Postales desde las Torres Gemelas: a veinte años del 11 de septiembre – Tony Frangie Mawad

Postales desde las Torres Gemelas: a veinte años del 11 de septiembre - Tony Frangie Mawad

El 11 de septiembre de 2001 el mundo pudo ver el horror en vivo y directo: un ataque terrorista al corazón del orgullo estadounidense. Han pasado dos décadas y cada quien lo recuerda a su manera, desde la distancia o desde muchos más cerca. Recordamos a las víctimas, recordamos el momento en el que cayeron las Twin Towers y el mundo parecía condenado a otra gran guerra

Publicado en: El Estímulo

Por: Tony Frangie Mawad

Detrás de la malla que recubre el observatorio del Empire State, aquella lanza platinada, el horizonte urbano de Nueva York se diluye con un cielo blanquecino pero libre de nubes. Más acá, iluminada por el sol del verano, sonríe mi hermana mayor, Vanessa, en el esplendor juvenil de sus veintitrés años. Con un peinado pixie y lentes de sol que podrían ser un retrovisor, pone su brazo sobre los hombros de Tilcia, mi nana que ha sido siempre una suerte de segunda madre, que tiene su suéter negro amarrado sobre chores grises. Al lado, mis otras dos hermanas, Valerie y Damia, están sentadas sobre el murito bajo la malla y ven a la cámara con emoción preadolescente. Y, sentado sobre las piernas de Damia, estoy yo: un niño de cuatro años, que viste una camisa hawaiana, y está concentrado en lo que parece ser un folleto amarillo.

La fecha al borde de la foto indica que es el 25 de agosto del 2001. En la página paralela, en el mismo scrapbook de fotos familiares que Vanessa tan diligentemente armó una vez concluido el viaje, se ve el panorama de la ciudad desde diferentes ángulos: un horizonte sinfín de mil torres hacia todas las direcciones, acorralado por las aguas que brotan del Hudson hacia el Atlántico. En el fondo, hacia el bajo Manhattan, alzándose desmesuradamente sobre los demás pináculos, hay dos grandísimos pilares de porte imponente: las Torres Gemelas.

De aquellas vacaciones recuerdo muchísimo: el miedo que me provocaron los piratas del Madame Tussauds, las máscaras y colores del Rey León en Broadway, los peluches Ty que me compré en Chinatown (un gato arcoíris y un búho con un birrete que decía “Class of 2001”), la limosina que rentamos una noche por insistencia de Valerie, el bote nocturno en el que nos montamos y desde el cual vimos la Estatua de la Libertad, la vista desde el Empire State y, por supuesto, el porte del World Trade Center.

Dos martes antes de los atentados regresamos a Miami en cuyos suburbios, unos años antes, mis papás habían comprado una casa vacacional digna de un kit de Barbie: atrás, tan sólo pantano. Y fuera de la vigilancia de la urbanización cerrada, con sus palmeras y lagos artificiales a los cuales Tilcia me prohibía acercarme por miedo a los cocodrilos, tan solo campos con vacas.

Miami no era la ciudad de rascacielos de vidrio, discotecas lujosas y exposiciones de arte que pretende ser hoy en día. Era un panorama interminable de suburbios y comida rápida, interrumpido tan solo por las oficinas de Coral Gables o las aburridísimas torres bancarias de Brickell, donde intentábamos sacarle provecho al verano yendo a emborracharnos del olor de plástico de Toys “R” Us en el día, comprar baratijas inservibles en el Walmart cercano en las noches, pasar días de shopping en los malls de Dadeland o Aventura y lanzarnos viajes con Tilcia al acuario a ver orcas y delfines mientras mi mamá se ocupaba de asuntos laborales.

Eran veranos o inviernos monótonos pero profundamente felices: patinando por la urbanización, probando el nuevo invento que nos vendió algún infomercial en la televisión, viendo episodios sobre el Chupacabras en «Primer Impacto», nadando en la piscina bajo el sol ácido, tomando Koolaid y pasando las horas perdidos en el mamotreto de televisión del family room: yo viendo «Playhouse Disney» o «Dora la Exploradora» y mis hermanas viendo a Britney Spears, con una pitón albina en sus hombros, bailando en los MTV Video Music Awards.

