Publicado en: Diario Las Américas
Por: Moisés Naím
A inicios de 2019 Venezuela comenzó a sufrir de una generalizada y absurda escasez de gasolina. Absurda porque el país posee las mayores reservas probadas de petróleo del planeta y porque sus refinerías, de estar funcionando, podrían satisfacer con creces las necesidades energéticas del país. Debido a esta escasez, los conductores de coches y camiones tuvieron que hacer interminables filas y esperar por varios días, durmiendo en sus vehículos parados frente a los expendios de combustible.
Esto recuerda el viejo chiste según el cual si el desierto del Sahara cae en manos de los comunistas, seguramente habrá escasez de arena.
Al tiempo que esto sucedía, tanqueros llenos de petróleo partían de puertos venezolanos, apagaban sus equipos de rastreo satelital e ignorando las sanciones de Estados Unidos, navegaban al norte. Concretamente, hacia Cuba.
Esta anécdota ilustra claramente una de las razones de fondo de la tragedia venezolana. En medio de la masiva escasez de combustibles que paralizó la economía, las prioridades del régimen venezolano estaban claras: las necesidades de Cuba tenían prioridad. Siempre.
Esta no es la única sorpresa de la crisis venezolana que es difícil de explicar. A diario se presentan allí situaciones que parecen no tener sentido, que no parecen posibles. El país ha sobrellevado tantas crisis internas y ha sido sacudido por tantos impactos externos que todas las explicaciones de expertos, políticos y académicos se quedan cortas.
El colapso de Venezuela no es simplemente una más de las crisis que periódicamente sacuden a algún país latinoamericano. De nuevo: en Venezuela han sucedido y siguen sucediendo cosas inéditas y difíciles de comprender.
Durante gran parte del siglo XX, Venezuela era el ejemplo de un país suramericano exitoso: democrático cuando sus vecinos eran despóticos, próspero cuando sus vecinos eran pobres y estable durante los vaivenes de la Guerra Fría. Fue el ejemplo que el Departamento de Estado de Estados Unidos solía usar para mostrar que la democracia podría funcionar en América Latina.
En contraste, las recientes respuestas estadounidenses al colapso de Venezuela han sido tardías, torpes e inefectivas.
Subamos a una máquina del tiempo, viajemos a 1985 y preguntemos a 100 expertos de América Latina qué país de la región pensaban que podría volverse una dictadura comunista para el año 2021. Habríamos escuchado mucha preocupación sobre El Salvador y Guatemala, sobre Argentina y Colombia, incluso Brasil. ¿Pero Venezuela? La idea hubiese parecido absurda.
Y, sin embargo, la democracia y la economía venezolanas sufrieron una implosión nunca antes vista provocando, entre otras calamidades, la mayor migración masiva de refugiados en la historia de América Latina y una de las más importantes del mundo actual. Uno de cada cinco venezolanos ha huido del país, un lúgubre desfile de más de seis millones de personas abusadas, frágiles, y desesperadas que se desplazan –a veces caminando miles de kilómetros – hacia países vecinos en busca de comida, caridad y refugio.
Quizás lo más revelador es lo que le ha sucedido a la economía venezolana. Los economistas han tendido a presentar el desarrollo como un proceso unidireccional: los países pobres acumulan capital y tecnología y se vuelven gradualmente más ricos en el proceso. Incluso el término “países en desarrollo” sugiere una cierta progresión.
Y, durante muchas décadas, Venezuela ciertamente pareció estar “desarrollándose”. De hecho, desde el momento en que su industria petrolera arrancó -en la década de 1920- Venezuela se destacó por su desarrollo, impulsado por crecientes y constantes ingresos petroleros y la aparición de una nueva clase media.
Sin embargo, a partir de la crisis de la deuda de principios de la década de 1980, el proceso se estancó y se polarizó fuertemente el debate político. En los últimos diez años el proceso de desarrollo venezolano se ha revertido. Hoy, con sus ingresos en caída libre y con su gente caminando a la frontera más cercana para encontrar algo que comer, describir a Venezuela como un país en desarrollo no solo es errado, sino que resulta casi obsceno.
