Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
El título de las presentes líneas se propone dar cuenta, en sus aspectos esenciales, del nervio central que anima la serie de las figuras “épicas” que, a lo largo de los últimos veinte años, ha ido creando el régimen criminal que mantiene bajo secuestro a Venezuela. Dichas figuras son, entre otras, las de los “patriotas cooperantes”, las “milicias”, las “reservas”, los organismos de seguridad e “inteligencia” policiales y parapoliciales, los “círculos”, las “unidades de batalla” –o squadre della morte fascistas–, el “pranato” y los capos de las “zonas de paz”. Todas las cuales, en realidad, conforman la reproducción ad infinitum de una única figura central de la conciencia gansteril: la figura del paramilitarismo múltiple y generalizado. El malandraje, en efecto, también tiene su logos.
Mención aparte de la irrupción de los “bachaqueros” o de las resignadas víctimas del “carnet de la patria”, estas figuras, a todas luces espurias, que se reproducen sin cesar, que parecen haber salido de una cadena de montaje imaginaria, mítica, premeditadamente diseñada para rampar en el charco de la vulgaridad y la violencia que caracteriza la esclerosis múltiple de un socialismo “de oídas o por vana experiencia”, no son más que la consecuencia necesaria de una sociedad secuestrada y condenada a sobrevivir según los dictámenes de un modelo lumpen proletario de existencia. Este es el inexorable destino –Bestimmt– de toda pobreza de Espíritu. Pero, en todo caso, su nervio central, la fuente de donde emanan de continuo todas esas figuras del terror, es la ética de la gansterilidad.
Benedetto Croce, en uno de sus extraordinarios ensayos, muestra cómo los delincuentes, cuyo oficio se sustenta en la transgresión de las leyes de la moralidad, tienen, sin embargo, sus propios códigos morales. Forman una sociedad de cómplices que se rige por ciertos y determinados antivalores, los cuales, por invertidos o, más bien, por torcidos que puedan llegar a ser, son sus valores, sus reglas de comportamiento, no solo ante sus “colegas” pandilleros sino, sobre todo, ante sí mismos. Y mientras se mantengan firmes dentro de los límites de sus códigos y convicciones, las cosas irán bien y hasta podrían convertirse en un ejemplo para las jóvenes generaciones de la cultura del barrio –cultura, por cierto, no escrita, aunque sí transmitida a través del ejemplo viviente y la oralidad–, una vez educados y preparados para asumir las “labores”, el “trabajo”, “el oficio” de delinquir. La necesidad, dice el adagio popular, tiene cara de perro.
Si se le preguntara a un gánster si sus actividades son incompatibles con las creencias religiosas o si el grupo mafioso al que representa es inconciliable con una determinada afiliación de culto por lo sagrado y divino, el gánster en cuestión respondería con un “¡no!” rotundo. Incluso, quedaría sorprendido por la pregunta, porque para él es obvio responder que “¡sí!”, que no hay ninguna contradicción entre creer en Dios o en sus Iglesias, y al mismo tiempo formar parte de una organización criminal. Tanto es así que no se conocen mafiosos ateos. Y se encomiendan con reverencial fervor ante el santísimo o ante las ánimas del purgatorio, antes de cometer una fechoría. En las celdas de las cárceles se pueden encontrar numerosos textos bíblicos, rosarios, cadenas con crucifijos, santuarios, estampas, reliquias sagradas, “entierros”, entre otros menesteres. Y, entre tanta devoción y entrega, muy probablemente se encuentren representaciones, tallas, de las figuras del Negro Primero, Maria Lionza, José Gregorio Hernández, el Indio Guaicaipuro, etc., nada menos que junto a Jesucristo y -¿quién sabe?- al mismísimo comandante Chávez. Todos los cuales conforman “la corte malandra”.
Vito Corleone, il Padrino inmortalizado por Mario Puzzo, no aceptaba que en su próspero “negocio”, levantado con mucho esfuerzo –y unos cuantos cadáveres sobre sus espaldas–, se introdujera la comercialización de narcóticos. Afirmaba Corleone que eso terminaría por dañar las mentes de los hombres del futuro. Y no se equivocaba. Pero las consecuencias de su negativa, su apego a i codici tradizionali, le salieron muy costosas. E incluso, fue víctima de una emboscada a pistoletazos como consecuencia de sus convicciones, lo que terminaría acelerando su propio fin. Con ello, Puzzo da cuenta de cómo, en el fondo, y dependiendo de las circunstancias, es decir, del contexto histórico-cultural dentro del cual se viva, se pueden llegar a introducir nuevas y más vigentes “reglas de juego”. The things change, pero no de la noche a la mañana: “Ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen nuevas y más elevadas relaciones de producción antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan madurado dentro de la propia sociedad anterior”.
La pauta de semejante relativización de la moralidad ha sido comprendida y ampliamente reseñada por Max Weber, quien supo distinguir entre una ética de la convicción y una ética de la responsabilidad. En el fondo, se trata de asumir la obligación de responder –y esto es, por cierto, lo que significa “responsabilidad”– con una determinada acción ante una determinada circunstancia. Lo cual siempre dependerá de situaciones y factores específicos, a pesar de que existan los llamados “principios generales”. Que un político actúe según los criterios de la ética de la responsabilidad significa que deberá evaluar sus acciones sobre la base de las posibles consecuencias para sí mismo y para el resto de la sociedad, es decir, sopesar los eventuales beneficios y perjuicios que la decisión en cuestión pudiese acarrear. De hecho, la ética de la responsabilidad se puede sintetizar en una expresión, injustamente atribuida a Maquiavelo: “el fin justifica los medios”. Pero con ella se abren las compuertas de su “fase superior”: queda abierto el camino para la siempre cambiante, camaleónica, ética de la gansterilidad.
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