Así, exactamente dos semanas después de dejar Nueva York y poco antes de nuestro regreso planificado a Caracas, Tilcia se despertó tan pronto rompió el día: un hábito que siempre ha mantenido. Encendió el televisor y puso Univisión donde muy seguramente estaba alguno de los morning shows que siempre nos daban los buenos días. De pronto, el programa anunció la noticia: un avión se había estrellado en el World Trade Center.

Habiendo visto las torres apenas dos semanas antes, Tilcia se sintió particularmente escandalizada por la noticia. Subió al segundo piso de la casa, le anunció a mi mamá lo sucedido y procedió a hacer lo mismo en los cuartos de mis hermanas. Todas bajaron y se sentaron frente al televisor a presenciar el supuesto accidente. Entonces, con la transmisión en vivo, se estrelló el segundo avión. Reinó la confusión.

Mi tía llamó a mi mamá y ambas, hablando por teléfono, juraban que era el inicio de la Tercera Guerra Mundial. Desde el Líbano, llamó mi papá. Fiel seguidor de las noticias, y por ello conocedor de los previos atentados de al-Qaeda contra los americanos en Yemen y África, asumió instantáneamente que eran los culpables una vez que vio el segundo avión estrellarse en vivo y disipar la posibilidad de un accidente. A mí, en cambio, me dijeron que aquello en la televisión era una película. Mientras todos miraban la pantalla con horror, viendo en vivo a oficinistas desesperados saltar al vacío, yo tomé mis crayones y procedí a pintar a la gente que caía desde las torres en “la película”.

Los siguientes días fueron de luto y miedo. Asistimos a vigilias, con velas y rezos, tanto en nuestra urbanización como en Dadeland Mall. Mis hermanas se compraron ropa de la bandera estadounidense, como todo el mundo estaba haciendo. Al despegar a Caracas, en un vuelo de United, el avión dio un frenazo súbito. Los pasajeros empezaron a gritar, pensando que era otro secuestro terrorista. “Fue un momento de verdad horrible”, dice Vanessa.

Desde entonces, mi infancia y la de toda mi generación fue permeada por aquel acto de maldad humana infinita. Poco después, durante mis años de niño, empecé a sentir un miedo profundo por los hombres con turbantes que viese en un aeropuerto. En primaria, con las tropas americanas ya plenamente desenvueltas en Irak y Afganistán, me sentaba con mis amigos bajo uno de esos grandísimos árboles caraqueños y nos preguntábamos quién era el hombre más malo del mundo. Osama Bin Laden siempre era la respuesta invariable. “Si buscas en internet, hay un video que se ve la cara del diablo en el humo de las torres”, decían mis compañeros. Los buenos días, en Globovisión, eran ahora bombas en trenes madrileños, bombas en el metro de Londres o intentos de bombas con líquidos en aviones.

Los adultos también habían sido sacudidos: “¿De dónde es tu apellido?”, le preguntó un oficial de inmigración a Vanessa en Miami unos años después del 11-S. “Líbano”, le dijo ella. “¿No te da pena que tu apellido sea de allí?”, le dijo el oficial. La rabia de mi hermana fue tal que el aeropuerto se vio forzado a entregarle una carta disculpándose.

El fin del fin de la historia

El 11 de septiembre de 2001 fue el parto traumático del siglo veintiuno.

Con el desplome de las Torres Gemelas se cerró un período –feliz, despreocupado– que había iniciado con la caída del Muro de Berlín en 1989. Fue una larga década satisfactoria empapada de triunfo: el porte cool del imperio de cincuenta estrellas y barras rojas y blancas. En un santiamén, el comunismo y las estatuas de Lenin y Stalin quedaron hechas trizas. Leningrado se re-renombraba San Petersburgo, los moscovitas hacían cola para almorzar en el primer McDonald’s de la Unión Soviética, los bluejeans de Levi’s eran ahora el uniforme de los jóvenes de Europa del Este, China pretendía ignorar el lado más siniestro de su pasado maoísta y reinas de belleza cuyos padres habían sido obreros en fábricas estatales ahora privatizadas competían en el Miss Universo.

