Se llama Enrique y es longevo. Tiene artrosis. Ello le dificulta la movilidad y lo condenaba a una vida triste y dolorosa. Algo había que hacer. La cosa no se podía quedar así. Había que pensar “fuera de la cajita”.
La mente humana es muy poderosa. Cuando quiere y se empeña, encuentra solución a lo que algunos dirían, con lamentable mediocridad, que “no tiene remedio”. Le hicieron unas botas. Especiales. De un material que no le resultara incómodo. Y de color negro, para que no desentonara. Se las probaron. Y rogaron que fueran lo suficientemente flexibles, que le aminoraran el dolor, que Enrique las sintiera como propias. Y, ¡Aleluya! Funcionó. Hoy Enrique nada con facilidad y escala sin problemas. Hay felicidad en St. Louis, Missouri. La noticia de “el pingüino con botas” se hizo viral. Y ya con buena parte de la población vacunada contra el COVID, el zoológico recibe muchos visitantes que acuden a ver las danzas de Enrique.
Es una historia hermosa y para nada menor. Porque es la narrativa de la igualdad de oportunidades, de la empatía, de la comprensión de que si uno está mal algo tenemos que hacer para que esté bien.
El egoísmo es una severa enfermedad. Afecta y perjudica a muchos. El egoísta hace daño y, además, excluye, con lo cual perjudica al conjunto social y no solo a los individuos en su cercano entorno.
El egoísta no sabe compartir. Se siente el centro del universo y su complejo de superioridad en realidad esconde su miedo a que quienes lo ven o escuchen se den cuenta de la verdad: que es un ser inferior.
Cuando salimos del círculo vicioso del yoísmo y entendemos que ser egoísta es de tontos y no de inteligentes, entonces la sociedad mejora. Los egoístas restan; los que parten y comparten y no se quedan con la mejor parte, esos suman.
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