El coraje tranquilo – Mibelis Acevedo Donís

Publicado en: El Universal

Por: Mibelis Acevedo Donís

Conocer a Sócrates nos conduce por caminos tan dispares como la idealizada estampa que dejó Platón -su alumno durante 10 años-, la chusca caricatura de Aristófanes o la limpia crónica de Jenofonte. Sobre su enorme influjo dan fe, eso sí, socráticos “menores” y “mayores”, Fedón, Antístenes, Aristóteles y el propio Platón, naturalmente. Filósofo y maestro de filósofos, piedra fundacional del pensamiento de occidente, fue curiosamente un pensador ágrafo: no dejó obra escrita, así que beber de su fuente pionera ha sido posible, en primera instancia, gracias a los Diálogos platónicos. A través de ellos la humanidad se ha puesto al tanto de su forma de buscar la verdad por medio de la conversación; esto es, la dialéctica. Asimismo, nos familiarizaron con la Ironía socrática y la Mayéutica, ese sutil arte de “asistir en el parto” del conocimiento, de ayudar al alma a resolver problemas por sí misma, orientada por filosas preguntas que conducen al nacimiento de la idea, la iluminación. Un viaje que hace de la duda una brújula imprescindible; que implica no renunciar a ella, por más picosa que sea.

Saber que nada sé, tener consciencia de la propia ignorancia. Reconocer los límites de lo que a veces juzgamos como verdad absoluta pone al maestro, más que como infalible portador del saber, como alguien dispuesto a aprender con otros. Hijo de Fenáreta, una partera, Sócrates impulsa un cambio pedagógico decisivo que, como reacción al sofismo, impacta profundamente a sus seguidores. La sabiduría en este caso se revela como fruto del cuestionamiento permanente, de la auto-interpelación, de la inducción. Enseñanza que, además, concede bellos vuelos a lo político. Y es que aun reacio a inmiscuirse directamente en los asuntos del poder, Sócrates razona sobre el deber ser de la relación de los ciudadanos con la polis, para que esta sea virtuosa y guiada por el bien. Para Sócrates, conocer la virtud y practicarla significaban la misma cosa: “virtud” que atendía, sobre todo, al cumplimiento de la ley.

Tal como recoge Platón en la Apología o el Fedón, la muerte del maestro, incluso de forma más tremenda que su vida, habla del apego a dicha convicción, la consciencia del equilibrio que hace posible la vida en comunidad. Eso que, según Sartori, remite a ideales bien entendidos y mejor empleados, insumos esenciales para construir una democracia. Aun en época convulsa para Atenas, presa de la inestabilidad que dejó la Guerra del Peloponeso y la incursión en el gobierno de los Treinta Tiranos, la defensa de la democracia enfrenta la consabida paradoja: la de la concreción atada a una visión realista, pero que a la vez se nutre de un ideal que demanda fe en nuestros rasgos más sublimes, la habilidad para elegir entre bien y mal y, por tanto, para impartir justicia. También para Sócrates eso suponía moverse entre dos elementos en apariencia irreconciliables: las leyes objetivas, propias de lo colectivo; y los preceptos dictados por la libre conciencia del individuo.

¡Quién diría que un ciudadano tan leal a Atenas, “el mejor hombre, el más inteligente y el más justo” sería víctima de la injusticia que emanó de la decisión de la mayoría! De esa herida no se libró Platón, quien llegó a vislumbrar en la democracia un temible, imperdonable desperfecto. Así que de su adolorida opinión también debemos rescatar a Sócrates, el demócrata decidido a morir en la verdad. Al revisitar a Popper en “La sociedad abierta y sus enemigos”, Enrique Krauze señala que “Sócrates tuvo un papel airoso… Nunca se opuso a la democracia sino a su degeneración demagógica, encarnada en aristócratas inescrupulosos que, habiendo sido sus discípulos, torcieron el sentido de su enseñanza para buscar el éxito usando al pueblo como instrumento de su ambición. Pero la mayor lección democrática de Sócrates fue ajustarse a las leyes de Atenas y defender su causa, que era la causa de la inteligencia. Pudiendo huir, optó por defenderse con su arma única y específica: la razón, la deliberación. Prefirió padecer la injusticia a cometerla. “Jamás había intentado socavar a la democracia -dice Popper-; en realidad, había tratado de darle la fe que le faltaba”.

Sobre los últimos días de quien se veía a sí mismo como canal de su próvido daimon, “tábano” siempre dispuesto a sacar de su modorra al caballo de la Polis, discurre también el telefilm que dirigió Roberto Rossellini en 1970. (En 1966, George Schaefer ya había dirigido “Descalzo en Atenas”, protagonizado por Peter Ustinov). Acusado a sus 71 años de no creer en los dioses de Atenas, de proponer nuevas creencias, de corromper a la juventud, afirma allí Sócrates con una calma que descoloca a discípulos y familiares: “si la democracia quiere mi muerte, tendrá sus razones”. Con la misma calma decide tomar la cicuta y esperar su efecto, no sin recordar a Critón que “le debemos un gallo a Esculapio” (Diálogos: Fedón).

Su afligida esposa, Jantipa -cuyo carácter de trueno ocupó a muchos cronistas- es quien aliña con dulzuras esa despedida. Reflexionando junto a sus hijos sobre la singular heroicidad del padre perdido, les dice: “cuando va por la calle, no es un ruido guerrero el que lo precede, ruido que apenas disimula el pavor de los que agitan lanzas y escudos. Su coraje es tranquilo, y hay que tener corazón para reconocerlo”. Ese mismo coraje tranquilo, pues, que es lo propio de la democracia.

 

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