Era la victoria americana: las fronteras de la OTAN extendiéndose hasta el territorio que había pertenecido al “Imperio del Mal”, en palabras del epítome del héroe de la época que era Ronald Reagan, y el capitalismo y la democracia liberal expandiéndose a paso de vencedores por un Tercer Mundo que se había adaptado a dictadores militares, guerrillas marxistas y hambrunas desconsolantes.

En 1991, el politólogo americano Samuel Huntington publicaba La tercera ola donde describe la expansión sorprendente de la democracia por regiones como América Latina, África, Europa del Este y los nuevos powerhouses emergentes de Asia. Por su lado, Estados Unidos asumía ahora una suerte de rol benevolente de policía mundial que pondría orden entre las naciones y cumpliría su misión protestante de llevar los valores yankees al resto del planeta: puso a su capital como sede de los Acuerdos de Oslo que supuestamente terminarían de una vez por todas el conflicto palestino-israelí, armó una coalición multinacional bajo su mando para defender a una Kuwait indefensa de la invasión iraquí y – tras la bochornosa indiferencia de Occidente ante el genocidio de Ruanda– bombardeaba Serbia para evitar un genocidio mayor de yugoslavos musulmanes.

Así, sin la amenaza nuclear ni la amenaza roja en el panorama, la nación de ganadores se entregó a un carnaval plástico y televisivo de optimismo: el mismo que permea aquel famosísimo libro de Francis Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre (1992), que proclamaba el final de la evolución ideológica humana y la victoria universal de la democracia liberal y el libre mercado sobre todos los demás sistemas. Ni el fascismo, ni el comunismo, ni los conflictillos tribales del mundo islámico o africano, serían una competencia verdadera para la supremacía del sistema occidental. Pax Americana.

Al ritmo de Nirvana y Madonna, con transmisión continua de música pop-rock en MTV y dos nuevos parques en Disney World, los estadounidenses compraron casas nuevas en los suburbios, tomaron sus grandísimos carros para ir al drive-thru y pedir McDonald’s y Wendy’s; vieron “Titanic”, “Jurassic Park” y “Forrest Gump” en las salas de cine y celebraron los juegos olímpicos en Atlanta con mil banderitas estadounidenses y Mohammed Ali llevando la antorcha olímpica: y allí, a pesar de una bomba de pequeña escala puesta por un terrorista doméstico, se llevaron la mayor cantidad de medallas de oro.

Sin preocupaciones geopolíticas reales, soñando con el mundo de Will Smith en “Independence Day” (donde Estados Unidos, liderando al mundo y uniendo a árabes e israelíes, vencía a invasores extraterrestres un 4 de julio) el Congreso incluso decidió derrochar un año entero en discutir sobre el sexo oral que recibió Bill Clinton en la oficina oval. Por su parte, la audiencia se enfocó en el escape televisivo de O.J. Simpson en su Bronco blanca o en la épica judicial de Lorena Bobbitt, quien le cortó el pene a su esposo.

Luego, en una mañana de septiembre y con un destellante cielo azul como trasfondo, llegó el fin del fin de esta historia.

Cuando la ciencia ficción se hace realidad

Las imágenes del 11 de septiembre de 2001 siempre me han atormentado: un acto desmesurado de maldad transmitido en vivo a dos mil millones de personas. ¿Cómo no van a atormentarme? Muestran un acto cobarde motivado por una visceralidad que puede describirse como satánica: una masacre sin guerra, sin militares y sin bombazos; un ataque contra una sociedad que no se encontraba en estado bélico ni conflicto alguno, que no consideraba al terrorismo entre sus problemas y donde al-Qaeda no era un hito de conocimiento general.

Los ataques del 11 de septiembre son un arrebato despiadado de locura; de la más macabra crueldad: los militantes de al-Qaeda secuestraron aviones comerciales, repletos de civiles y los transformaron en misiles apuntados contra administradores, gerentes y secretarias que se despidieron de sus familias como todas las mañanas, se pusieron sus trajes de oficina, tomaron el primer café del día, analizaron números en documentos de faxes o atendieron el teléfono sin notar el avión que se acercaba a su torre.

