Publicado en: El Nacional
Por: Tulio Hernández
No se puede entender nada de lo que hoy ocurre en nuestro país si no se coloca como variable principal el hecho de que en la historia de Venezuela como república independiente, desde 1930, primer gobierno de Páez, hasta 1999, llegada de Hugo Chávez al poder, 126 años han sido de gobiernos militares y solo 44 de gobiernos presididos por civiles; de los cuales 2, el de José María Vargas y el de Rómulo Gallegos, no pudieron culminar precisamente a causa de asonadas militares que los derrocaron.
A lo que habría que agregarle que estamos colocando dentro de los gobiernos presididos por civiles los tres años de Rómulo Betancourt, entre 1945 y 1948, período conocido por los historiadores como el Trienio, pero no podemos olvidar que Betancourt había llegado a la presidencia no por elecciones, sino en hombros de otra asonada militar conducida por los mismos oficiales, Marcos Pérez Jiménez entre ellos, que años después, en 1948, le asestarían un golpe de Estado fulminante a Rómulo Gallegos, el primer presidente electo democráticamente por votación directa y universal.
La llegada de Chávez al poder, a pesar de que lo hace por vía electoral, luego del fallido intento de golpe de Estado de 1992, a partir de la Constitución de 1999 representa el regreso de los militares al poder, por lo que al momento de su muerte la cifra suma 139 años de gobiernos presididos por militares y 44 años por civiles. Lo que significa que, aproximadamente, por cada 4 años de historia republicana transcurrida, 3 son de gobiernos militares y solo 1 de civiles.
Pero no basta con esta cifra a secas. Para entender el peso de la tradición militarista en Venezuela, hay que recordar el hecho de que la naciente democracia de 1958, recién salida de la bota militar tuvo que sobrevivir, uno tras otro, a tres intentos de golpe de Estado. El primero conducido por el general Pedro Estrada, en 1958, tratando de reponer al dictador recién depuesto. El segundo, por militares de filiación comunista, el Porteñazo. Uno de los más sangrientos de nuestra historia. Y, el tercero, igual asociado a la insurrección de izquierda marxista, conocido como el Carupanazo.
Es cierto que para este momento comenzaba a perfilarse un nuevo tipo de militar, más apegado al respeto a la Constitución, pero la sola ocurrencia de estos golpes delataba un comportamiento, vamos a llamarlo estructural, una continuidad de la sedición sólidamente instalada en la cultura política de los militares que va a tener consecuencias y continuidad directa en el golpe de Estado y el proyecto político militarista que conduciría años después Hugo Chávez.
Los que parece inocultable, y es la tesis que desarrolla magistralmente Thays Peñalver en su libro La conspiración de los 12 golpes, es que desde que murió Gómez, y con él los viejos caudillos militares que habían azotado a Venezuela desde el siglo XIX, cuando se creó un aparato militar profesionalizado y con formación académica, en apariencia moderno, en las Fuerzas Armadas venezolanas se fue tejiendo una red secuencial de logias conspiradoras cuya actividad se fue concatenando una tras otra, en la planificación de sucesivos golpes de Estado, en su mayoría derrotados, que concluyeron al final con éxito con la entrada de Chávez al poder.
Peñalver, desarrolla en su libro, que ahora es más valioso aún, un enjundioso esfuerzo de investigación para demostrar que desde los años 1940 cuando se intenta un golpe contra el gobierno del general López Contreras, hasta 1992, cuando ocurren las asonadas febrero y noviembre, y aparece en escena Hugo Chávez y se da inicio al fenómeno conocido como chavismo, se fraguaron por los menos doce intentos de golpes de Estado, en su mayoría o en casi su totalidad conducidos por militares afines a la ideología comunista.
Y ese, el militarismo, la idea siempre presente en nuestra cultura política, compartida a lo largo de la historia por amplios sectores militares y su equivalente de civiles, de que los militares tienen no solo el derecho sino el deber de gobernar la nación sin pasar por elecciones, de que entre sus responsabilidades está salvaguardar el orden que los civiles no somos capaces de mantener, es, ha sido y será, si no logramos los antídotos para hacerla desaparecer, no el único pero sí el gran obstáculo para la construcción de la democracia.
Aquí estamos de nuevo, en este largo calvario, en esta nueva confrontación desgastadora, trágica y dolorosa entre democracia y barbarie, dependiendo no de la voluntad popular a través del voto, sino del momento en que los políticos armados, el alto mando militar, decida si nos ametrallan las esperanzas de una vez por todas o bajan las armas y le dan paso a las elecciones libres.
No toda la institución militar es militarista. Pero la deformación militarista en Venezuela siempre termina decidiendo nuestro destino.
Lea también: “De cómo la maldad se muda de bando“, de Tulio Hernández