Publicado en: El Universal
Todo fluye, todo está en movimiento, nada dura eternamente… en los mismos ríos entramos y no entramos, somos y no somos”. Así se expresa Heráclito, “el oscuro” de Efeso, filósofo melancólico y poético. Como el fuego, decía, el mundo está sometido a la tiranía del movimiento perpetuo, una movilidad que refleja la lucha entre opuestos, esa misma dinámica contradicción (antinomia, matizaba luego Spengler) que está en el corazón de todas las cosas.
“Panta rei”, reescribe Platón, en su afán de descifrar al oscuro. La realidad es cambio, es manifestación de un logos impulsando la transformación y eventual identidad de los contrarios; casi un anticipo de la idea de la puja dialéctica. El universo está sometido así a un proceso eterno de nacimiento y destrucción, y sobre la base de esa fluctuación cabe calcular lo calculable.
Todo fluye, nada permanece. La frase retumba con especial gravedad en días en que el mundo da cuenta de esa ininterrumpida agitación. Sin ir lejos, el rostro político-social que Latinoamérica exhibía a principios de año en nada se concilia con el brusco guiño que hoy nos lanza. Hablamos de Chile, la rabiosa fractura del espejismo de estabilidad inconmovible; la encendida protesta en Ecuador contra el alza del combustible; la ratificación de un inconstitucional cuarto mandato para Morales en Bolivia, en medio de reclamos de fraude por parte de actores resteados con la lucha electoral. Los “tiempos recios” en Perú, el barranco en Honduras. En Colombia, la pérdida de apoyos del extremismo uribista y el fortalecimiento del centro, o la vuelta del peronismo a Argentina gracias al triunfo de la dupla Fernández-Kirchner. Cambios, por un lado, no sólo decisivos para las dinámicas de esos países, sino que presagian reordenamientos de equilibrios regionales que, ligados al posible debilitamiento del Grupo de Lima, llegan también para sacudir paradigmas entre la oposición venezolana.
Todo está en movimiento, nada dura eternamente. Un axioma vital en política -terreno cuya naturaleza está intrínsecamente asociada a la tensión entre opuestos que preconiza Heráclito- resuena para empujarnos fuera de la precaria zona de confort. Frente a la “bête noire” de un autoritarismo en constante proceso de adaptación a los cuerazos del hábitat, la estrategia que induce a desplazar el locus de control a manos resbalosas como las de la comunidad internacional, no parece tener asegurada una vida eficiente. El barrunto aplica a casos donde la planificación elude el conteo de cañones, la medición serena de la urgencia, la gestión directa de recursos: pues la aspiración que no se amarra a la posibilidad de realizarse, lleva el signo de la extinción temprana.
Lo permanente es el cambio, “todo es devenir”. Se trata de la lucha entre lo estable y lo nuevo, entre la inercia y las fuerzas que la desafían y generan el caos amenazando al viejo orden. Son reglas, de paso, que prevalecen en esta “sociedad líquida” que según Bauman ha ido conjurando todos los referentes sólidos a los que antes nos aferrábamos, a fin de sustituirlos por lo volátil, la incertidumbre, lo instantáneo. Partir de esa premisa en épocas de globalización, vértigo comunicacional y lógica 2.0, es indispensable. No en balde los líderes, antes seres inabordables, ahora se ven obligados a descalzarse para descender del Olimpo y encarar en tiempo real las resultas de sus movidas. En atención a eso, un Sebastián Piñera en Chile pide perdón por el error acumulado, o un Lenín Moreno en Ecuador reconsidera una medida que desató ardores. La opción de ignorarse a sí mismos, de recluirse en su propia “habitación del pánico” cuando se equivocaban, ya no es tan factible.
Con más razón, ese fluir constante de las condiciones exige un liderazgo que no sea ejercido de forma improvisada. Uno capaz de identificar mástiles a los cuales atarse cuando el canto de las sirenas anime al suicidio o que, ante el vacío recurrente de una política, entienda que flexibilizarse es avío esencial para avanzar. He allí donde una oposición negada a alterar mantras topa con su mayor falencia. La insistencia en asignar el peso de la decisión sobre nuestro futuro a factores que no controlamos sigue causando estragos, como también los causa creer que hacer mucho pero sin ningún sentido estratégico sustituirá a la acción enfocada, contundente, bien armada, pensada de principio a fin. Eso que arrima al aprovechamiento de zonas de oportunidad que contribuyan a erosionar el poder del Gran Otro.
¿Que pasará de despacharse la presión del cambio ineludible? Cabría recordar, claro, que el riesgo de no adaptarse es desaparecer. Las encuestas reflejando la dilución de expectativas en torno a la capacidad del liderazgo criollo para impulsar transformaciones, alertan como un codazo. Revivir errores como la abstención, por ejemplo, robaría ocasión preciosa para rearmar la potencia que ha sido descuidada, y que en el marco de estos reacomodos podría servir de río en el cual volver a entrar, sin ser ya los mismos.
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