Postales desde las Torres Gemelas: a veinte años del 11 de septiembre - Tony Frangie Mawad
Firefighters make their way through the rubble after two airliners crashed into the World Trade Center in New York bringing down the landmark buildings Tuesday, Sept. 11, 2001.
Cortesía: AP Photo / Shawn Baldwin

En la televisión, ante la confusión de reporteros y las miradas desconcertadas de cientos de miles de neoyorquinos que observan aquel cielo del que llueven papeles de fax y aluminio, estaban los dos rascacielos más imponentes de la única ciudad del mundo que puede adjudicarse ser la capital del globo, los símbolos del esplendor político americano y su desmesurada prosperidad económica ardiendo en fuego, desgarrados, enseñando pisos de oficinas incendiadas por los que surgen columnas de humo negro y se asoman grupitos de oficinistas desesperados que se debaten entre brincar al vacío o morir quemados.

Es la modernidad transformada en infierno: escritorios y computadoras vueltos trizas junto a turbinas de American Airlines, puertas cerradas por sistemas que han dejado de funcionar, mujeres con faldas de empresaria y hombres con blazers asomándose entre las ruinas para observar a Nueva York antes de saltar desde el piso 95, un lobby desolado con sus muebles y folletos donde aun resuenan baladas de pop y un restaurante de lujo y con vista panorámica de la metrópolis –Windows of the World– convertido en una carnicería de conferencistas.

Tanto horror transmitido en vivo hace que las imágenes del 11 de septiembre parezcan irreales: no caben en nuestro entendimiento del conflicto ni de la tragedia. Ver a las Torres Gemelas de Nueva York entre llamas y humo negro hacen que este día oscuro, a pesar de su cielo profundamente azul y soleado, se disfrace de escena de un blockbuster de Roland Emmerich, sea “2012” o “Independence Day”.

Stephen Kern, un empleado del Port Authority que trabajaba en la Torre Norte, relató cómo se escuchaban los jadeos de la gente sorprendida: bien las imágenes muestran a cientos de neoyorquinos con las bocas abiertas o cubriéndolas con sus manos mientras observan hacia arriba con preocupación. “Se sintió como si el mundo estaba cayéndose a pedazos”, dice Kern. “Tu cerebro está tratando de hacer algún sentido de algo que no tenía sentido alguno”, dice Désirée Bouchat, quien trabajaba en las torres el día del atentado: “No se creía”.

De hecho, antes de que los aviones secuestrados hiciesen de la ciencia ficción una realidad macabra (y transmitida en vivo por CNN a millones de pantallas de televisión desde Caracas hasta Taipéi), un evento como el 11 de septiembre tan solo era posible en cómics y películas estrafalarias: el único plano existencial donde los rascacielos de Nueva York podían ser realmente destruidos.

Algunos ejemplos: en Marvel Two-in-One #100, un cómic de 1983 sobre La Mole, los niveles inferiores de las torres gemelas del “orgulloso, resplandeciente World Trade Center” aparecen convertidas en dos esqueletos de los que se alza una gigantesca bandera nazi en una realidad alternativa. En el cómic Uncanny XMen #189 de 1985, una mutante telépata tiene una visión del futuro: observa un incendio en medio del bajo Manhattan del cual brota una gigantesca nube de humo que se alza sobre los edificios en una escena casi idéntica a la que sucedió en 2001. “Las Torres Gemelas del World Trade Center están en ruinas”, dice la telépata: “Miles están muertos, muchos más están heridos”.

Hollywood también tiene su dosis de predicciones accidentales: en la película “Armaggedon” (1998), una lluvia de meteoritos destruye parcialmente a Nueva York y abre un orificio en la Torre Norte e incinera toda la parte superior de la Torre Sur. En “Independence Day” (1996), la nave nodriza convierte a la ciudad en una serie de ruinas en llamas: al fondo, tras los restos flotantes de la Estatua de la Libertad, se aprecian las Torres Gemelas –bajo la superficie de la nave espacial– con sus niveles superiores convertidos en escombros incendiados. Incluso en “Matrix” (1999), las Torres Gemelas se ven como dos esqueletos negros en la Nueva York pos-apocalíptica que se le revela a Neo una vez que despierta de la realidad simulada.

Y aun así, aunque un hueco atravesase una de las torres en “Armaggedon” o sus pisos superiores fuesen incinerados en “Independence Day”, ningún cómic ni ninguna película logró imaginar o expresar un horror como el que transmitieron los noticieros aquel día: ni los extraterrestres, ni los meteoritos, lograron un desplome de tal magnitud sobre Manhattan.

