Publicado en: Pasión País
Por: Carolina Espada
José Ignacio Cabrujas comenzaba a escribir el “capítulo nuestro de cada día” a veces a las cinco… otras, a las seis de la mañana. A su oficina la bautizamos con el nombre de “El Nidito” y allá amanecía él dialogando su telenovela “Las Dos Dianas”. Era una historia de amor rocambolesca inspirada -remotísimamente y con los ojitos apretujados- en una obra homónima de Alejandro Dumas.
Yo llegaba puntualita. Ya había libreteado para él en “Emperatriz” y ya tenía la costumbre inveterada que no perdonaba ni días de fiesta, ni sábados, ni domingos.
–Aló, Prima, ¿qué está haciendo?
– Mnh mnhssataba dormida…
–¡¿Y eso?!
–Es que todavía está oscuro y es 25 de diciembre, Merricrijmas.
–Bueno, pero véngase para acá que se me ocurrió otra cosa para la novela.
Ya yo me lo sabía: José Ignacio frente a su computadora exudando nicotina. Su escritorio, un reguerete a minutos del desastre. Y es que nunca hubo manera de evitarlo. El señor se servía un cafecito negro, bien caliente, en un vasito plástico; se tomaba un sorbito y siempre se quemaba; fumaba a todo pulmón al tiempo en que tecleaba, concentradísimo, una declaración apasionada del galán a la protagonista; al ratico insistía con el café, pero como ya estaba tibio, dejaba eso ahí por la mitad y se servía un segundo vasito. En el primero lanzaba lo que le quedaba del cigarrillo: apenas el filtro con un toconcito encendido. Y seguía fumando y escribiendo y fumando. Terminaba uno y prendía el siguiente. Al cuarto o al quinto, invariablemente, todo se atracaba en el vasito-cenicero y la última colilla derretía el plástico… y un fluido espeso de café y cenizas se desparramaba por todo el mesón. ¡Ay, los papeles, el cepeú, las llaves, los apuntes, el bolígrafo, la chequera, el periódico, la impresora y los libretos de “El Maestro”!
A él no le gustaba que lo llamaran así. Una vez una mujer, espléndida y sensual, le prometió: “Lo que usted quiera, Maestro”, y él le respondió con un quejido y una mirada de topo mojado: “¡Ay, no me diga así!”. Ella parpadeó desconcertada: “¿Y entonces cómo, Maestro?” Y él, muy humilde, bajando la cabeza y viéndola tan sólo un poquito, se atrevió a decirle con cierto rubor y como si tuviera cuatro años: “Yo me llamo José Ignacio…”.
A las ocho se echaba una escapadita a una taguara infecta a la que le pusimos el mote de “Mi Grasita”. Sí, el gourmet Cabrujas; el chef magistral de platillos con vóngole; el hijo de la señora Matilde Lofiego, que aprendió de su madre las glorias de la cocina italiana, ese mismo se atracaba par de empanadas de carne (de cuya naturaleza y procedencia siempre fue más saludable no indagar). Oliendo a fritanga rancia, con la camisa chorreada de aceite coloreado con onoto, quitándole la tirita dorada a su segunda cajetilla de Belmont, José Ignacio, de lo más satisfecho, regresaba al “Nidito”.
Pero antes de reanudar la escritura: un intermedio musical. No, ópera no era. Ópera, de chiquito, con su papá y, de grande, con sus amigotes melómanos. Pero en el trabajo solía ser Juan Gabriel. Juanga desatado y José Ignacio convenciéndome animoso: “¡Ande, Prima, cante usted también!”. Ocho y media de la mañana en Los Rosales y una de payasa, en medio de la salita, con el control remoto del televisor a manera de micrófono, imitando al mexicano: “¡Queridaaa, dime cuando tú vas a volver ah-ah!”. Y José Ignacio se reía ronquito, para adentro, como un cochino, igualito a la tía Lola.
