Me aburre a morir la gente que dice que no tiene miedo. O son patéticamente egoístas y padecen de complejo de superioridad, o son irremediablemente idiotas y escogen vivir en el mundo de las amebas, o simple y llanamente mienten.
Cuando esos que se las dan de inmunes al miedo están en posición de dirección, o tienen poder económico, o se han convertido en ese personaje del relato de esta década conocido como “influencer”, bueno, a esos también hay que temerles, porque hacen daño. Esos, los que se las dan de valientes, caminan por la vida despreciando todo y dándose ínfulas, mientras se recuestan en la sociedad.
La situación de la vacunación ya ha llegado a color de hormiga amazónica. Tarde y mal el régimen anuncia con pompa la segunda fase del plan de vacunación. La mayoría de la gente se pregunta cuándo y cómo fue la primera fase. Si la hubo fue el secreto mejor guardado.
Trino Márquez escribe: “En el país no existe ningún otro problema que tenga la gravedad y la urgencia de ser solucionado como el de la pandemia provocada por el coronavirus. La única forma de solucionarlo es través de una vacunación universal, transparente y acelerada”. Esa que escribe Trino es una verdad del tamaño de un templo, de esas que no hay cómo rebatir. Es una verdad dolorosa que deberíamos pintar en una pared de nuestras casas y en los muros públicos.
Pero parece que hay gentes que no entienden, que no pueden entender, o, peor, en su portentosa incapacidad para la empatía, no les interesa entender, sea porque ya se vacunaron o porque viven en la nube de fantasía que permite el contar con un cómodo colchoncito en dólares. La pandemia nos ha revolcado en un pantano de idiotez.
Desespera que en medio de esta situación haya gente supuestamente preparada que privilegie asuntos menores, con petandería y torpeza. Son portadores del virus del “yoísmo”, enfermedad grave porque es egocentrismo mezclado con egoísmo, egolatría y egotismo.
Teníamos una democracia. Enferma, sí. Pero la teníamos. Una democracia que procuraba, quizás con éxitos menores, brindar niveladores. El sistema entendía que había diferencias entre clases socioeconómicas y, entonces, ofrecía instrumentos de equiparación. Ello hacía posible la movilidad social y descartar el infecto concepto de “morirás donde y como naces”. Nacíamos para el cambio.
Hoy hemos retrocedido, no años o décadas, siglos. Hoy no tenemos clases sociales, tenemos castas. La novedad es que este modelito ofrece posibilidad de movilidad social, ¡entre castas!
Que tuvimos, por años, una élites que no cumplieron a cabalidad su papel y su deber, eso luce claro. Si algunas de esas élites no vieron o no quisieron ver el nefasto cambio que estaba ocurriendo en el sistema, tocará a los expertos en sociología el ahondar en ello. Pero la realidad está ahí. Indisimulable, palpable. La democracia sucumbió ante el poder. Y la estructura social se tornó en un sistema de castas privilegiadas.
Lo “curioso” es que quienes más se beneficiaron del sistema democrático, del modelo de nivelación social que comportaba, pues hoy parecen haberse puesto de cuclillas ante el poder de la dictadura y se han plegado al modelo de castas. Esas “clases medias” hoy ven como normal que unas castas manden y otras castas obedezcan. “La vida es así”. Lo ven como un sino en el que han encontrado la manera de arreglarse una existencia de cierto confort. Y la empatía social, tan característica del modelo democrático, se ha esfumado.
¿No hay buen servicio eléctrico? Pues a comprarse una planta. ¿No hay agua? Pues que nos la traigan en camiones. ¿Está peluda la cosa de la gasolina? Pues eso se arregla con un dólares en la mano de quien controle la cola. ¿No hay vacunas para el COVID? Pues a pagarlas en el mercado negro. Ah, y si por fortuna usted tuviera los verdes para pagar y se negó a vacunarse en ese “negocito”, usted es visto como un estúpido o, cuanto menos, usted da lástima. No conozco a nadie que me haya dicho, por ejemplo, que pagó por vacunas para sí y su familia, pero que también pagó para que vacunaran al que le presta algún tipo de servicio en su casa o empresa. Es lo mismo que lo que suelo ver en el mercado cuando alguien sale con una compra más o menos gorda pero es incapaz de hacer una comprita para dársela a algún prestador de servicio en el mercado.
Pero hay más en este estado de antidemocracia: en las castas inferiores también hay un sistema de privilegios. Hay que ver el poder que tienen los “jefazos” de los consejos comunales. Vaya si mandan y mandonean. O los uniformados, desde esos que están apostados en las miles de alcabalas y matraquean, hasta los que imponen su voz en cualquier centímetro del territorio nacional. “Hombre de uniforme no hace cola”, dijo un señor en el banco al notar que un “hombre con botas” pasaba por enfrente de todos los que allí estábamos esperando nuestro turno.
País de castas. No de clases sociales. Y como tal cada día en mayor deterioro del sistema democrático. Que quienes se apoltronaron en el poder fueron destruyendo el modelo, de eso no me cabe duda. Pero el modelo de castas, infectó, no está tan solo instalado en las mentes de los caudillos de nuevo cuño. Está en la sesera de los ciudadanos que al aceptar este modelo de castas se rindieron. Aceptaron dejar de ser ciudadanos. No entendieron que por ahí no se llega al progreso y la prosperidad nacional. Se llega sí a la involución excusada por la “necesaria supervivencia”.
Cuando alguien dice “a mí lo que me importa es mi familia” pues está desvelando su egoísta torpeza. Una persona con conciencia de ciudadanía democrática sabe y entiende que la “felicidad” o el “bienestar” es un ejercicio de mediocridad cuando se mete dentro de ese cajoncito de “lo mío”.
Venezuela fue un país con grandes progresos no porque tuviéramos petróleo o riquezas naturales. Lo fue porque privilegiábamos el “nosotros”. Porque conjugábamos el ser y el quehacer en primera persona del plural. Porque entendíamos que el progreso era una aspiración imposible si nos zambullíamos en el “yoísmo”.
“Dar solamente aquello que te sobra nunca fue compartir, sino dar limosna…”. Eso canta Alejandro Sanz.
Las democracias no las construyen los que se paran en lo alto y con ardorosas consignas nos dicen qué hacer. Las construimos los ciudadanos con conciencia y sentido de sociedad. La democracia basada en castas está condenada al fracaso.
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