Desde entonces, Hollywood ha reducido su fascinación por destruir a Nueva York en la pantalla grande: ya no es cosa de fantasía. Las películas de acción, con sus musculosos héroes americanos que derrotaban a terroristas y células de maníacos para salvar al mundo, se desinflaron. En su lugar, han prosperado las épicas de superhéroes protectores que renueven la confianza de Estados Unidos y calmen su terror ante el ántrax y la yihad: de “Die Hard” (1988) a “Capitán América” (2011).

Incluso la destrucción neoyorquina, cuando la hay, ha cambiado: los destructores ya no son enemigos externos, nazis o naves nodrizas, sino las nuevas ansiedades que han seguido en un mundo post-9/11. Por ejemplo, “El día después de mañana” (2003), la primera película en destruir Nueva York después de los atentados, acaba con la ciudad por medio del cambio climático, como crítica al gobierno de Bush, al cual satiriza, y hasta mostrando refugiados americanos cruzando el río Grande hacia México.

Ni hablar de “Avatar” (2009), estrenada en un mundo donde el fiasco de Irak y sus horrores (como las torturas de Abu Ghraib) ya se habían hecho muy notorios: allí, los soldados estadounidenses son convertidos en verdaderas tropas imperialistas desesperadas por extraer recursos minerales del subsuelo en la luna de Pandora. El clímax es la destrucción del gigantesco árbol sagrado donde viven los habitantes azules de aquel astro distante: incendiado por helicópteros militares hasta desplomarse en una negrísima nube de polvo. Un 11 de septiembre extraterrestre, esta vez con los estadounidenses como victimarios.

Love, actually

Pero, la pantalla grande también puede mostrar el rostro más gentil de aquel abismo de maldad humana: aunque sea en un rom-com navideño, de nulo valor artístico, amado por el público y no muy querido por los críticos. Porque, naturalmente, un acto de tanta perversidad, un acto tan vil y aberrante, solo puede producir la más desinteresada bondad y el más genuino heroísmo. Desde los más de cuatrocientos bomberos y policías que sacrificaron sus vidas, intentando salvar a cientos de miles de personas atrapadas, hasta los neoyorquinos que en los días consiguientes se organizaron en larguísimas colas para donar sangre.

“La opinión general está empezando a ver que vivimos en un mundo de odio y avaricia, pero yo no veo eso. Me parece que el amor está en todos lados. Muchas veces, no es particularmente dignificado o digno de noticias”, narra el personaje de Hugh Grant, en una primera escena que muestra a personas recibiendo felizmente a sus familiares en el aeropuerto, en el rom-com “Love Actually” (2003): “Cuando los aviones impactaron las Torres Gemelas, hasta donde yo sé, ninguna de las llamadas de la gente a bordo eran mensajes de odio o venganza, eran todos mensajes de amor”.

Para Eugene Kennedy, un sacerdote católico secularizado y convertido en popular escritor, “hasta el 11 de septiembre de 2001, no teníamos ninguna muestra de ningún tamaño que nos dijera cómo es la gente cuando se enfrenta a la muerte segura. Pero ahora sabemos gracias a docenas de llamadas de teléfonos celulares, y sin duda alguna, lo que los hombres y las mujeres hacen en estos últimos segundos de su vida”, olvidándose “de sí mismos mientras piensan en aquellos a quienes aman, sus esposos e hijos, sus padres y amigos. No se quejan o lamentan de su destino”, tan “solo quieren decirle a otros cuánto los aman, que quieren que estén a salvo, que quieren que sean felices”. Por ello, concluye Kennedy, benditos sean aquellos turistas y oficinistas “salvándonos en vez de a ellos mismos, amando a su gente hasta el final, tan grandes o más grandes que cualquier generación que conoceremos”.

No hay mayor evidencia de esto que las llamadas, tan desgarradoras, hechas por los pasajeros y tripulación del vuelo 93 de United Airlines que se dirigía a Washington DC (probablemente contra el Capitolio o la Casa Blanca) pero que los secuestradores estrellaron en el campo de Pensilvania luego de que los pasajeros se alzaran valientemente contra ellos al escuchar de sus familiares lo que sucedía en Manhattan y el Pentágono.