Con base en las investigaciones más recientes, 95% de los venezolanos son pobres y 3 de cada 4 vive en condiciones de pobreza extrema e inseguridad alimentaria. El salario mínimo legal de unos 3 dólares al mes no es suficiente para alimentar a una persona por un día y, mucho menos, a una familia por un mes. Así, no tiene mucho sentido trabajar: aproximadamente la mitad de la población ha abandonado la fuerza laboral. El desempleo hace que las remesas de familiares que han huido se hayan vuelto la principal fuente de supervivencia para aproximadamente 40% de la población. Aun así, el ingreso por persona se ha desplomado a niveles no vistos desde la década de 1950.
La hiperinflación ha acelerado el colapso. A partir de 2017 el gasto público desbocado, la expansión monetaria descontrolada y la caída de los ingresos fiscales llevaron a un rápido y empobrecedor incremento de los precios. El dinero se tornó esencialmente inútil: los precios en moneda local aumentaron aproximadamente un millón por ciento en 2018. Casi cuatro años después la espiral hiperinflacionaria de Venezuela es la segunda más prolongada de la historia, apenas superada por la que sufrió Nicaragua en la década de 1980s.
La escasez de agua es la norma en las principales ciudades. Los apagones eléctricos son comunes. La escasez crónica de combustibles ha paralizado el transporte público. En muchos lugares del país: las bicicletas se han convertido en el medio de transporte preferido por quienes pueden pagarlas. El sistema de salud se ha derrumbado, lo que ha llevado a un incremento de las tasas de mortalidad infantil nunca visto en los pasados 20 años. Enfermedades como la difteria y la malaria, casi erradicadas hace décadas, han regresado.
¿Una buena noticia? Las tasas de homicidio han disminuido porque, según algunos, hay escasez de municiones y los pandilleros han emigrado a los países vecinos.
Que una nación que llegó a ser tan próspera como Venezuela se haya depauperado a tal escala confirma que los avances en materia de desarrollo no son permanentes. Basta una mala administración de la economía por un par de décadas para revertir el progreso de dos o más generaciones.
Otra lección es que el mal gobierno puede ser tan destructivo como una gran calamidad física. La escala de la catástrofe de Venezuela no es comparable a la destrucción del país por una guerra o una serie de espantosos desastres naturales. La desgracia es mucho mayor. Ni una guerra ni una catástrofe natural a gran escala fueron las causas de la debacle. Un gobierno inepto y corrupto protegido por militares rendidos a los cubanos y que a diario traicionan a su patria es parte de la explicación.
Otro factor obvio que hundió a Venezuela es el socialismo, aunque este por sí solo no es suficiente explicación. El socialismo propugnado por Chávez y Maduro es de una cepa particularmente virulenta y, sobre todo, altamente criminalizada.
Una ola de expropiaciones que comenzó en 2005 puso gran parte de la economía privada del país en manos del Estado. Más grave aún fue que las empresas que permanecieron en manos de sus dueños enfrentaron una salvaje oleada de controles estatales que las dejó con poca o ninguna autonomía para operar. Salarios, precios, contratación y despido de personal, niveles de producción, importaciones, exportaciones e inversiones, todas las actividades normales en una empresa, quedaron sujetas a reglas ideadas por burócratas socialistas sin noción alguna de cómo administrar un negocio.
Con el tiempo, los empresarios que habían retenido el control de sus empresas llegaron a envidiar a los expropiados ya que, al menos estos últimos, habían recibido una compensación nominal, mientras que los primeros se quedaban con el control de empresas que habían perdido todo su valor.
La inversión privada prácticamente desapareció. Ningún emprendedor en su sano juicio invertiría en una economía como la de Venezuela, a menos que se trate de negocios ilegales o de empresas con estrechos vínculos con “enchufados” al gobierno, sus familiares, militares corruptos o peces gordos de la elite gobernante. De ellos hay muchos: los burócratas del creciente sector de empresas expropiadas pronto descubrieron que podían robar impunemente los activos de las empresas a su cargo. Rápidamente Caracas se convirtió en un importante centro de lavado de dinero, con cleptócratas neófitos en búsqueda de socios más experimentados y capaces de ayudarlos a ocultar su botín.
Un protagonista tan importante como furtivo de la implosión de Venezuela fue el gobierno de Cuba. Los cubanos se han insertado en el sistema burocrático, estatal y militar de Venezuela a todos los niveles. Chávez nunca ocultó el hecho de que confiaba en ellos más que en su propia gente.
El socialismo venezolano se criminalizó desde el principio, a menudo sirviendo solo como la narrativa que usan los corruptos para encubrir su saqueo de los bienes públicos. Así, una élite estatal despiadadamente saqueadora destruyó la economía de la nación como una plaga de langostas. No dejaron prácticamente nada en pie.
