Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
Desde hace ya algún tiempo, se ha vuelto lugar común entre los venezolanos la afirmación según la cual las universidades nacionales o autónomas sólo han servido como puente de ingreso clandestino para la promoción y adoctrinamiento de las ideas y valores característicos del totalitarismo comunista, así como para albergar en sus aulas, bajo el cobijo de la autonomía universitaria, a la militancia comprometida con los movimientos de insurrección y subversión de izquierdas que, tarde o temprano, terminarían colocando “los puntos sobre las íes” en la lápida de la institucionalidad democrática del país. Tanto ha calado esta convicción en la opinión pública nacional que se ha llegado a afirmar que prácticamente, desde los inicios del siglo XX, esta ha sido la causa de los problemas que ha ocasionado la autonomía, al punto de que, por ejemplo, la llamada Generación del 28 no sería más que una generación formada mayoritariamente por comunistas, como también lo sería la Generación del 58, para no hacer obvias referencias de las subsiguientes, las cuales, en no poca medida, sirvieron de inspiración a la plataforma ideológica y estratégica, primero, del régimen de Hugo Chávez y, poco más tarde, al de Nicolás Maduro.
Se entrelazan, de este modo, dos términos que, en estricto sentido, no solo son recíprocamente incompatibles sino que, en última instancia, se puede afirmar con propiedad que, entre ellos, existe una profunda contradictio in terminis. Quizá sean lazos tejidos con la mejor de las intenciones. Y es indudable que tales presuposiciones encuentren sus fundamentos en una percepción de oídas o en las representaciones que se derivan de la mera experiencia, o incluso de cierto modo de conocimiento que concibe las causas y los efectos como el significado propiamente dicho de la verdad. Todo lo cual se lleva adelante con la mejor de las intenciones, pues se trata del contribuir con una solución definitiva, que corte por lo sano y coloque a los futuros egresados de las universidades lo más lejos de las ideologías políticas y lo más cerca de la verdadera formación y del verdadero conocimiento, porque la ciencia, en cualquiera de sus especializaciones, es neutra, impolítica, y nada tiene que ver con las malformaciones hechas por los políticos, y muy especialmente por los comunistas. Tómese en cuenta que la barbarie no es exclusiva de un determinado período de la historia, que retorna, en medio de los “corsi e ricorsi”.
Ya se sabe lo que dice el adagio: de buenas intenciones -y de buenos deseos- está hecho el empedrado que conduce directamente a las pailas del infierno. Y no cabe duda de que, como decía Platón, la mera opinión (la «doxa»), si bien puede ser fuente de la verdad, suele ser, la mayor parte de las veces, el fulcro de medias verdades o de verdades a medias, las cuales, tomadas como absolutas, cabe decir, como dogmas y leyes rígidas, contribuyen al fortalecimiento de los fanatismos, de los que surge la inclinación por la satanización y, con ella, los “santos oficios”, las idolatrías por los Torquemada y los Savonarola, expertos en la construcción de las “hogueras de la vanidades”.
Lo que en todo caso conviene comprender es que una universidad que carece de autonomía no es una universidad. Podrá tener cuantiosos recursos, un formidable plantel académico, o los mejores espacios, equipos e instrumentos técnicos de primer orden o de última generación. Pero no por eso será una universidad en sentido enfático. “¡Sapere Aude!: ten el valor de usar tu propia razón”, decía Kant. Lo que el lego repite infructuosamente, cual slogan, cual frase brusca y hueca, sin el menor esfuerzo de reconocimiento, identificando la vida universitaria con una “casa” que se ocupa de “vencer las sombras”, dista infinitamente de aquello que el Libertador supo comprender, por cierto, políticamente. No son “las sombras” que, técnica y metodológicamente, el entendimiento abstracto se afana en querer iluminar con sus tools box y sus linternas, ahí, entre las formas de la racionalidad instrumental, sea del derecho, la odontología, la medicina, las humanidades, las ciencias sociales o la ingeniería. Lo que sin duda es importante, aunque no suficiente y, mucho menos, adecuado. La “sombra” a la que se refería Bolívar, padre de la universidad autónoma y republicana, es la heteronomía, es decir, la dependencia de una voluntad impuesta, ajena, extraña, que pretende imponer sus formas y criterios muy por encima de las propias capacidades, del propio esfuerzo, de la propia racionalidad. Es, en suma, la imposición del totalitarismo sobre la inteligencia, sobre el estudio y la investigación, que van labrando el propio camino. Nada más sagrado que una universidad que no solo sea, desde el punto de vista técnico-instrumental, competente, sino que, sobre todo, sea capaz de formar auténticos ciudadanos, personas de bien, con clara consciencia civil de la necesidad. Y es que eso es, por cierto, la libertad: el tener el valor de asumir, madura y responsablemente, el propio camino, por más obstáculos que se le puedan presentar.
No es evitando la introducción en temas y problemas ideológicos, culturales, políticos y sociales como se construye un auténtico recinto universitario. Todo lo contrario, la función de la institución universitaria consiste, esencialmente, en contribuir con la resolución de los problemas fundamentales del país. Aislar la vida universitaria de la polis, separar la continua formación de la comunidad académica de los grandes debates constitutivos del horizonte problemático del presente, pretender que la discusión y la conformación de las propias convicciones perturban o enrarecen la forma mentis de su estudiantado, no solamente es un absurdo, es una aberración. Significa, además, la desnaturalización de aquello que le ha dado sentido y significado a la gesta independentista que echó las bases de la historia republicana de Venezuela. Más bien, convendría decir que todo lo que no es autonómico es totalitario. Por el contrario, uno de los grandes esfuerzos que debe emprender la universidad del presente consiste en recuperar plenamente la cultura de la autonomía. Quizá el más grande desafío de la universidad autónoma consista en hacer que la posverdad -neo-totalitaria por excelencia- declare su propia bancarrota. Una nueva ilustración está por nacer en medio de la crisis que agobia a este siglo de pandemias, populismos y veneraciones por lo privado. Frente al pensamiento débil, la defensa de la autonomía es la clave suprema para salir de la sombra.