Publicado en: Polis: Política y Cultura
Por: Fernando Mires
Hemos escuchado que estamos en una situación de pre-guerra. Si es así, tenemos que convenir en que toda pre-guerra pertenece a una guerra, vale decir, a un periodo donde se establecen las condiciones de la guerra la que, como toda guerra, intenta dirimir por la fuerza un conflicto que no puede ser resuelto mediante el uso de la razón diplomática. De tal manera que, por el momento, estamos presenciando una guerra diplomática, o si se prefiere, la fase diplomática de una guerra militar. Cabe preguntarse entonces cuáles son las razones de la guerra y sobre todo por qué el actor principal, en este caso Putin, ha elegido justo estos momentos para caminar por el sendero que conduce a la guerra, tenga esta o no lugar.
Las razones parecen evidentes: Putin busca anexar Ucrania a Rusia, y si las condiciones no son del todo favorables, una parte de Ucrania (la controlada militarmente por el movimiento pro-ruso en Donetsk y Lugansk ya la domina). Los orígenes de la guerra hay que encontrarlos entonces en la política expansionista del gobierno ruso. Dicha política a su vez, tiene sus orígenes en una mitología que dice así: Ucrania, como todo el mundo euroasiático pertenece, cuando no a la dominación, por lo menos a la hegemonía rusa. Todos los que se opongan a la expansión rusa deben ser considerados enemigos de Rusia. Y en este momento, para Putin, sus enemigos fundamentales son las democracias occidentales, sobre todo las europeas y norteamericanas.
Putin aparece así como el máximo representante de una contrarrevolución anti-occidental y anti-democrática desplegada a nivel mundial. Esa la razón por la que ha logrado unir en su torno a la gran mayoría de los gobiernos, movimientos y partidos anti-democráticos del mundo, sean estos autoritarios como los de Hungría, Polonia o Turquía, o dictaduras poscomunistas como la de China y Corea del norte, o militares como las de Cuba y Siria, o teocráticas como las de Irán, o simplemente autocracias mafiosas como las de Bielorrusia, Nicaragua, Venezuela. En Ucrania, se quiera o no, está siendo dirimido el tema de la contradicción fundamental de nuestro tiempo: la que separa al mundo democrático del antidemocrático.
¿Por qué ahora y no antes o después moviliza Putin a más de 100.000 soldados hacia los límites con Ucrania? Pues, porque ha encontrado su momento. No de atacar –de hacerlo lo habría hecho por sorpresa y de un zarpazo como cuando anexó Crimea en 2014- sino de hostigar al bloque occidental. Ucrania es el objetivo final de su actual estrategia aunque puede que no sea el principal. La fase actual está dirigida a desorientar y dividir a sus dos enemigos fundamentales. El enemigo geográfico formado por las democracias europeas, y el enemigo político-militar representado por EE UU. De hecho lo ha conseguido. Ha mostrado a todo el mundo como la Alianza Atlántica se encuentra dividida en dos fracciones: los “negociadores” (Alemania y Francia) y los “intervencionistas” (EE UU y Gran Bretaña)
No se puede negar que Putin se encuentra bien posicionado. De hecho está jugando un juego de ganar o ganar. Lo que más le interesa es desorientar al enemigo. Lo que está haciendo, y parece que pocos se han dado cuenta, es llevar a cabo una masiva operación de desgaste. No pudo haber escogido un momento mejor. Después del retiro de tropas de Afganistán, la política internacional de la alianza occidental se encuentra totalmente desorganizada. Si a ellos sumamos una Europa concentrada en combatir a la pandemia -de hecho Putin ha sabido hacer del Covid un gran aliado- lo demás viene solo. Ya las bolsas de los países europeos están experimentado estrepitosos bajones. La inflación se ha disparado. Hay asomos de miedos e histerias colectivas. Lo menos que quiere la ciudadanía europea es embarcarse en una guerra de connotaciones globales y de proyecciones indescifrables, y en ningún caso padecer frío bajo un devastador invierno como consecuencia del cierre de la llave del gas ruso.
Por si fuera poco, las dos naciones que comandan el bloque europeo, Francia y Alemania, se encuentran políticamente trabadas. Macron encara un difícil proceso electoral. Y en Alemania, su nuevo gobierno no quiere estrenar su mandato con una guerra. De ahí que los gobernantes de los dos países se han puesto de acuerdo para entonar la misma melodía. “Diplomacia sí, intervención no”. Cuando más, repiten como papagayos, “si Putin invade Ucrania, Rusia sufrirá terribles sanciones”. Nadie dice cuáles serán, pero todos sabemos lo poco que sirven las sanciones en política internacional, mucho menos si se trata de amedrentar a un gobernante que tiene como aliados económicos a países como China, Irak y Turquía. Una guerra económica nunca podrá asustar a Putin. Y una militar, frente a un bloque dividido, tampoco.
En estos momentos Putin, hay que decirlo, está infligiendo una fuerte derrota a las democracias occidentales. Ucrania, ocupada o no, pasa a ser un detalle secundario al lado de la magnitud de esa derrota. La humillación de las democracias occidentales frente al desafío ruso podría ser el gran triunfo destinado a coronar su aventurera carrera política.
En el contexto de la pre-invasión, el espectáculo más triste es el que está dando Alemania. No es para menos. La nación hasta hace poco considerada locomotora económica de Europa, ha demostrando que, en los niveles militares y políticos no pasa de ser un destartalado vagón de carga.
