Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
La televisión cerrada, que a diferencia de otros géneros sí está pasando por una revolución, se ha vuelto proclive a los giros truculentos. Sus antepasados más obvios son el cine argumental y la literatura, aunque también cuenta la propia televisión comercial que aquí y allá tuvo producciones muy valiosas. La truculencia de la nueva televisión se deriva tal vez de la inseguridad que produce en sus creadores el novedoso terreno que pisan. Digamos que es raro que una serie nos cuente la vida tal cual es, centrándose en personas con las que nos gustaría tomarnos un café. Por el contrario, están llenas de psicópatas y de gente a la que uno le huiría no ya a la hora del café, sino en la calle.
Los ejemplos abundan. Por carencia de espacio, mencionaré apenas unos pocos. De más está decir que, pese a que Los Soprano es una obra maestra, uno no querría cruzarse con un Tony Soprano jamás de los jamases. Y vaya que vivir en los bajos fondos de Baltimore, donde viven los personajes de The Wire, sería una calamidad. Los personajes de El irlandés, la fallida película para cine y televisión de Scorsese, son más torcidos que un gancho de pelo. Pero incluso un personaje más normal en principio, como Walter White, el profesor de química protagonista de Breaking Bad, adquiere vida narrativa cuando le diagnostican un cáncer de pulmón inoperable y decide vender anfetaminas. Big Little Lies, por su parte, se centra en la vida de Monterrey, una comunidad de la costa norte de California, muy interesante per se. Celeste y Madeline viven allí, y Jane acaba de mudarse. Es una madre soltera que busca mejor vida. Celeste es una exabogada que actualmente ejerce de ama de casa con dos hijos gemelos. Su esposo, Perry, es hombre de negocios que viaja mucho por trabajo. La relación hacia afuera parece perfecta, aunque esconde muchos secretos. Sin embargo, el guionista sintió la necesidad de poner a Perry a morir en un asesinato casi inverosímil. ¿Por qué? Supone uno que fue para dar “verdadero interés” a la trama, algo claramente innecesario y fastidioso.
En la literatura también se ha recurrido muchas veces al giro truculento. Sin embargo, lentamente entraron en ella las personas normales a las que primero les pasaban cosas anormales —los suicidios de Ana Karenina y Emma Bovary— y más adelante abundaron los personajes que uno podría encontrarse en cualquier parte. La muerte y el asesinato, que nunca faltaron, tendieron a pasarse a la literatura policíaca y a los thrillers. Algo queda de ciencia ficción, pero en literatura es un género claramente subordinado.
Por eso me atrevo a apostar que en adelante veremos más series de televisión como El método Kominsky, de la cual Netflix lanzó hace poco la segunda temporada con un éxito notable. Síntesis apretadísima: dos viejos amigos, Sandy Kominsky y Norman Newlander —representados por Michael Douglas, de 75 años, y Alan Arkin, de 85—, viven el desenlace de sus vidas. Sandy es un profesor de actuación que alguna vez tuvo sus 15 minutos de fama, y Norman es su antiguo, rico y ahora viudo agente. Abundan los parlamentos formidablemente bien escritos. Lo esencial, sin embargo, es la falta de truculencia. Son dos abuelitos que ya querría uno conocer en alguna torcedura del camino. No ponerlos a matar a nadie ofrece la posibilidad de explorar sin perturbaciones temas eternos, como la amistad, el amor, las frustraciones profesionales y, en general, la vida que nos afecta todos los días.
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