Hay cosas “pequeñas”, por así decirlo sin juicio de valor alguno, que tienen gran repercusión hemisférica y hasta mundial. De “pequeñas” pasan a ser muy “importantes”. Es el caso, por ejemplo, de lo ocurrido en el edificio Surfside en Miami. En personas afectadas directas serán unos cuantos cientos, pero el suceso originará consecuencias técnicas, legales, legislativas y más en una escala muy superior a los linderos de esa edificación, de la ciudad, del estado, del país. Tiene repercusión al menos en todas las ciudades costeras y seguro ya está en estudio en muchas escuelas de ingeniería del mundo.
Lo que ocurrió en Timor Oriental a finales del siglo pasado y principios de éste fue algo grave y “enorme”, pero encapsulado. Un habitante de, por ejemplo, la población de Acarigua en Venezuela no sintió nunca que eso que pasaba a los timorenses le afectaba. Los liderazgos timorenses entendieron que eso jugaba en su contra y, con una buena estrategia, lograron sin embargo poner en el mapa y la agenda a ese país.
Durante la crisis de los misiles, por allá por los años sesenta, Cuba pasó a ser importantísima no solo para millones de habitantes de Estados Unidos, sino para todo el Hemisferio y más allá. Cientos de millones de seres humanos, poderosos o no, sintieron que su seguridad y su vida guindaba de un hilo o dependía de un botón. El asunto no podía ser encapsulado. Era indiscutiblemente grande.
La población de la ciudad de Prípiat para abril de 1986 era de aproximadamente unas 49.400 personas. La edad promedio de los residentes era 27,2 años. Es decir, una ciudad joven con niños. La superficie total era de 6.587 kilómetros cuadrados; tenía 160 edificios de vivienda, con 13.414 apartamentos. Había caminerías, parques infantiles, escuelas, biblioteca, abastos, centro de salud, espacios deportivos. Las familias tenían perros y gatos. Muchos millones de personas en el mundo no tenían el menor conocimiento sobre Prípiat. Ni sabían dónde estaba esa pequeña ciudad. Aparecía como un punto en los mapas. Pero luego se convirtió en nombre en la punta de la lengua, en titular de primera plana. Lo que allí ocurrió hizo que una pequeña población se sintiera afectada pero que una parte importante del mundo sintiera miedo aterrador. Björn, hombre de 34 años, que vivía en una aldea a las afueras de Gotemburgo, de profesión albañil, despertó muy temprano una mañana de abril. Se preparó un té y se aprestaba a prepararse una tostada de pan de granos con crema agria y unos pocos arenques. Encendió el televisor y notó una faz inusualmente angustiada en el locutor del noticiero. Hablaba de un accidente. En una planta nuclear. En Prípiat estaba Chernóbil.
Mientras escribo estas líneas, en el mundo hay activos unos doscientos “conflictos” y unos 1200 sucesos de importancia. Muchos tienen la particularidad de ser “encapsulados”. Otros, incluso siendo relativamente pequeños, superan los límites de las cápsulas. Y algunos hoy parece como que no tendrán repercusión más allá de su ámbito, pero quizás desaten el “aleteo de la mariposa”, si y solo si se produce una ranura en la cápsula.
Cuba, Venezuela, Nicaragua, Haití, Myanmar, Eritrea y varios otros (demasiados) países padecen gravísimos conflictos. Están en medio de severas crisis. Hambre, calamidades, muertos, desaparecidos, protestas silenciadas a palos, gobiernos usurpadores, violaciones a los derechos humanos, delitos de lesa humanidad. Una terrible situación. Pero están encapsulados. Y al estar así por demasiado tiempo se vuelven parte del paisaje. Rutina, pues.
Hay voceros que pueden usar su enorme liderazgo para rasgar esas envolturas. Juanes, el muy popular, querido y respetado cantante colombiano dijo sin aspavientos ni ambages lo que tenía que decir sobre la cuestión cubana. Seguramente le supondrá un costo personal y como artista. Pero eso no lo calló. Le puso una bocina a la barbaridad que está ocurriendo en Cuba.
No es cierto que a los seres humanos nos quite el sueño los problemas de otros seres humanos. Si eso fuere así, caray, jamás pegaríamos un ojo. Entre 1991 y 2001, si la memoria no me falla, fui a Europa tres veces. Entre esos años, ocurría la Guerra de los Balcanes, en sus diferentes etapas. Un conflicto terrible, atroz. Y en Europa, la vida era normal. Como si nada estuviera pasando apenas a unos pocos miles de kilómetros.
Cuando a uno lo han encapsulado, uno tiene que encontrar la forma de rajar la envoltura. En 1999 Xanana Guzmão logró tapizar, por unas horas, las principales estaciones de los metros de las ciudades europeas con un cartel que denunciaba el genocidio en Timor Oriental. Rasgó la burbuja.
El mundo no se ocupa de lo encapsulado. No por falta de corazón, sino porque cada país, cada región, tiene sus problemas, sus metas, sus prioridades, su agenda. Los encapsulados tenemos que poder colarnos en esa agenda de otros, pero no con argumentos tristes o de víctimas (aunque estemos tristes y seamos ciertamente víctimas) sino para convertirnos en importantes. Durante los años de la guerra fría, Venezuela era importante. Nuestro pequeño país no sólo era un seguro suplidor de petróleo, era un país confiable para el mundo democrático. Una referencia.
Hoy no hay una guerra fría, al menos no en los mismos términos del pasado. El cuento ha cambiado. Pero lo que nos viene al mundo, de hecho ya está en proceso, es enfrentar una difícil crisis económica post pandemia. Las agendas han cambiado. Y el mundo no tiene tiempo, ni energías, ni recursos, ni ganas para desperdiciar en aquello que podrían concluir son “conflictos encapsulados”.
Así las cosas, los liderazgos y los pueblos de países como Venezuela tenemos que hacernos entender. Tenemos que salirnos del paisaje. Y para ello es indispensable una estrategia unitaria y consolidada que se salga del lamento suplicante. La diversidad de vocerías y la multiplicidad de argumentos, créanme, no ayuda. Complica todo. Muchas manos ponen el caldo morado. Una estrategia, una narrativa. Y así poder romper la cápsula.
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