“Es Lynn. Sólo tengo un minuto. Estoy en United 93 y ha sido secuestrado por terroristas que dicen que tienen una bomba. Aparentemente ya volaron un par de aviones contra el World Trade Center y parece que van a tumbar este también.”, dijo la pasajera Linda Gronlund, que se dirigía con su novio a California para celebrar su cumpleaños, en una llamada a su hermana que quedó en la máquina contestadora, “Más que nada, quiero decirte que te amo y que te voy a extrañar y por favor dale mi amor a mamá y papá y más que nada, que simplemente te amo y quería decirte eso”.

“Hola, babyBaby, óyeme con cuidado. Estoy en un avión que ha sido secuestrado. (…) quería decirte que te amo. Por favor dile a mis hijos que los amo muchísimo y lo siento mucho, babe”, le dijo CeeCee Ross Lyles, una aeromoza que recientemente había dejado su carrera como policía en Florida, a su esposo en un mensaje que también quedó en la máquina contestadora: “Escuché que hay aviones que han sido estrellados contra el World Trade Center. Espero poder ver tu cara de nuevo, baby, te amo. Adiós.”

“Lo que nos separa de los animales, lo que nos separa del caos, es nuestra habilidad de llorar a gente que nunca hemos conocido”, escribe el autor David Leviathan en una de sus novelas juveniles, refiriéndose al 11 de septiembre. Basta con mirar las fotos de los memoriales y vigilias de aquel septiembre, en cada rincón del mundo, para sobrecogerse por el unísono de solidaridad y luto compartido que experimentó por la humanidad por las víctimas de la tragedia.

Entre esas fotos, la de un punk con un mohawk verde llorando mientras sostiene un racimo de flores frente a las velas en la embajada en Berlín o de una madre con su hijito que dejan flores amarillas sobre una bandera repleta de ramos en Sídney, te hacen sentir una picazón en los ojos llorosos. Porque aquel luto, en un mundo eternamente enemistado hasta ser mil fragmentos e islas de odio, no conoció fronteras: los rusos llenaron la pared de la embajada de Estados Unidos en Moscú con racimos de flores e iconos ortodoxos de la Virgen, una foto muestra un niño en la enemiga Bielorrusia encendiendo unas velas junto a un ramo de flores con una banderita y otra muestra a dos mujeres palestinas –con la kufiyya en su cuello– llorando desconsoladamente por las víctimas frente a flores y velas en Jerusalén del este. Yo también, veinte años después, he llorado desconsolado por quienes no conocí: sea ante el horror que me repiten los documentales, sin quitarme el asombro, o ante las imágenes y audios del museo del World Trade Center.

Aquello es quizás el gran milagro del 11 de septiembre: que el amor que expresaron las víctimas en sus últimos momentos, en sus llamadas y en sus despedidas a quienes amaban, cubrió al mundo como un perfume. Con el corazón roto, ante lamentos y desconsolación, todas las naciones de la humanidad, quizás por vez única en su historia, lloraron al mismo tiempo.

Veinte años después

A pesar de las predicciones más catastróficas, Nueva York se recuperó vigorosamente del atentado: los precios de bienes raíces se dispararon ante una oleada de nuevos condominios de hierro y vidrio, rascacielos para billonarios en forma de agujas brotando desde los callejones y una feroz gentrificación de artistas con barbas de leñador y café con leche de almendra sobre zonas peligrosas y de bajos recursos como Brooklyn o Alphabet City.

Las aplicaciones a las universidades, y sus precios, siguieron aumentando a paso galopante hasta convertir a la NYU en una universidad casi del prestigio de una Ivy League; las ruinas de vías de ferrocarriles abandonadas fueron transformadas en elevados jardines de flores templadas y hierbas del noroeste; Times Square siguió adelante en su esplendor sin recaer en las oscuridades de su pasado reciente, lo mismo que Central Park cuya imagen consolidada es la de una panorámica de picnics y felicidad al aire libre.

El 11 de septiembre del 2021, exactamente dos décadas después de la destrucción de las Torres Gemelas y el asesinato de casi tres millares de personas, Nueva York hará su anual Tributo en Luz: cuando dos hermosísimos pilares de luz azulada se alzan para recrear por una noche su imponencia sobre el paisaje urbano.

