Nuestra humana condición – Fernando Rodríguez

Fernando Rodríguez

Publicado en: El Nacional

Por: Fernando Rodríguez

A la luz de la globalización algunos pensadores subrayaban algunos problemas en el planeta, digamos el peligro de la destrucción nuclear o el cambio climático, que podían amenazar la totalidad de la humanidad y las consecuencias morales y políticas que esto acarreaba, entre otras cosas la de sentirnos miembros de una sola especie y no franceses o etíopes, ricos o pobres, judíos o islamitas… Recuerdo que Norberto Bobbio fue de los primeros en detectar esta particularidad.

Pero creo que nadie imaginó un escenario más siniestro y teatral como el que estamos viviendo con el coronavirus. Un genio maligno invisible que ha homogeneizado el planeta y, entre lavarnos las manos innúmeras veces y no tocarnos el rostro, nos obliga, la polución comunicacional mediante, a preguntarnos por la condición humana, nuestras realidades y límites, a hacer un poco de metafísica (quiénes somos, de dónde venimos y hacia adónde vamos) que en general tan poco se practica explícitamente. Por ejemplo, Vargas Llosa, hace muy poco, limitaba el fenómeno que en unas pocas semanas creía que sería intrascendente noticia y pensaba que aquello que nos consternaba era la impúdica presencia de la muerte que este mostraba, y que él decía no temer porque sin ella la vida no sería preciosa y única sino reiterativa y aburrida. Valga como ejemplo.

Yo quisiera, perdón señores diría Machado, hacer una pequeña reflexión personal sobre esa área sin fronteras ni criterios epistémicos sólidos. Tengo 77 años y algunos males físicos por ahora manejables (diábetes, hipertensión, pasado de fumador empedernido…), pero dicho sea de paso que me ponen en primera línea de los vulnerables al virus. En esos ya largos años, soy de la generación del 58 más o menos, no recuerdo haber vivido en un país tan espantoso como el que vivo, es más, no recuerdo siquiera haberlo imaginado tal cual es. Baste pensar en los 5 millones de migrantes y en la destrucción de casi todo lo destruible, hasta los servicios más primarios, transporte o electricidad… Y como quiera que la saña de la dictadura ha sido particularmente cruel con los profesores universitarios, mi vida que creía mal que bien asegurada por mi modesta jubilación, se ha convertido en muy pobre y angustiosa. Para colmo de males soy filósofo, que como se entenderá tienen un muy paupérrimo mercado de trabajo. Mi vida pasada la recuerdo limitada económicamente pero daba para una beca, un viajecito ocasional, un Volkswagen, un güisqui de 8 años, la educación de los hijos,  y un satisfactorio seguro de salud. ¿Qué más pues? Una vejez angustiosa, lo menos que se puede decir. Me salvan  los libros, la escritura, amores ciertos y los pocos amigos que van quedando.

Pero si levanto la vista al mundo lo que veo es aterrador también. Lo del cambio climático, a lo que yo nunca le puse demasiada atención, no es ya una amenaza futurista sino una presencia ahí a la vuelta de la esquina. Inundaciones y sequías, mares que se comen la tierra, icebergs que se derriten, climas enloquecidos otrora tan puntuales… Por ahí se oyen cifras y eventos espeluznantes.

La cuestiones sociales y políticas tienen alguna mejoría, los índices de pobreza global por ejemplo. Pero siguen siendo inhumanos, 800 millones de desnutridos, y han surgido otras formas de desigualdad no menos conflictivas. Ciudades ricas y pobres se llenan de violencia. El nazismo renace. Hay países que se mueren, por guerra y hambre. El socialismo llamado real se fue a los infiernos. Pero el liberalismo, el “fin de la historia” no ofrece realidades convincentes y mucho menos ideales y eticidad.

Y ahora este virus viene a sembrar el pánico y a convertirnos en fugitivos aterrados por un fantasma microscópico y letal. Que se come no solo a los humanos sino a las milmillonarias bolsas y los emporios económicos y tecnológicos de punta. Paisaje jamás visto.

Vaya vejez que algún día nos vendió premoniciones de cierta paz para regodearnos en algunos recuerdos y mirar con serenidad la vida, antes de irnos a la nada y el olvido. No se nos pida, hombres de ese tiempo, consideraciones con nuestra “naturaleza”. Acaso solo valga aquel consejo el sabio Montaigne de no amar demasiado la vida para no temer en exceso la muerte.

 

 

 

 

 

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