Cortijos abandonados – Mibelis Acevedo Donís

Mibelis Acevedo Donís

Publicado en: El Universal

Por: Mibelis Acevedo Donís

“Aunque la estrategia sea hermosa, ocasionalmente debes mirar sus resultados”. Para disgusto de muchos “churchillianos”, la frase de marras ha sido atribuida al “león británico”, confundida con sus modos tan zumbones como filosos. Apócrifa o no, lo cierto es que Churchill bien podría haber dado cuenta de los malsanos efectos de la “infatuation”, los espejismos, los ingobernables “sueños de la razón” que a veces producen en los líderes las bellas pero equivocadas abstracciones. Sí, la formidable criatura política que recordamos, alguna vez transitó la ruta del fracaso vinculado al compromiso irracional.

“El precio que se pagará por tomar Galípoli sin duda será alto, pero no habrá más guerra con Turquía, que cuenta con un ejército de 50.000 soldados y poder marítimo. Sería el fin de la amenaza turca”. El descaminado cálculo del Primer Lord del Almirantazgo inglés marcó en 1915 el inicio de una ruinosa campaña que coronó con la catástrofe en los Dardanelos: una mácula en el historial de Churchill que sus adversarios supieron estrujar. La operación que evitaría enviar a los soldados a “masticar alambre de púa en Flandes”, en fin, no resultó como esperaba: pero el mayor pecado fue empecinarse en mantenerla cuando todo indicaba que no funcionaría.

Ciertamente, apartar el sesgo cognitivo para someter el costo de malas decisiones a una evaluación descarnada y objetiva, es un desafío para un liderazgo a menudo pinchado por las exuberancias del ego. Combatir esa visión de túnel, esa trampa de la auto-indulgencia (“no hemos insistido bastante”… “hemos invertido energía, tiempo y dinero en esto”… “mis aliados no me perdonarán si desisto ahora, si les doy la espalda”) resulta apremiante, sin embargo, cuando el desangramiento de las propias huestes es tan angustioso y evidente.

Esa escalada del compromiso con una línea de acción que sólo propone pérdidas, nunca resultados, resulta familiar para los venezolanos. Los últimos meses exhiben sus muescas, y de forma dramática. Lejos de corresponderse con el robusto entusiasmo que a principios de 2019 generó el cierre de filas de más de 50 países en torno al interinato, los saldos a estas alturas lucen más bien enclenques. Contra el pronóstico de ilusionados y testarudos, el gobierno esquiva las amenazas mientras la oposición lidia con la autofagia. Producto, seguramente, del énfasis puesto en un plan que depende casi exclusivamente de la presión de los aliados –y del tornadizo Trump, especialmente- y no del vital ejercicio de la política interna. Un plan que trasladó esa responsabilidad a manos de quienes podían moverse con holgura en el exterior o que tenían ascendencia directa en tal terreno, mientras incautaba toda autoridad, toda autonomía y potencial a los múltiples actores locales.

La hegemonía surgida de los reacomodos que en la oposición impuso un nuevo bloque dominante, sólo ha replicado la cerrazón de ese centralismo que desnaturaliza a organizaciones que aspiran a ser reconocidas como democráticas. Su efecto más nítido ha sido la polarización, la distorsión que restringe la toma de decisiones y encaja una lealtad “forzosa” aguas adentro, mientras estigmatiza la duda, el debate, el disenso constructivo.

A santo de esos esguinces, hoy aparece una oposición desmembrada, atravesada por los cismas internos de los partidos, borrada a merced de sus impotencias, en su “peor momento en 21 años”, Capriles dixit. Debilitada en términos de su conexión con ciudadanos que, naturalmente, no tardarían en cobrarse el naufragio de las expectativas sobrealimentadas (“la liderofagia no sólo obedece a los liderófagos, sino a los líderes”, desliza Elías Pino). La pícara promesa de dar gusto a “todas las opciones” cuando en realidad sólo se complacían las demandas de un sector históricamente comprometido con el “¡Vete ya!”, ha resultado peor opción que gestionar el atasco en las trincheras.

Las secuelas de haber invitado a poner todos los huevos en la canasta de la abstención, a abandonar el cortijo doméstico a cuenta de la intervención que, en teoría, una coalición internacional asumiría en nuestro nombre, no sólo certifican el daño de empecinarse en lo inviable, sino que obligan a encarar la deuda de la parálisis interna. Para seguir sumando paradojas al caso venezolano, el inédito apoyo externo parece haber funcionado acá más bien como autogol: desmovilizando, dislocando, desagregando, operando a contravía del propósito de crear incentivos para empujar una transición a la democracia.

Tan ingrato giro no debería sorprender, no obstante, si recordamos hallazgos como los de Chenoweth y Stephan, quienes notaron el impacto limitado (desfavorable, incluso) que sanciones internacionales o el apoyo material de aliados tuvieron en procesos de cambio político en 323 casos acaecidos entre 1900 y 2006. La asistencia directa del exterior, concluyen, “puede socavar esfuerzos dirigidos a movilizar el apoyo público local a causa del problema que a veces acarrea lo que se recibe gratis, puesto que los activistas (…) se apoyan demasiado en la ayuda externa en vez del apoyo local, y así pierden su base de poder”.

La tentación de mantener un statu quo paralelo, capaz de sobrevivir al margen de los esfuerzos de partidos y sociedad civil intensamente movilizados gracias a elecciones, por ejemplo, pudiese explicar el poco interés que persiste en algunos sectores a la hora de renunciar a una estrategia que nos desvalija sin remedio. La idea, ahora endulzada por la coartada de la “continuidad administrativa”, anunciaría además un azaroso derrotero: el del gobierno en el exilio. Y ya sabemos lo que eso puede significar. Entidades y funcionarios henchidos de poder simbólico, iniciativas afines a “repúblicas aéreas” y con alcances borrosos como fue el caso de aquellos republicanos españoles que se establecieron en México durante los años del franquismo. Nostálgicos símbolos de la resistencia a las dictaduras de una época, sí, pero políticamente prescindibles.

Al tropezar con el sinsentido, la estrategia dejó de ser hermosa. ¿No es hora de hacer del interés nacional la principal razón para comprometerse con un plan, en lugar de seguir contando cañones que pertenecen a otros, asaltando caminos que no conducen a ninguna parte, aferrándonos a prácticas que sólo nos desangran?

 

 

 

 

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