Cerca, el One World Trade Center se alza con las finas líneas de su vidrio color cielo frente a un parque calmado de robles bicolores y banquitos que rodean dos enormes fuentes con piscinas reflectoras y los nombres de todas las víctimas en sus bordes: dos cuadrados perfectos cubren las bases de las antiguas torres. Por allí se alza “el árbol sobreviviente”: un peral de flor que fue encontrado vivo entre las ruinas del Ground Zero y que ha crecido y florecido a pesar de las pocas expectativas.

Postales desde las Torres Gemelas: a veinte años del 11 de septiembre - Tony Frangie Mawad
Cortesía: Drew Angerer / AFP

Pero, claro está, los estragos resultantes de la distopía higiénica que ha sido la pandemia de la covid-19 ha significado otra bofetada a la Capital del Mundo. Tras décadas de inseguridad decreciente, la ciudad ha vivido dos años de una creciente ola considerable de crimen que va desde robos, pasando por tiroteos, hasta asesinatos: incrementos que, dependiendo del tipo de crimen, van desde más del 10% hasta casi el 40% en el transcurso de un año. En el caso de tiroteos, el aumento ha sido del 166% entre 2020 y 2021. La desmoralización de la policía, tras las protestas que exigían quitarles fondos o abolirlos, no ha ayudado.

El escape de miles de neoyorquinos a los suburbios o a otras ciudades de Estados Unidos luego de que la ciudad se convirtiese en el epicentro de la pandemia ha reducido el frenesí de multitudes que tanto la caracterizan. Aunque la pandemia ha perdido intensidad ante las vacunas, la posibilidad del trabajo remoto y la amenaza de la variante Delta han convertido a los edificios de oficinas en colosos medio vacíos y han desesperado al metro que no logra recuperar sus niveles de uso previos, amenazando su futuro financiero. Las regulaciones estatales y municipales, cada vez más altas, también han afectado el dinamismo económico y la posibilidad de riesgo de los inversionistas que decidieron reubicarse en estados más laxos como Florida.

El trauma y la pérdida también afectan el bienestar de sus ciudadanos, ante las imágenes de fosas comunes y hospitales colapsados durante los primeros meses de la pandemia, y ha desatado una ola de efectos políticos: no solo las protestas, disturbios y saqueos del 2020 sino la eventual renuncia del gobernador Andrew Cuomo, tanto por las acusaciones de acoso sexual en su contra como por el escándalo de haber encubierto el impacto mortal de la nueva enfermedad en los ancianatos del estado.

No sorprende que la penúltima vez que la visité el pasado noviembre, Nueva York parecía un pueblo fantasma con edificios de un tamaño superior a su densidad poblacional: idéntico a aquella Nueva York parca, insípida y desolada –incapaz de recuperarse a pesar de sus campañas turísticas– de la serie de ciencia ficción “Watchmen” (2019), donde la aparición de una entidad interdimensional en 1985 (en una realidad alternativa) causa una masacre súbita de proporciones inimaginables pero cuya creación en pantalla es perturbadoramente realista.

La desesperanza también ha permeado a Estados Unidos, forzando al país a un estado inverso al que tenía durante “el fin de la historia”. Un estudio de la Universidad de Chicago reveló que los estadounidenses están en el pico de infelicidad más alto desde 1972, cuando se empezaron a recopilar los datos. Aunque este estado anímico se aceleró con la pandemia, el incremento de infelicidad llevaba unas dos décadas en aumento.

Un reporte de 2019 de la empresa de seguros Cigna –usando metodología de la Universidad de California Los Ángeles– concluyó que 61% de los estadounidenses se sienten solos. En 2020, un estudio de Harvard concluyó que casi 40% de los ciudadanos, incluyendo 61% de los adultos jóvenes, sentían “soledad seria”.

Basta con mirar el panorama geopolítico del país. La guerra en Irak resultó ser un fiasco cínico que desestabilizó la región, llevó al auge desmesurado de ISIS y cobró la vida de miles de soldados por armas de destrucción masiva que resultaron no existir. Tras invertir billones de dólares en el conflicto más longevo de la historia norteamericana, la guerra en Afganistán –aunque acabó con al-Qaeda y ejecutó a Bin Laden– concluyó con el retorno de los talibanes al poder y el repliegue bochornoso de las tropas: la bandera blanca de los talibanes alzándose sobre Kabul en el aniversario veinte del 11 de septiembre. Estados Unidos –guiado por políticos impulsivos y decisiones apresuradas de policía exterior– ha minado gradualmente la confianza y respeto de sus aliados mientras la inversión china ha ido desplazando a Washington como el principal socio comercial de gran parte del mundo.

