Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
La deontología o “ética normativa” es una doctrina especial de la llamada “teoría de la moralidad”, puesta e instrumentalizada por la reflexión del entendimiento abstracto. A pesar de que se trata de un término que encuentra su origen e inspiración en la filosofía clásica griega (deón–ontos–logein quiere decir “estudio de lo necesario”), la filosofía moderno-ilustrada, cuya característica general consiste tanto en la separación de sujeto y objeto como de ser y deber, la transformó en “parte” representativa de su “filosofía práctica” -¡como si todo concepto filosófico, incluso el más preciso y determinado, no lo fuese!-. Una parte, por cierto, dedicada exclusivamente a la presuposición de las obligaciones o deberes morales, una ramificación especial de la ética –éthike– que se ocupa de ‘lo que debería ser’, respecto de una determinada profesión u oficio. Así, pues, se habla, por ejemplo, de una deontología médica o de una deontología jurídica. Su eco reminiscente ha quedado registrado en la institucionalización del harto frecuente “ese es el deber ser”, que la burocracia usa incontinentemente, más que con el propósito, con el afán de diferenciar lo que siempre se hace de lo que, aunque debería hacerse, nunca se hace.
Todo profesional de las ciencias “no exactas” o “blandas”, vive preso por el temor de que sus estudios no puedan llegar a ser considerados más allá de la prescripción hecha y establecida -desde los tiempos de Dilthey- por las llamadas Ciencias del Espíritu. Y es que, según el esquema moderno-ilustrado del estudio científico, existiría, de un lado, un conocimiento de «la práctica», en el cual reside el estudio de la voluntad humana y, por lo tanto, del conocimiento de las leyes de la moralidad de los hombres.
Y, del otro lado, existiría un conocimiento «teórico», depositario del estudio de las funciones del saber de las cosas propiamente dicho. De modo que, cuando se teoriza acerca de los asuntos prácticos, se discurre en el ámbito de la ética, mientras que cuando se teoriza acerca de los asuntos teóricos se hace en el ámbito de la epistemología. Estudiar desde la perspectiva “teórica” significa conocer el fenómeno, mientras que estudiar desde la perspectiva “práctica” significa conocer el noúmeno.
Dos teorías, en consecuencia, nunca correlativas y siempre distintas, paralelas, si se quiere. La una se ocupa del conocimiento fenoménico, de lo tangible; la otra, del conocimiento nouménico, de lo intangible. No se podría hacer teoría moral, en sentido estricto, con el arsenal instrumental de las ciencias duras, como tampoco se podría hacer ciencia dura con las implicaciones propias de la deontología.
El resto sería pecar de confusionismo. Por eso mismo, y sobre todo en los últimos años, los teóricos de la política y de las ciencias sociales han decidido apartarse lo más posible del carácter nouménico del conocimiento y adoptar instrumentos metodológicos “efectivos” y “concretos” -como suelen decir-, que les permitan dar respuestas adecuadas y “realistas” a los denominados fenómenos humanos. El problema es que mientras más se concentran en el afinamiento y pulitura de sus sofisticadísimos métodos de aprehensión de la realidad, mayor se vuelve su aproximación a los fantasmas y demonios que pretenden conjurar, al punto de que su razón instrumental se les convierte en fe. El agua se les chorrea entre los dedos.
Los deontólogos son aquellos que consideran “correcta” una determinada situación en la que la gente sea fiel a sus convicciones morales, siempre y cuando se tome en consideración el que se deba juzgar si es correcto o no lo que pueda ocasionar su inclinación en otras personas, no vaya a ser que estas terminen actuando incorrectamente. Los postulados deontológicos sufren, pues, del mal inverso, y en la medida en que más aplicables aspiran a ser, mayor termina siendo su carácter instrumental, por lo que la fe que predican se termina transformando en racionalidad técnica. Esta vez, los dedos se chorrean entre el agua.
Colocar de un lado las razones deontológicas y del otro la racionalidad técnica tiene, como se podrá observar, sus inconvenientes. La antinomia vive y se alimenta del desgarramiento que propicia la reflexión del entendimiento. Como se sabe, la Universidad Central de Venezuela se debate entre dos opciones, escogencias o “inclinaciones”, que le permitan superar la crisis orgánica dentro de la cual se encuentra, como resultado de los dolorosos “procedimientos” de tortura a los cuales, y desde hace más de veinte años, la viene sometiendo el narcorrégimen terrorista que mantiene secuestrado al país. Y no hará falta insistir en el hecho de que la UCV, junto con el resto de las universidades autónomas, ha resistido los embates del continuo y desproporcionado atropello -interno y externo- del cual ha sido víctima, convirtiéndose en un ejemplo de lucha y dignidad por la democracia y la autonomía, pero disminuyendo sensiblemente sus fuerzas y defensas hasta llevarla al colapso, que es lo que se persigue.
Hoy la UCV vive presa en las antinomias que ella misma, sin saberlo, ha promovido, sustentado en el populismo clientelar que auspició por décadas y en una concepción manipulada por los criterios de demarcación positivistas que, por cierto, presuponen la separación de fenómeno y noúmeno, de “plano normativo” y “realidad fáctica”.
Lea también: “¿Existen dos UCV?“, de José Rafael Herrera