Publicado en: El Universal
Al intentar ubicar un hito para dar con el origen de la modernidad, Bauman recordaba el terremoto de Lisboa en 1755, el incendio subsiguiente, el tsunami pantagruélico que engulló lo poco que quedaba en pie. “Una catástrofe enorme”, material e intelectual. “La gente pensaba hasta entonces que Dios (…) había creado la naturaleza y dispuesto leyes. Pero de repente ve que la naturaleza es ciega, indiferente, hostil a los humanos. No puedes confiar en ella”. A despecho de la necesidad de reapropiarse de la solidez perdida, no obstante, la modernidad tomó otro rumbo. Se aficionó a lo fugaz, se volvió inatrapable, dúctil como el agua dentro del vaso.
Pero pocas veces la evidencia de esa realidad líquida de la que habló el polaco se hace, paradójicamente, tan tangible. Hoy el mundo da un giro inesperado, uno que nos arrastra con todo y nuestros pequeños ritos, nuestras más nimias, sólidas anclas. Hasta las certidumbres básicas, eso que hace apenas pocas semanas dábamos por sentado –me levanto, bebo café, salgo a la plaza, dejo a los niños en la escuela, voy al trabajo, constato el cuerazo del sol, hablo, abrazo a los amigos, escribo y respiro sin ahogos- se van evaporando con rapidez fatigosa. Todo lo estable se licua mientras intentamos seguir siendo los mismos. Algo que, por lo visto, ya es casi imposible.
La aparición de un virus impío que desafía al más arrogante, al más devoto, al más escéptico o intransigente; que desata los miedos, que nos declara frágiles, “humano, demasiado humano” (como escribiese un Nietzsche habituado al dolor, la llaga, el quebranto, y seducido de pronto por la vida) nos estampa algo tremendo: nuestra casa dejó de ser un lugar seguro. “Nada nos libra…”, anuncia también la voz de Cerati al recontar otros desastres. Frente a eso, la pulsión de autoconservación lleva a poner a esa vulnerable criatura en el foco. Y aunque no falte quien, presa de la decadencia, no divise pérdidas en el llamado a inmolarse –ecos de Aschenbach, el trágico antihéroe de Thomas Mann que opta por morir de amor y de peste en Venecia- lo natural será aferrarse con uñas y dientes a la existencia. Prácticamente no caben luchas distintas a las que hoy impone la amenazada supervivencia.
Emplazados por la necesidad -eso que nos hace indistinguibles- caben algunas respuestas, a cual más disímil: apelar al estado de naturaleza, a la autofagia, a la satisfacción del instinto más primitivo, al darwinismo social, por ejemplo; o ampliar la mira, descubrir al otro que también nos descubre, recurrir a la solidaridad. Al poner a pelear a Dionisio contra Apolo en medio de estas catástrofes, las cargas no siempre van parejas, sobre todo si la arena de esa pugnacidad está aliñada por el borrado del espacio público y su intercambio, esa razón de ser de la política. Y no habiendo lugares donde juntarnos para hablar, para dilucidar lo común, donde estemos obligados a reconocer el dolor o la urgencia del prójimo -en Venezuela, hace rato que el egoísmo colérico que se pasea en las plazas virtuales desvirtúa el rostro de la polis– es difícil lograr la alineación social de expectativas. Más cuando esas expectativas de pronto se zarandean junto con el contexto, mutan tan bruscamente como el virus, obligándonos incluso a reconsiderar nuestros más indeclinables principios. “Supongo que en la trinchera todos somos keynesianos”, admitió en 2008 el Nobel de Economía y padre de la tesis de las expectativas racionales, Robert Lucas, quien de hecho milita en las antípodas del enfoque intervencionista de Keynes.
Todo sugiere que en las crisis la capacidad de cambio es vital. Pero al mismo tiempo lo es preservar la noción de sociedad, asumiendo que del “cuidado de sí” -Foucault dixit- depende el bienestar del vecino y viceversa; conectados ambos por un hilo de tácita responsabilidad, un movimiento reflexivo, un pacto mínimo de coexistencia. Desde la plaga de Atenas, 430 a.C, pasando por la peste Antonina, 165-180 d.C; la peste negra en el siglo XIV, los estragos del Cólera en el XIX o la gripe española en el XX, cada nueva irrupción de la pandemia supuso un punto de inflexión en la historia de los pueblos: “No lloréis por mí”, profirió Marco Aurelio “el Sabio”, mientras agonizaba: “pensad en la pestilencia y la muerte de tantos otros”.
Son otros los que también me contienen, los que me amenazan y resguardan. En virtud de esa obligante cohabitación que acerca y perturba al mismo tiempo, tocará pensar en cómo la tragedia política local encaja trabas adicionales a la gestión de una emergencia magnificada por la mengua preexistente. He allí donde el cálculo mezquino, el afán non-sancto, el liderazgo sin plasticidad adaptativa ni consciencia del “nos-otros” truecan en odiosa tarasca. Esperar a que, por retruque, la peste y su guadaña logren un cambio político express, creer que el problema podrá resolverse unilateralmente, es no estar leyendo con atención el momento. Nunca como hoy dependemos tanto de los demás; de su juiciosa, enfocada, piadosa presencia.
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