Publicado en: El Universal
A sabiendas de que sin unidad opositora (lo más ancha, inclusiva y plural posible) luce cuesta arriba enfrentar el autoritarismo imperante en Venezuela, habrá que recordar que el nervio de toda asociación estriba en blindar cierta afinidad, cierto consenso básico entre sus miembros. Hablamos de una visión compartida, una disposición a comunicarse y cooperar que, gracias a su permanencia en el tiempo, genera conexiones más acabadas: la identificación con saberes, creencias y pautas comunes de conducta. Una cultura, en fin, que funda el “nosotros” y lo distingue.
A la luz de esa certeza, es bueno mirar las movidas a las que apelaron líderes democráticos para concretar avances a favor de ese “nosotros”; ver cómo la habilidad estratégica para aterrizar expectativas, convencer a los no convencidos y moderar al exaltado, resultó aliño clave en medio del salto político. Es el caso de Sudáfrica. Tras 27 años de cárcel, Mandela -primero, un joven incurso en planes terroristas, jefe del MK; luego, un político de excepción- entendió que su mayor problema vivía embutido dentro de sus filas: ese pétreo convencimiento de que las políticas subversivas que alentaban sectores extremos eran la vía para acabar con el apartheid (eso incluía el exterminio de los afrikáners, la “supremacía blanca”; expresión de un “todo o nada” avivado por el revanchismo, esa furia unificadora tan vigorosa como tóxica).
Combatir esa opinión –parte del nuevo paradigma que exigía la democracia en puertas- fue vital para la negociación. En 1990, consciente de que lejos de ayudar, el desbordamiento de la lucha armada hacía más esquiva la solución y los acercaba a la guerra civil, Mandela instó al Congreso Nacional Africano a abandonar posturas radicales: eso suponía la renuncia a la violencia y consecuente ruptura con el Partido Comunista.
El deslinde del extremismo, así como la destreza para persuadir a sus compañeros del CNA acerca de la necesidad de convertir una coalición de grupos radicales en partido dispuesto a compartir gobierno (“cooperación antagónica”, dice David Welsh) dio piso al entendimiento con un rival que, fiel a su ortodoxia, apenas asomaba intenciones de reformar el sistema, no desmontarlo; actor del que, sin embargo, no podían prescindir. La tarea, en efecto, habría sido imposible mientras los extremos siguieran estorbando, malogrando acercamientos, atajando todo amago de salida pacífica. Algo similar ocurrió en Chile, en 1986, tras el bumerang del fallido atentado contra Pinochet. En virtud del episodio, cuenta el ex ministro de Estado Enrique Correa, “rompimos todo vínculo con las fuerzas violentas… a partir de allí hubo un cambio sustancial dentro de la oposición”. Una cultura política coherente con la índole de sus impulsores, un “nuevo orden” empezaba así a perfilarse.
Lo anterior invita a revisar lo ocurrido en Venezuela, donde parte de esa coalición opositora otrora impulsada por una visión común -la de que una transición democrática demanda medios cónsonos con sus fines- ha aparecido no sólo fragmentada, sino presa del sex-appeal del radicalismo endógeno. Luego de nadar en el marasmo de las salidas “no convencionales” (recordemos el fiasco del 30A) o intervenciones “quirúrgicas” para el cese de la usurpación, todos delirios incompatibles con las señas del entorno, el viejo-nuevo coco de los extremos reaparece: elecciones. Y con ellas, la hendidura que exhibe dos vistas del conflicto, la de quienes preconizan una ruptura acelerada, unilateral y sin contratos sostenibles, y la de aquellos que -aún con zigzagueos- reconocen el potencial de cambio implícito en el voto, su utilidad para elevar costos de permanencia al régimen.
“Preparémonos para ir a las elecciones que la Constitución dice que hay que hacer, las de la Asamblea Nacional… ¿qué vamos a hacer, nos vamos a quedar sentados?”. Junto con la instalación del comité de postulaciones para renovar CNE, las declaraciones de Ramos Allup caen como sal sobre algunos tajos sangrantes. ¿Implica esto la revisión de los términos de una asociación que retorna sin devaneos al carril electoral? ¿Anuncia esa admisión del hecho político real –Capriles dixit- la recomposición de una alianza que para ser eficaz, exige debilitar a los intransigentes y atraer de nuevo a los resteados con la idea de una unidad diversa, pero ante todo democrática? ¿Se prepara la dirigencia asociada al G4 para un rescate del énfasis en la cooperación amplia, del “nosotros”, del impulso que genera una presión interna sustantiva y enfocada?
En momento de incertidumbre, desacuerdo táctico e infeliz antagonización producto del “divide et impera”, son muchas las dudas surgidas a raíz de esos eventos. Queda esperar a que las condiciones que abren puertas a la democracia -esas que remiten al compromiso firme de los individuos con sus valores y prácticas- sean oportunamente abrazadas. La eventual, milagrosa convergencia debería vivir libre de la bulla, eso sí, de quienes de ningún modo están dispuestos a evolucionar.