El beato microbiólogo – Ignacio Ávalos Gutiérrez

El beato microbiólogo - Ignacio Ávalos Gutiérrez

Publicado en: Revista SIC

Por: Ignacio Ávalos Gutiérrez

La historia oficial de la microbiología en Venezuela arranca con la fundación de la cátedra de Bacteriología y Fisiología de la Universidad Central de Venezuela (UCV) el 6 de noviembre de 1891, bajo la dirección de José Gregorio Hernández, clínico y profesor, de intensa vida religiosa, que hizo de su profesión una suerte de sacerdocio, tan así que fue “el médico de los pobres”. A raíz de su reciente beatificación, Gioconda Cunto de San Blas, investigadora del IVIC, indicó que la microbiología venezolana debe ser, entonces, la única en el mundo privilegiada con un interlocutor directo en las esferas celestiales.

Un gran médico… y también filósofo

Aunque, obviamente, su figura sobresale entre nosotros por motivos religiosos, fue un científico muy reconocido, de excelente formación académica, graduado en Venezuela y con estudios en Francia y Alemania. Ejerció una gran influencia en el desarrollo del sistema público de salud y tuvo a cargo de las cátedras de Histología Normal y Patológica, Fisiología Experimental y Bacteriología en la Universidad Central de Venezuela, además de fundar la primera Cátedra de Bacteriología de América y ser cofundador de la Academia Nacional de Medicina.

Un hecho tal vez menos sabido es que incurrió también en el campo de la filosofía. En esta área enfrentó el positivismo de Augusto Comte que dominaba la ciencia, sobre todo en Francia, lo que significó, como escribió recientemente el Doctor Gustavo Villasmil Prieto, el abandono de las tesis vitalistas, bajo el argumento de que nada ocurría en el organismo humano que no pudiera ser reproducido experimentalmente en un laboratorio. En este ambiente, José Gregorio Hernández mantuvo en el ejercicio de la medicina sus creencias como católico.

En suma, como señaló alguien, tal vez su primer milagro haya sido tener esa trayectoria tan relevante en un medio de una realidad tan adversa como la que imperaba en Venezuela a fines del siglo XIX y principios del XX.

Las cuarta Revolución Industrial

Desde entonces, la situación venezolana de la ciencia y la tecnología ha cambiado notablemente, desde luego, aun cuando se encuentra distante del nivel deseable, sobre todo si miramos los desafíos que en este campo plantea el siglo XXI. Desde los tiempos de José Gregorio Hernández a estos días, se han creado muchas instituciones dedicadas a la investigación, sobre todo pública en las que trabaja un número importante de científicos, pero debe advertirse, sin embargo, que a lo largo de los últimos tres lustros la situación ha desmejorado sensiblemente, una evidencia más de la crisis general que agobia a nuestra sociedad.

Ocurre lo anterior justo en estos tiempos en los que ocurre la cuarta Revolución Industrial; definidos en buena medida por los profundos y acelerados avances científicos en diversos campos (biotecnología, nanotecnología, neurociencias, inteligencia artificial, internet de las cosas, tecnologías de la información…), que asoman nuevas referencias para entender el ser humano, la sociedad y en mayor escala la humanidad. Así las cosas, la evolución de la especie humana ya no dependería más, se argumenta, del lento proceso biológico basado en la selección natural sino más bien de un proceso acelerado y dirigido por el conocimiento científico. Basta fijarse – es apenas un ejemplo entre otros muchos de similar trascendencia -, en la importancia que cobra la revolución que hoy en día tiene lugar con respecto al funcionamiento del cerebro, base de intensas discusiones en torno a aspectos filosóficos y éticos que se alimentan de la comparación entre la inteligencia humana y la de los robots.

No debe extrañar entonces que, entre otras muchas discusiones (la privacidad, el destino de la democracia en medio de las plataformas digitales, el cambio climático y paremos de contar), haya surgido el debate sobre el rediseño de la naturaleza humana, asunto de que atañe obviamente a la médula de la civilización, suscitando notables desacuerdos entre quienes se sienten optimistas en cuanto a las posibilidades y bondades de “liberar a la raza humana de sus limitaciones biológicas” y aquellos que, al contrario, sugieren que el coste moral de modificar la esencia del ser humano puede ser muy alto, sacrificando aquello que nos define: la libertad, la igualdad, la dignidad.

Sociedad del conocimiento… y del desconocimiento

Son los actuales tiempos marcados por la Sociedad del Conocimiento, pero ¿paradójicamente?, marcados también por lo que algunos autores han calificado como la Sociedad del Desconocimiento. En efecto, ante la “explosión” que representa la emergencia de las nuevas tecnologías se ha hecho evidente, en efecto, la ausencia de guiones que permitan la comprensión la valoración y la regulación de los cambios tecno científicos y de sus consecuencias.  Así las cosas, la actual es, como señala el filósofo Daniel Innerarity, una sociedad cada vez más consciente de su no-saber y ocupada en la tarea de aprender a gestionar el desconocimiento en sus diversas manifestaciones: inseguridad, dudas y riesgos.

La cuestión es, entonces, cómo hacerles frente a situaciones de las que derivan tantas repercusiones, que remiten a eventos tan complejos, envueltos en dilemas morales vinculados con la manera misma en la que nos percibimos como humanos. En beneficio de la brevedad resulta conveniente ilustrar lo que se viene diciendo con una pregunta que tiene plena vigencia, visto el nivel de conocimiento del que actualmente se dispone y que alude a la práctica médica: ¿Debe la modificación de genes ser legal para manipular a la raza humana y crear «bebés de diseño»?

José Gregorio Hernández en el siglo XXI

Estos temas, que apenas describen la punta de un iceberg conformado por otros muchos asuntos de equivalente complejidad, apuntan, reitero, al concepto mismo de Humanidad, y como resulta fácil imaginar, implica cuestiones éticas y religiosas muy importantes.

Por simple curiosidad, permítaseme decirlo de esta manera, quisiera imaginar al beato microbiólogo en este nuevo mundo que he dibujado en sus trazos más elementales. No es tarea fácil y no estoy seguro de que esté a mi alcance. Me atrevo a apostar, sin embargo, que habría sabido demarcar los límites de las nuevas concepciones y conciliar la fe con la razón. En suma, como médico, a ciencia cierta le hubiese mantenido su rincón a Dios.

 

 

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