Cada amanecer trae noticias del progreso de las tiranías en el continente y del desconcierto y la aparente impotencia de los demócratas para hacerle frente a los despotismos de izquierdas y derechas
Publicado en: El País
Por: Ibsen Martínez
Nadie mejor que los tiranos han sabido siempre cuán poderosa es la palabra. A pesar del testimonio de los siglos, sin embargo, ninguno parece haber aprendido que las redadas de escritores y las fogatas de libros no pueden evitar para siempre su caída.
Una vez más constatamos hoy día en nuestra parte del mundo la irrisión a la que se exponen quienes, ofuscados por el poder, se proponen acallar la protesta, la denuncia de la barbarie opresiva o las efusiones de solidaridad para con los preteridos.
A pesar de ello, la esencial futilidad que entraña el ansia de poder absoluto, en todo tiempo fuente de las más inhumanas desmesuras, atropella y persigue y encarcela sin desmayo en nuestra América.
Cada amanecer trae noticias del progreso de las tiranías en el continente y del desconcierto y la aparente impotencia de los demócratas para hacerle frente a los despotismos de izquierdas y derechas. La pandemia, con ser en sí misma una calamidad asesina, ha brindado nuevas oportunidades al genio de la corrupción continental y ha hecho posible que la demagogia autoritaria, hecha gobierno o proyecto de gobierno, gane terreno.
Y en estas aparece un libro, una nueva novela de Sergio Ramírez tan sabiamente urdida, tan insidiosa y movilizadora, diré, que gana en pocos días un premio mayor de las letras: el grotesco tirano que oprime a Nicaragua prohíbe su circulación y dicta auto de captura a su autor, ya ganador de un Alfagura y un Cervantes, sin lograr restarle un solo lector. Al contrario, quienes no hubiesen seguido la curva vital del comisario Dolores Morales ahora, luego de leerla, correrán a devorar la trilogía completa.
De las muchas excelencias de esta obra, dos logros me cautivan sobremanera. Uno de ellos es la innovadora torsión que Ramírez imprime a los recursos de la novela negra para contar, interpretándola, la singular ola de descontento ciudadano que desde hace varios años barre nuestro continente.
Recuerdo que en ocasión de las violencias santiaguinas que en 2019 sorprendieron a los pundits de la politología, seguidas casi inmediatamente por las de Bogotá y, más tarde, las de Lima, ya Nicaragua había sido estremecida por el denuedo y la entrega con que la juventud de ese país desafió la furia asesina de los Ortega Murillo. Se calcula en 400 el número de víctimas.
Un año antes, en 2017, Nicolás Maduro reanudaba en Venezuela las matanzas callejeras de 2014. Imagino que Tongolele no sabia bailar estaba ya en proceso de producción cuando los sucesos del 11 de julio cubano dejaron—momentáneamente— en pelotas a los analistas.
Los motivos de cada insurgencia son múltiples y los observadores ya han impartido académicas distinciones entre pobreza extrema y desigualdad. Con seguridad, Sergio Ramírez, novelista, tuvo presente esas nociones, pero su arte despliega en la Nicaragua actual la añeja rivalidad de dos antiguos revolucionarios sandinistas de los años 70, uno de ellos convertido en esbirro de Ortega y el otro en un escéptico que simpatiza a la distancia con los mártires y sabe ir “de su corazón a sus asuntos”.
Al paso que leemos, la acción hace patente lo que Ramírez ha formulado en declaraciones y artículos: la hora latinoamericana es la del combate entre la tiranía y la democracia “sin adjetivos”, como tan bien ha argumentado Enrique Krauze.
Otra fascinación ejerció en mí Tongolele no sabía bailar y es su misterio, el inefable don que aviva en toda gran novela. Esta tercera entrega de la vida y opiniones del comisario Dolores Morales triunfa, justamente, me parece, porque no se propone explicar Nicaragua, ¡ y vaya si la explica!, sino primordialmente hurgar, como cuadra a un novelista de raza, en el carácter de uno de los personajes más tortuosamente verídicos de la novelística latinoamericana: el entrañable exguerrillero a quien los accidentes de más de medio siglo han llenado de lo que Valle-Inclán habría llamado “sabiduría desengañada”. Y con quien uno, lector, quisiera intimar cada vez más.
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