Cuento viejo – Andrés Hoyos

Andrés Hoyos

Publicado en: El Espectador

Por: Andrés Hoyos

La costumbre de contar cuentos es tan vieja como el Homo sapiens. Incluso existe la hipótesis de que la capacidad de narrar fue una de las ventajas cruciales que nos pusieron adelante de las demás especies de homínidos en la lucha por la supervivencia. Sin embargo, el género literario data del siglo XVIII. Nada demasiado raro: a la humanidad le ha tomado eternidades patentar sus ejercicios más característicos.

¿De dónde viene un buen cuento? Aunque las explicaciones concretas no abundan y los orígenes de seguro son infinitos, sí parece típico que un cuento parta de alguna pequeña incongruencia, de algún “pensamiento débil” que asalta al cuentista y más o menos le exige una explicación, la cual será justamente el cuento desarrollado. Puede que al comienzo se esboce algún personaje; puede que no. Lo que sí está más o menos claro es que los buenos escritores suelen entender muy desde el principio si la semilla que se les ha aparecido es para un cuento, o sea una narración más o menos breve, para una novela, mucho más larga, o para otra cosa. La proporción es clave: si se poda en exceso, se echará a perder el cuento; si hay un exceso de elaboración, el aburrimiento podrá dar cuenta de un gran potencial.

La soledad es casi de rigor en los cuentos. ¿Por qué? Porque en un espacio breve es en extremo difícil dotar a los personajes de mucha más compañía que la que les ocasionan los hechos y/o los conflictos narrados. Dicho de otro modo, una persona normal tiene una familia más o menos amplia, una red de amigos, puede haber vivido gran cantidad de historias, pero casi siempre el cuento gira en torno a unos pocos episodios y unos pocos conocidos. En eso hay un parentesco con el retrato en la pintura. En ellos sale la persona retratada, casi siempre sola y sin su entorno.

La arquitectura del cuento es otro aspecto clave. Con raras y exóticas excepciones, un cuento debe justamente contar una historia, no explayarse en la “filosofía” del autor, como suelen hacer los principiantes. En los tiempos de Poe y de O. Henry solían ser historias redondas y finitas, a la medida del demiurgo implícito. Sin embargo, muy comunes en tiempos recientes son las historias abiertas. Todo al final dependerá de la interrelación de los “espacios” del cuento y de la forma en que la narración fluye entre ellos. Con frecuencia, le tocará al lector empatar por su cuenta y alimentar el asunto con su imaginación.

No caben en un cuento, como en su momento decía Cortázar, los exordios y demás exploraciones, o sea “lo que no viene a cuento”, frase estupenda de nuestro idioma. No hay tal que los cuentos siempre deban narrarse en primera persona. Lo que sí es cierto es que el narrador no puede dedicarse a materia exterior al cuento en sí y que es necesario un parentesco, tal vez polémico, entre el narrador y su tono, con los personajes. O sea, una amplia desconexión, posible a veces en las novelas, funciona mal en un cuento.

Yo he sido editor, además de autor y lector de cuentos. No voy a repasar aquí las distintas teorías, lo que exigiría muchísimo más espacio. Las teorías de los autores sobre su arte son atractivas y seductoras, si bien las más de las veces están sesgadas o son del todo insuficientes. Uno siempre encuentra algún cuento o algún cuentista que contradice esta o aquella teoría. Entiendo que ese también es el riesgo de una columna como esta. Ni modos. Hay multitud de cuentos estupendos que no caben en lo dicho aquí.

 

 

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