A las nueve comenzaba a sonar ese teléfono y yo tenía que desdoblarme en mi identidad secreta de Rosita Vilariño, asistente políglota y mano derecha e izquierda del Sr. Cabrujas. Aquí también estábamos combinados y teníamos nuestro rolling gag y nuestra rutina. Yo debía saludar completico y con lentitud, y esperar las instrucciones de José Ignacio: “¿Aló?… ¡Ah, señor Evodio, tanto tiempo sin saber de usted: señor Evodio!”. Y ahí “El Maestro” fruncía el bigote, meneaba la cabeza aterrado, estiraba el brazo, que se le torcía como para adentro, y negaba rapidito con el dedo índice. “¡Ay, señor Evodio, pero figúrese que el Sr. Cabrujas no está… No, no ha venido para acá hoy… Pero ya mismo anoto aquí su nombre y la hora de su llamada”. Muchas veces, al colgar, condolida, abogaba por todos aquellos que insistían en comunicarse con él y nunca recibían respuesta: “Coiga, pobrecito Armonio, que ya lo ha llamado siete veces, y él lo quiere y es poeta (o actor, o músico, o estudiante, o dueño de una fábrica de atún, o ahijado-de o lo que fuera)”. Y José Ignacio censuraba tajante: “Nuuuuu, prima, ni de vaina, olvídese que ése no tiene nada en la bola”. Tras diez años trabajando con él, Rosita se aprendió clarito quienes eran los escasos y verdaderos afectos de su jefe. Y ese secreto (y otros tantos) se lo llevará al crematorio, pues por ahí siguen habiendo muchas personas que se ufanan de la monumental amistad que tenían con “El Maestro”, ¿y para qué quitarles esa ilusión?
Después de “Las Dos Dianas” seguimos con “El Paseo de la Gracia de Dios” y, por último, la que no pudo llegar a ser: “Nosotros que nos queremos tanto”. De esa historia José Ignacio sólo escribió un capítulo de media hora y me llamó, desde la isla de Margarita, extraordinariamente alborozado. Tenía tiempo que no sonaba tan contento y optimista. “¡Prima, ya hice el primero! ¡Llego el lunes! ¡El martes: a primera hora en “El Nidito!”. Pero, al día siguiente, tuvo la pésima idea de morírsenos a todos.
Es imposible pensar en él y asociarlo con tragedia y con muerte. José Ignacio es talento, ingenio, sentido del humor y todos los signos de admiración del mundo. La mayoría se acordará de él por “La Señora de Cárdenas”, “Silvia Rivas, divorciada”, “Natalia de 8 a 9”, “Gómez” (I y II), “Soltera y sin compromiso”, “La señorita Perdomo”, “Chao, Cristina”, “La Dama de Rosa”, “Señora”, “La Dueña” y las adaptaciones de “Campeones” y “Doña Bárbara”. Amén de sus artículos de opinión en “El Diario de Caracas” y en “El Nacional” (tan celebrados en su momento y, hoy, tan añorados) y de sus magistrales obras de teatro. Yo prefiero recordarlo con la expresión de estupor y sorpresa de preadolescente-altamente-confidencial con la que me recibió una mañana en la puerta del “Nidito”.
–¡Prima! ¡Venga para que vea!
–¿¡Y esta urgencia!?
–¡Shhhhh! ¡Cállese y pase, caraj!
Con su bastón y aquella cojera que lo obligaba a caminar como una letra A, se dirigió presuroso a su computadora. Sobrecogido por el desconcierto y la revelación próxima a realizar, levantó el teclado y sacó de allí un recortico de revista de pésima factura. Era una fotografía de una actriz de telenovelas -muy conocida ella- china en pelota, con cara de ramera, arrodillada sobre un colchón, sosteniéndose los senos con ambas manos y presentando a cámara su…
–¡Pero mire, prima! ¿Usted está viendo? ¡Si se le ve la totona!
José Ignacio estaba estupefacto. Por supuesto que el tema pornográfico no le era ajeno, pero es que no podía dar crédito a que esa niña, a la que todos conocíamos como protagonista cándida o villana estilizada (dependiendo del canal), se hubiera empelotado y hubiera permitido que la retrataran para una publicación de tan infeliz categoría. Era vulgar, era patética, y “El Maestro” no salía de su asombro.
–Y, sólo por preguntar, primo… ¿Usted qué piensa hacer con la totona de la señorit…?
Y ahí mismo me interrumpió. “¡Ésa la vamos a dejar aquí abajito de mi teclado y no le decimos a nadie!”.
Muy de vez en cuando, entre una escena y otra, al encender su trigésimo cuarto cigarrillo (por ejemplo), José Ignacio levantaba apenitas el teclado y veía aquella imagen que siempre le pareció tan insólita y procaz viniendo de esa jovencita. La contemplaba por un instante, se reía socarrón y ronquito, y luego proseguía con la escritura de uno de aquellos diálogos suyos de “La Pasa” y que decían más o menos así:
–¿Y a usted qué le pasa?
–Pasa, que usted nos sigue haciendo mucha falta. Pasa, que cada día lo extrañamos más. Pasa, que lo recordamos y no podemos contener la sonrisa. Pasa, que la televisión no es la misma sin usted. Pasa, que nada es igual sin usted.
Revista Bigott/ Nº 62 septiembre octubre noviembre diciembre 2002/Fundación Bigott
17 de julio 1937/ Natalicio de José Ignacio Cabrujas