¿Cómo pudo afianzarse un régimen tan destructivo en un país que había logrado construir una de las democracias más perdurables de América Latina? La pregunta mantendrá ocupados a los académicos durante generaciones, pero el primer lugar donde buscar una respuesta es la insidiosa ocupación de Venezuela por parte de Cuba. Y la imposición del modelo cubano, en el cual el Estado policial y el control de la sociedad son pilares fundamentales.
Describir a la Venezuela bajo Hugo Chávez y a la Cuba de Fidel Castro como “aliados” es subestimar la dimensión del arreglo al cual llegaron estos dos líderes. A principios de la década de 2000, miles de médicos, maestros, enfermeras, entrenadores deportivos y organizadores comunitarios cubanos llegaron a Venezuela como pago del petróleo que recibía la isla. Este acuerdo no solo fue económico, social y diplomático. También llenó a Venezuela de espías cubanos, agentes de seguridad y militares que “asesoraban” a sus sumisos colegas venezolanos. De manera clandestina e invisible para los venezolanos, los cubanos se enquistaron en el gobierno de Venezuela. Chávez llegó a decir, en 2007 que “en el fondo”, los dos países poseían “un solo gobierno”.
Una prueba de ello, si aún se necesitaba alguna, llegó en 2013, cuando, en su lecho de muerte, Chávez nombró como su sucesor al más procubano y militante de su séquito, Nicolás Maduro.
Otra cosa que siempre se pensó que era imposible, pero sucedió fue que Venezuela dejó de ser el principal aliado de Estados Unidos en Latinoamérica. Pero así fue: en pocos años, uno de los aliados regionales más importantes de Estados Unidos había roto los lazos con Washington y se había fusionado a un bloque de adversarios históricos de Estados Unidos. Así, Cuba, una isla en bancarrota, ocupó a Venezuela sin disparar un solo tiro… y sin que Estados Unidos hiciera nada por evitarlo.
La crítica de izquierda a la política exterior de Estados Unidos no pudo explicar este giro de los acontecimientos. Se suponía que la hegemonía de Estados Unidos, especialmente en las Américas, era brutalmente efectiva. Un país tan estratégicamente significativo como Venezuela, con vastas riquezas de hidrocarburos y otros minerales, debería haber sido una prioridad estratégica para Estados Unidos, por lo cual su deserción era, y es, inexplicable.
A raíz de los ataques terroristas del 11 de septiembre del 2001, gobernantes, líderes políticos y personajes de influencia política y mediática en Washington dedicaron toda su atención a la derrota de un enemigo existencial: el terrorismo islamista. Así, la guerra global al terrorismo no dejó tiempo para atender otras amenazas que no estuviesen relacionadas con el Medio Oriente o el terrorismo religioso.
Castro y Chávez aprovecharon la oportunidad y se sintieron muy libres para profundizar su alianza sin ser molestados.
El inédito resultado de todo esto es que Venezuela experimentó una especie de colonización al revés: no fue una gran potencia conquistando a una más débil sino un país más pequeño y fracasado, Cuba, el que logra tomar el control de su vecino más grande y rico.
La respuesta de Estados Unidos fue tardía, insuficiente y poco estratégica. La administración Bush apenas registró la verdadera y peligrosa magnitud del problema. Obama comenzó a imponer sanciones individuales a funcionarios del régimen y sus testaferros. Estas sanciones –que son las que más le duelen al régimen de Maduro– podrían haber sido aún más efectivas si se hubiesen aplicado en conjunto con países aliados. Pero esto no ocurrió ya que España, Italia, Argentina, México y otros no las cumplieron. Pronto, los cleptócratas venezolanos estaban gastando sus millones mal habidos en la compra de grandes propiedades en las pampas argentinas y castillos en pueblos pintorescos de España.
Cuando la administración Trump decidió aumentar la presión sobre el régimen, impuso sanciones contra la economía venezolana, empobreciendo aún más a los venezolanos que ya estaban desesperados. Como sabemos, a millones de ellos no les quedó más camino que refugiarse en otro país.
La administración Trump comprendió demasiado tarde que sancionar a Venezuela no era suficiente para aislar a su régimen. ¿Por qué? Porque los competidores estratégicos de Estados Unidos, incluidos China, Rusia, Irán, Bielorrusia, Turquía, Qatar y, por supuesto, Cuba, crearon un sistema de apoyo internacional alterno que ayudó mucho a sostener la dictadura venezolana.
