy lamentable para Caracas y para el gusto de sus viandantes, desde luego, pero especialmente para el cacique Guaicaipuro. Si fuese adorno de la casa de Maduro, o de la residencia de la alcaldesa, o de algún ministro entusiasta del indigenismo pueril, tipo López Obrador, no cabría ninguna objeción, pero se trata de la capital de la República.

 

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