Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
Se han vuelto comunes los artículos y columnas que sugieren que el periodismo está herido de muerte, que la gente solo quiere acceso gratuito y que la posverdad se tragó al mundo. No cabe duda de que en política han venido prosperando los mentirosos y que una sociedad que no financie y respalde, de un modo u otro, la información veraz y las reflexiones de fondo, va a tener problemas muy graves hacia adelante. ¿Permitirán los ciudadanos que los periodistas y los medios se mueran de hambre o que sean todos comprados por los ricos? Ese es el dilema central.
Uno se pregunta legítimamente: ¿qué tan definitivo es todo lo nuevo en estas materias? Sí, sí, ya sé que el futurismo es una forma perniciosa de turismo, pero los apocalípticos del ambiente están jugados en su amplia mayoría a favor del catastrofismo pesimista. A mí, en cambio, este catastrofismo no me cuadra, le encuentro incoherencias y recuerdo que la humanidad muchas veces ha demostrado que los profetas, en particular los apocalípticos, estaban equivocados.
Sería raro, por decir lo menos, que la inmensa inversión que tantas sociedades contemporáneas han hecho en educación desembocara en unas hordas crédulas, sumisas y fácilmente manipulables. Sí, hasta ahora la credulidad ha ido ganando batallas, pero eso depende en gran parte de que los crédulos todavía no han vivido sino un fragmento de las consecuencias de las mentiras.
Yo, que he caído en varias celadas que me tendieron en las redes y en WhatsApp, sé que ante la novedad, no ya de los contenidos, sino de las formas, es fácil dar por cierto algo que luego resulta mentira, sobre todo cuando ese algo contiene algún componente escandaloso que les habla con facilidad a los prejuicios confesos o secretos que uno alberga. La pregunta que importa, sin embargo, es si me van a hacer la papindó dos, tres, cinco, catorce u 80 veces. Algo me dice que a partir de un determinado momento incluso el más crédulo de los seres humanos va a empezar a dudar. Y si la mayoría duda, la mentira muere antes de propagarse.
Alguien forjó alguna vez (en inglés) una metáfora que habla de la “franja lunática”, es decir, los locos del paseo. Es casi seguro que esos siempre existirán, como hay gente que, si tiene acceso a armas de alto poder, entrará en un recinto y matará a docenas de personas antes que le peguen un tiro o lo arresten. Sin embargo, no basta con convencer a esta franja lunática de que algo es cierto para que el fuego se extienda por la pradera. Si la gente corriente, con algo de sentido común y una cierta capacidad de discernimiento, no cae, las mentiras perderán gran parte de su fuerza destructiva. Hasta podrían volverse irrelevantes.
Piénsese en el mitómano mayor de la actualidad, en el más potente usuario de la mentira que hoy tiene poder en el mundo. Me dirán, con razón, que Donald Trump está lejos de ser el único y que los de la rivera opuesta, los extremistas de izquierda, también mienten sin rubor. Cierto, pero con don Peluquín se juega el partido más dramático. Ya veremos el año entrante si el hombre se impone y sale reelegido o no. Por lo que uno va viendo, y pese a que el informe de Robert Mueller no halló contubernio con Rusia, Trump la va a tener difícil. Caído él – si cae –, la mentira sufriría una paliza importante. De paliza en paliza podríamos incluso llegar a un territorio en el que prevalezca la verdad. Yo le apuesto a eso. De veras.
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