Algunos piensan que la política es una especie de infierno que nunca termina. La gente normal y corriente siente que los políticos son unos bichos horrorosos, sinvergüenzas por diseño, que tienen el alma podrida. Si alguno es bueno, entonces es visto como un gafo debilucho que tarde o temprano se corromperá. Con semejante evaluación, los papás decentes de los muchachos hicieron todo lo posible para alejar a sus hijos de la política. Así, los padres (buenos), quizás sin entender su enorme error, dejaron libre el espacio de la política para que fuera colonizado por gente mala y sin escrúpulos que ocuparon el poder y en pocos años destruyeron a Venezuela.
En el mejor de los casos, la política es vista como un mal necesario, como un defecto social con el que hay que cargar. Un político es culpable hasta que pruebe lo contrario. Y si ha tenido educación de alto nivel, si ha estudiado mucho y tiene títulos académicos, pues se dice que es peligroso. Que más tarde o más temprano se ensuciará.
Cuando las élites abandonan el Estado y las funciones de gobierno, los mediocres invaden esos espacios. La consecuencia es una sociedad manejada por individuos de discutible moralidad. Unos personajes así, incluso si acudieron a centros de estudios de alto nivel y obtuvieron rutilantes títulos académicos, serán mediocres en el ejercicio del poder. Y destruirán.
Elite no es un término que se limita al asunto del dinero. Élite significa ser mejor que el promedio. Pero las élites venezolanas perdieron su posición de responsable liderazgo sea porque voluntariamente renunciaron a ella, o porque fueron derrotadas por los mediocres o, quizás, porque irresponsablemente sin dar la pelea se dieron por vencidas.
Las élites son indispensables. Sin ellas, la sociedad se vuelve una masa amorfa, descolorida, sin peso específico. Un protoplasma viscoso.
Las élites responsables y decentes marcan rumbos y, además, son como los semáforos en el devenir de la sociedad. Si las élites se desconectan, si el semáforo se apaga, lo inmoral encuentra vía libre. Y eso se nota incluso en pequeños pero poderosos asuntos. El día que el hampón de nombre Diego Salazar entró como socio miembro del club más importante de Caracas y los otros socios miembros lo permitieron, algo se rompió en mil pedazos. El mozo que le sirvió el whisky pensó en ese momento que entre ese club y cualquier antro de mala muerte no había ninguna diferencia. El mozo vio la mancha de la inmoralidad que los socios no vieron o, peor, no quisieron ver. El mozo tenía razón.
Hace algunos años, en un taller sobre liderazgo, un joven me preguntó cómo definía yo el poder de las élites. Yo no tenía en ese momento la respuesta a esa pregunta, pero como venía el receso para tomar un café, le dije que me diera unos minutos para pensar.
De regreso le dije: “te lo digo en palabras sencillas; élite es aquel que entiende que su poder es para creer que es posible creer. Y con eso transformar lo que hay que transformar, acabar con lo que hay que acabar y construir lo nuevo que hay que construir”. Sigo pensando que es así.
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