Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
Durante los últimos años, y quizá como nunca antes, las llamadas ciencias políticas y sociales se han ido inclinando, cada vez con mayor ímpetu y fervor, por la investigación empírica, sustentando sus siempre numerosos datos, “tendencias” y gráficas estadísticas en lo que consideran -dan por sentado, es decir, presuponen- como “los hechos”. En esa misma medida, aunque de modo inmanente, han ido decretando la decadencia de su propia racionalidad, con lo cual, además, han puesto en evidencia la condición irracional que persiste en modelar el destino de la entera humanidad. La verdad es que la representación que se insiste en imponer no solamente es ajena a la realidad sino que es su inversión sustentada en el temor. Por lo cual, se acude a las llamadas “seguridades externas”, a las cuales suelen designar con el nombre de “métodos de investigación”, con el fin de encontrar una herramienta que les permita encontrar sosiego -más fe que saber- ante las ansiedades de sus temores ancestrales. El temor es, en efecto, el sustento de la instrumentalización. Y mientras más “precisos” se muestran los instrumentos mayor es la confirmación del temor. El empirismo científico -el entendimiento abstracto- ha terminado por mostrar sus costuras teológicas.
Uno de sus mitos, al que ha logrado promover hasta convertir en el mayor desafío de la sociedad del presente, consiste en la lucha, conquista y preservación por los derechos de una cada vez mayor individualidad. Solo el individuo importa. El único culto posible es el culto por la mayor privacidad individual. Cada quien -se dice- es único, inédito e irrepetible, por lo que tiene derecho a ser, cada cual, lo que es y como es. El otro es solo el infierno del propio límite. Y es que ser individuo es ser la infinita unidad del sí mismo y la infinita diversidad respecto de los demás. La exclusividad e irrepetibilidad de cada individuo y la consecuente proclamación de la ideología del ser individual, elevada a doctrina por sus partidarios, es, pues -y para citar un famoso título de Fichte-, uno de los caracteres de la edad contemporánea. Un carácter que, por cierto, es fundamento para las exigencias liberales, como respuesta directa frente a la pretensión de convertir al individuo en «colectivo», esa condena representada por los «societarios» u «hombres-masa», es decir, por el rebaño de la multitud, el número o la cifra: un simple porcentaje, una entidad no-independiente, indistinta e indeterminada.
En 1984, con el definitivo posicionamiento comercial del mundo computarizado, Steve Jobs anunciaba el inminente fin de la amenaza totalitaria -descrita por Orwell en 1948- y el triunfo definitivo del imperio de los individuos. Finalmente, había llegado el tiempo del reino del yo. No imaginaba el genial creador de los “i”-Pod, las “i”-Mac, las “i”-Pad y los “i”-Phone, que en la misma medida en que se profundizaba en las infinitas posibilidades ofrecidas por la nueva tecnología, en esa misma medida, el individuo iba mostrando ser cada vez menos individual, menos “i”. El reino del yo ha terminado siendo su gran prisión, en el mayor predominio histórico de un invisible big brother. Es verdad que, y por definición, el concepto de individuo se relaciona con lo indiviso, con una unidad frente a otras, constituido, como dice Aristóteles, por la unión de materia y forma, según los modos en que puede ser considerado el ser, es decir, como existente o como posibilidad, como acto o como potencia. En otros términos, y de acuerdo con la definición aristotélica, un individuo como Maduro sería -menos mal- único, irrepetible, exclusivo, toda una special edition, una monada leibniziana, un átomo indivisible y elemental que, por esas funciones epicúreas -propias de los átomos, según el filósofo griego- se habría desviado desde Cúcuta para terminar saltando hasta las más inverosímiles regiones caraqueñas. En este sentido, puede afirmarse que Maduro, dada su condición de individuo, es un ser casi mitológico, probablemente salido de las páginas del bestiario de Vladimir Acosta. Y quizá de ahí provenga su afición por la ornitología subterránea, las negociaciones draconianas, aladas y fugaces, los vuelos estupefacientes y -en los últimos tiempos- las águilas calvas. La cabeza visible de la apología de las hordas es, paradójicamente, el prototipo de El único y su propiedad, el individum vagum del arzobispo Cranmer.
Es de Paul Ricoeur la distinción del individuo como “identidad idem” -o lo mismo– y la “identidad ipse” -o el sí mismo. La primera individuación es la identidad numérica, una continuidad serial e ininterrumpida en la permanencia de la duración temporal. La segunda, en cambio, es la “identidad narrativa”, la cual admite variaciones de personalidad, cuyo fundamento es la alteridad. El individuo del presente -víctima de los “maestros de la sospecha”- amerita reconocerse en su propio protagonismo, porque, a fin de cuentas -como sostiene Ricoeur-, es el hilo invisible que da sentido a la historia. Pero a la larga, tanto sus insistencias por justificar el valor de lo individual como las de sus detractores posmodernos por sustentar el argumento opuesto, han terminado mostrando la objetivación de una dialéctica con efectos perversos. Después de todo, los sospechosos maestros han resultado ser menos sospechosos de lo que imaginaba el sospechoso padre de la ya tan manoseada “narrativa”.
El individuo ha terminado siendo su propia chusma y la chusma siendo su propio individuo. Y aquí lo importante, el término sustantivo, es el de lo propio. Para muestra de ello no bastará un botón, sino la historia personal de un Diosdado, el recorrido entero de la experiencia de la retorsión de su conciencia. Y así como las consignas en pro de un ilimitado individualismo se han vuelto políticamente inútiles para los negocios, del mismo modo, en la cultura de masas, promovida por los mass media, la retórica en aras de la radicalización del individualismo ha terminado por negar el principio al que le rinde pleitesía, al imponerle a los individuos modelos, patrones, íconos de imitación colectiva. El “yo quiero ser tan auténtico y regio como tú” oculta el fracaso de la pretensión “natural” del individuo tanto como revela la promoción de una mezquina y abstracta representación del mundo. Lo máximo se ha hecho mínimo y lo mínimo se ha hecho máximo. La «yoidad» ha manifestado ser el peor de los totalitarismos tanto como el totalitarismo ser la peor «yoidad». El absurdo de la ideología de la individualidad hace aguas y va llegando a su ocaso, pero no para ensalzar la ideología del colectivismo, su otro idéntico, sino para denunciar que los tiempos exigen sorprender tras las apariencias un reordenamiento profundo y una reinterpretación consciente de la identidad de los términos opuestos.
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