Tenemos grietas por todos lados. De todo color, sabor, olor y estilo. Son grietas hondas, profundas y extremadamente dolorosas. Son como heridas que no cierran, que no consiguen cicatrizar.
Nos separan, nos dividen, nos alejan de una solución. Todos parecemos encontrar con facilidad razones para engrincharnos, para caer en un desgastante e insensato pleito, Tenemos en la punta de la lengua los verbos para insultar, incordiar, vejar. Con notable habilidad, escribimos y decimos frases que hieren, mientras más gravemente, mejor. Tenemos el glosario de imprecaciones metido en el bolsillo para recurrir a él con presteza cuando sentimos que la oportunidad se nos pinta de bomba incendiaria. Y aplaudimos y vitoreamos a cualquiera que logra vejar con mayor saña. Nos hemos convertido en asistentes en un circo romano. El idioma coloquial se nos ha inundado de palabrotas, ya no usadas en privado y en confianza. Ahora es el lenguaje que se escucha por doquier, a viva voz.
La palabra marca el camino. Eso lo sabe cualquiera con dos dedos de frente. Y la palabra mal intencionada se convierte en daga que raja pieles. Herimos por placer. Descargamos nuestra animadversión sin imponernos límites. Ya no necesitamos evidencias comprobables para cualquier acusación. La calle física y la virtual se han convertido en escenario de disputas por cualquier “quítame esa pajita”, en patíbulos. Baste “caminar” por los pasillos de las redes para ver una narrativa empecinada en destruir. Los “likes” abundan instando a los “influencers” a burlarse con más crudeza, a ser más incisivos, a decapitar con una guadaña de 142 caracteres y memes a cual más repulsivo.
Los de izquierda atacan a los de derecha, y viceversa, aunque ya ninguno sea de izquierdas o de derechas. Porque si algo quedaba de esos perfiles ideológicos, si algún lejano olor restaba, el señor Putin se encargó de hacerlo puré. Los ignorantes desprecian a los sabidos. Los pudientes ven por encima del hombre a los que no tienen. Si yo no tengo, pues no valgo.
Y a las grietas hay que sumar los muros que se han construido y a los que se les ponen más y más ladrillos. Tengo 66 años recién cumplidos y desde los 9 años escribo. Y en el oficio de escribir ya llevo 40 años. En todos estos años nunca alguien me censuró. Y ahora resulta que escribo una nota y el medio me censura porque el “consejo editorial” ha decidido que ese texto no le gusta. Así mismo, el consejo editorial, un ente guarecido tras el anonimato. Me doy cuenta que ya soy “de la vieja guardia”. Soy de esa Venezuela en la que las cosas, incluso las que estaban mal, estaban claras. La lista de los integrantes de los consejos editoriales estaban publicados en un recuadro de la página dos o la página tres de los periódicos y revistas; eran entes integrados por gente con nombre y apellido. Y si vetaban algo, que jamás fue mi caso, la decisión era informada sin tapujos y se sabía bien quién había tomado esa decisión, porque cualquiera que se sentara en una silla editorial lo hacía a cara descubierta, no se agazapaba tras una nube de anonimato. ¿Cuento este impasse sin revelar el medio por cobardía? No, más bien esto es un llamado de alerta, una gota de reflexión que quizás se pierda en ese mar de disparates que es la grieta. La censura es antidemocrática, el silencio es el asesino de la democracia. Y con la censura pierde el censor y el país, no el censurado.. Yo desde siempre he escrito para construir, y por eso me precio de elegancia en las letras. Yo no escribo para un medio, escribo para los lectores. Y no voy a cambiar mi estilo ni mis textos para convertirme en necia obsecuente.
La nota en cuestión la publicó horas después del desafortunado episodio otro medio, sin peros, sin remilgos, sin preguntas irrelevantes, sin vetos.
La censura no es más que el poder ejercido insensatamente. Y de insensateces está plagada la grieta de la que cada día nos costará más salir.