Alemania es un país que arrastra una gran culpa histórica, dicen siempre sus filósofos e historiadores. Ahí reside precisamente gran parte del problema. Bajo la influencia del izquierdismo pacifista y de las corrientes humanistas cristianas, prima en Alemania un discurso que puede llevar al país a la indefensión frente a sus enemigos. Desde ese prisma, la “buenista” lección extraída de su tortuoso pasado no puede ser más abstrusa. En lugar de haber sido levantada una política de animadversión en contra de países gobernados por regímenes antidemocráticos como fue el hitleriano, los gobiernos han seguido la consigna de un “abajo las armas” digna más bien de ordenes conventuales que de países enfrentados a enemigos antidemocráticos, expansivos e incluso imperiales, como Rusia. Situación irrisoria. Cuando el gobernante ucraniano Zelenski pidió a Alemania ayuda militar, Alemania le ofreció dinero para comprar medicamentos. Además, cascos militares (!!).
Si a la falsa lectura de su propia historia agregamos la facilidad con que Alemania ha entregado llaves estratégicas a Rusia -como la dependencia del gas- gracias a la irresponsabilidad e incluso venalidad de sus políticos, completamos un cuadro deplorable. Solo el hecho de que un ex canciller como Gerhard Schroeder, no habiendo pasado siquiera un mes del cese de su cargo, hubiera asumido el rol de consejero de la empresa Gazprom ligada directamente al gobierno ruso, es propio a una república bananera y no a un país que busca ocupar un lugar hegemónico en la arena continental.
Negocios son negocios y política es política dirá la Realpolitik. Precisamente, de eso se trata, podríamos responder. En Alemania no ha sido lograda la separación entre economía y política. Más bien ocurre lo contrario: la política, sobre todo la internacional, depende de la economía, y la economía, de países gobernados por anti-demócratas como Putin.
Naturalmente, hay que mantener relaciones comerciales con todos los países, más allá de ideologías políticas. Pero hay áreas estratégicas que lisa y llanamente no deben ser entregadas a gobiernos que, debido a tradiciones y formatos antidemocráticos pueden llegar en cualquier momento a convertirse en enemigos. De esa fatal dependencia económica, el gobierno de Merkel arrastrará una cuota de responsabilidad. Los grandes méritos de la gobernante no podrán ocultar esa mancha, máxime si Merkel no podrá negar que no fue advertida, incluso desde su propio partido (entre algunos, por el internacionalista Norbert Röttger).
Un país como Alemania no puede depender de la energía de un producto estratégico controlado por una autocracia. Ceder a Putin el monopolio sobre el gas fue una decisión tanto o más peligrosa que entregar la producción de energía atómica a consorcios privados de los cuales Alemania está intentando todavía liberarse. La lección nunca aprendida, la que dice que entre países democráticos jamás ha habido guerras a diferencia de los países no democráticos contra los que siempre habrá guerras, hay que volverla a estudiar.
Visto en perspectiva histórica, Ucrania más que ocupada puede llegar a ser negociada. Solo esa negociación sería un triunfo para Vladimir Putin. Pero antes que nada sería la más terrible derrota política experimentada por la comunidad democrática europea desde la segunda guerra mundial. La capitulación del occidente político mostraría al mundo entero la vulnerabilidad de sus miembros frente a potencias no democráticas. Significaría, sin más ni menos, ceder a Rusia y después a China un rol político dominante en el concierto mundial y así renunciar a uno de los principios más caros que dieron origen a las Naciones Unidas, el de la autodeterminación de las naciones.
Si el mundo democrático cede ante Putin, sentará un peligroso precedente. ¿Quién podrá oponerse si Turquía hace y deshace con los kurdos e incluso con los armenios? ¿O si la extrema derecha israelí reclama derechos “bíblicos” en territorios palestinos? ¿O si China extermina a los uiguren? (solo para nombrar algunos casos conocidos). No nos engañemos: si Rusia negocia y /o ocupa Ucrania terminará por imponerse una suerte de darwinismo geopolítico, el derecho de los más fuertes a someter a los más débiles. El regreso al siglo XlX con las armas del siglo XXl.
No podemos seguir ocultando el hecho objetivo de que las naciones democráticas han pasado a la defensiva. Razón de más para que unan sus fuerzas y elaboren nuevas estrategias no solo militares sino también políticas frente a las futuras contiendas con regímenes antidemocráticos. Las libertades ganadas en las luchas en contra del nazismo y del comunismo no deben ser abandonadas. No podemos permitir que las espartas arrasen con las atenas.
A un lado la economía digital-esclavista china. Al otro, el bárbaro militarismo ruso. Occidente, el democrático, no está en condiciones de enfrentar ambas potencias a la vez. Hay que aprender a dividirlas, a establecer alianzas con una u otra, de acuerdo a las circunstancias que se den en la política internacional. Pero para que eso sea posible, deberá nacer una nueva solidaridad entre las naciones democráticas del planeta.
Lo que está en juego en Ucrania no es solo Ucrania sino la sobrevivencia de principios y valores heredados de la era de la Ilustración. Entre ellos, los más inalienables, los derechos humanos, los mismos que son pisoteados por Putin en su propio territorio, en las frías cárceles de Siberia o en la largas listas de opositores asesinados. Todos somos Ucrania debería ser el grito de nuestro tiempo.