El aspecto doméstico tampoco pinta bien. Los niveles de confianza del público americano en los medios ha tocado el punto más bajo de su historia (menos de la mitad). La confianza pública en el gobierno ha caído de casi 80% en 1960 a menos de 20% en la década del 2010. Según estudios de Pew Research, una vasta mayoría de los estadounidenses no solo sienten que sus políticos han perdido el tacto sino también que ponen sus intereses sobre los de la nación. El resultado es fácil de ver: el auge de populistas en ambos extremos del espectro, sea Bernie Sanders o Donald Trump, que han normalizado la presencia de la más estrafalaria fauna política: anarquistas antifa y apologistas de Fidel Castro en el primer caso y supremacistas blancos e incels en el segundo.

Los ciudadanos de Estados Unidos, incrementalmente, se sienten desamparados ante el poder sin límites de las corporaciones sobre sus legisladores desde que las políticas de desregularización iniciaron en los años ochenta: sean las mañas de las farmacéuticas y los seguros contra una salud pública universal, la indiferencia de Silicon Valley ante la toxicidad que permea ahora la comunicación nacional o el poder de las petroleras sobre las políticas medioambientales. Ni hablar del impacto que el outsourcing de fábricas hacia el Tercer Mundo y el auge de monopolios comerciales han tenido sobre la clase obrera y la clase media de Middle America: el público que empujó la revolución Trump y que también se ha perdido en opioides prescritos para veteranos o heroína que han llevado a niveles récord de sobredosis y adicción.

Por ello, el escritor conservador Ross Douthat llamó a la década de los 2010 como “la década de la desilusión”: el día después de una crisis financiera que aun tiene secuelas en los salarios reales y en el crecimiento de la clase media, el auge divisorio de Donald Trump y su catastrófico final con una turba de neo-nazis y creyentes de las más depravadas teorías de conspiración invadiendo el Capitolio, la radicalización de la izquierda identitaria y sus teorías profesadas en universidades y departamentos de recursos humanos con la más celosa religiosidad, y la esclerosis política de un Congreso radicalmente polarizado que representa un país empujado al límite ideológico y cada vez más incapaz de comunicarse entre sí: atrás ha quedado, en el mundo y en Estados Unidos, la unidad que floreció el día después de los atentados del 2001.

Casi nada de esto, por supuesto, es resultado directo del 11 de septiembre. En cambio, aquel fatídico día, aquel fin del fin de la historia, fue la primera de una serie de implosiones y precipicios hacia la infelicidad imperial: sean las torres, la crisis financiera, la polarización o la pandemia. Aquellos rascacielos platinados en llamas, aquellos que saltaron, fueron una señal cruda de la picazón existencial que acaecería sobre la nación del águila calva y los monumentos a Abraham Lincoln. Fueron una alarma cruda del porvenir.

No dudo que Nueva York, aquella Babilonia contemporánea, retome su fuerza tan dinámica y despampanante para levantarse de nuevo. Tampoco lo dudo de un leviatán sin precedentes históricos como Estados Unidos, única nación en llegar a la Luna, que todavía tiene grandísimas ventajas en todo aspecto sobre competidores como China. Pero, a veces, en estos tiempos tan asfixiantes de redes sociales neuróticas y política mezquina, quisiera echar el tiempo atrás.

O quisiera encontrarme en el final de la primera temporada de “Fringe”, una extravagante serie de ciencia ficción estrenada siete años después de los atentados. Allí, tras un momento confuso en un elevador, la agente de la FBI Olivia Dunham –la rubia protagonista– camina hacia la ventana de una oficina misteriosa para tratar de descifrar a dónde ha llegado. De pronto, hay sorpresa en su rostro. La cámara se aleja desde la ventana de donde observa para darnos una vista panorámica y nos revela a los espectadores que Olivia ha llegado a un universo paralelo: la oficina está, en pleno 2008, en unas Torres Gemelas que aun siguen en pie.

 

 

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