A cambio de compromisos de suministro de petróleo a largo plazo, China proporcionó miles de millones de dólares en facilidades de financiamiento a Caracas justo cuando el régimen estaba perdiendo acceso a los mercados crediticios occidentales. Las empresas chinas vendieron equipos de control de disturbios al gobierno de Maduro, Rusia vendió aviones de combate y tecnologías digitales de espionaje. Irán instaló fábricas de automóviles en Venezuela y Bielorrusia fábricas de tractores y casas prefabricadas. Turquía y Qatar se convirtieron en los ejes de un sistema para lavar el oro, los diamantes y el coltán extraídos de las selvas del sur de Venezuela y convertirlos en una fuente de ingresos para el régimen.
Aunque esta coalición internacional fue un tanto primitiva, logró ser lo suficientemente eficaz como para proporcionar el apoyo que el régimen venezolano tanto necesitaba. Les quitó a las sanciones económicas de Estados Unidos mucha de su efectividad, permitiendo que el régimen aguantara la presión de millones de venezolanos que sufrían una miseria sin precedentes. Al mismo tiempo, las organizaciones de izquierda en América Latina, Europa y Estados Unidos emprendieron una campaña de propaganda bien financiada por el régimen venezolano, llamada “Hands-Off Venezuela” (“Saquen las manos de Venezuela”) que pedía la “no intervención extranjera” en los asuntos internos del país. Cabe notar que esta exigencia de “sacar las manos de Venezuela” era dirigida a las democracias occidentales, pero no a las autocracias que apuntalaban a un régimen que violaba los valores tradicionales de la izquierda.
Uno de los grandes clichés diplomáticos es que los problemas de un país son para que los resuelvan únicamente los ciudadanos de ese país. Para Venezuela, penetrada hasta la médula por el comunismo cubano y apoyada por esta dispar coalición de autocracias, tales exhortaciones rituales son una burla. Y, en la práctica, un llamado a dejar a Venezuela en manos de los cubanos.
En el pasado, los dictadores derrocados volaban a lujosos exilios. Baby Doc Duvalier, el sanguinario dictador de Haití, terminó en un castillo en la Costa Azul. Idi Amin de Uganda encontró refugio en Arabia Saudita, Fulgencio Batista de Cuba en España.
Todo eso cambió cuando el expresidente de Chile Augusto Pinochet fue acusado y arrestado mientras visitaba Londres en 1998. Esa medida es una expresión de la nueva doctrina de derechos humanos: la “jurisdicción universal”. Esto marcó el comienzo de una nueva era de responsabilidad por violaciones graves de los derechos humanos. Para un dictador como Maduro, esto significa que dimitir lo llevará a la cárcel. Naturalmente, esta realidad lo ha hecho más obstinado a la hora de aferrarse al poder. No existe garantía alguna de impunidad por parte de las democracias establecidas para un hombre como Maduro, investigado por crímenes de lesa humanidad por la Corte Penal Internacional en La Haya.
La tragedia de Venezuela necesita mejores explicaciones de las que hemos tenido hasta ahora. La política imperante en la Venezuela de hoy es la de un régimen sometido al control de una potencia caribeña que solo atiende a sus intereses y que continúa saqueando al país. Cualquiera de las graves enfermedades que sufre Venezuela socialismo cleptocrático, autocracia, ignorancia, sanciones draconianas e ineficaces, hiperinflación podría haber sido suficiente para arruinar a un país. Pero la nación aún podría haber encontrado las reservas morales y la energía política para liberarse de sus problemas si no hubiese sido por la omnipresencia determinante de Cuba.
Venezuela está siendo saqueada por una potencia extranjera. Esos barcos petroleros que transportan llevaban petróleo hacia el norte a La Habana mientras los conductores venezolanos esperaban en la fila por horas y días, ilustran la historia de su desastre de manera más clara que cualquier análisis. Venezuela sufre de una secreta ocupación extranjera, que no es menos real por haber sido invitada, promovida y potenciada por el régimen de Chávez y Maduro que llegó al poder hace más de dos décadas
Si ello no se entiende claramente, tampoco será posible entender el proceso perverso que hundió a Venezuela. O lo que hay que hacer para que el país regrese a la senda de la libertad, la decencia y la prosperidad.