Publicado en: El Universal
Ojos inyectados, colmillos filudos y dispuestos a quebrar la contumacia del músculo, a desgarrar hasta el hueso, a catar el borbotón de la sangre. El alacrán en el alma, la adrenalina que fluye anulando la consciencia del riesgo, borrando la capacidad de sentir alguna piedad, todo para asestar el golpe decisivo que invalida a la presa, que la disloca, que la silencia. No hay remordimientos. Así son las arremetidas de la jauría (buen título para una reflexión, me desliza con tino Jean Maninat), la inquina tribal que también destripa la comunicación democrática y que sin duda replica los modos a los que el poder se aferra desde hace varios años.
No es casual, seguramente, aunque sí muy penoso que tales prácticas hayan saltado desde el oscuro cortijo del predador hablante (Freud dixit) para desordenar la lógica del gobierno de uno mismo, la polis íntima en donde reside nuestro apego a lo democrático. Apenas nostalgia, a veces: es mucho el tiempo bregando con el trapiche de odios del Gran Otro, el de la venganza que los necios trasmutaron en justicia, las taras del resentimiento más pedestre, hueco negro que traga y traga y jamás, jamás se sacia.
Así que la invitación a transitar las calles del mundo 2.0 (allí donde un país privado de ágoras acude con la ilusión de cazar debates que el mismo temple del medio elude) no se libra del tóxico combo de marras. Fruto de ese forcejeo entre el deseo inconsciente y la barrera de la defensa que complica la gestión emocional, además, de esa ruptura dialógica entre el ser y el parecer, la política venezolana y su neurosis encuentran en la virtualidad y sus máscaras un domicilio perfecto. No hay acá contención cierta: el de la libertad –sujeción es un protocolo elástico, cuyos límites resuelve el individuo consigo mismo. Es el recinto de la opinión sin policías de pensamiento ni traílla moral… ¡vaya paraíso! Quizás de allí la idea –no carente de sentido– de que las redes habilitan una real praxis democrática, una amplia participación ciudadana. Y en efecto, así sería siempre que se recordase que la democracia implica también responsabilizarse del otro tanto o más que de uno; un otro sin cuyo compromiso sería imposible concebir la política, ese espacio de trámite para el hablar y actuar juntos.
Pero la premisa se olvida cuando la puerta del corral se abre. Y al vivir aturdidos por la inversión de valores que el mismo autoritarismo ha patrocinado en su afán por reproducirse, se nos antoja lícito, “normal” despellejar a quien es lo bastante temerario como para expresar una opinión adversa. ¡Ah! Y una vez deshecho, reinventado a discreción, encima se pide al herido “tolerancia a la crítica” (“Tírenle piedra a Gení/ tírenle piedra a Gení/ hecha está para aguantar/ ella está para escupir/ se entrega no importa a quien, maldita Gení!”; sobre modernas lapidaciones cantaba también Chico Buarque en “Geni e o Zepelim”). Ni hablar de lo que puede seguir cuando el ataque proviene del líder de la piara opinática: pues infalible, llega la “shitstorm”, el linchamiento frívolo y tumultuario al mejor estilo de “The chase”, la célebre película de Arthur Penn. Se trata de la angurrienta manada de haters haciendo las veces de tribunal colectivo, imbuida de “razones morales” para propinar dentelladas, presta a despedazar y hundir la uña en el tajo sin ápice de indulgencia.
Sobre la patología no hay denominación de origen, claro está. Y con admoniciones seguramente tampoco evitaremos que los efectos del narcisismo y la intolerancia tengan a bien esfumarse en nuestro patio. Pero es justo reparar en el daño que ese desenfreno le está haciendo ahora mismo al logos, a la verdad que sólo surge con el diálogo, tal como advierte Hannah Arendt; un daño que entorpece la convergencia de voluntades necesaria para cruzar este complejo tramo de nuestra historia.
Allí está el lenguaje, también degradado por la violencia simbólica –que viaja desde la zumbona cizaña al mordisco más prosaico– malogrando la tarea del ciudadano, que no es otra que la de reconquistar su verdadera condición política… ¿cómo superar la sentina semántica, la embestida caótica de la turba, la gravosa espiral del silencio, el brote de la “barbarie interior” boicoteando la posibilidad de coincidir en una ruta común de acción? ¿Cómo asociarnos si la siembra de sospecha mutua se hace gimnasia regular, si nos acechamos y nos odiamos “libre y democráticamente”?
Por fortuna, vemos en la insurgencia de un nuevo liderazgo otras señales: inclusión, serenidad, contención, disposición a construir agendas comunes y consensos estructurales, lo opuesto a la opresión. Habrá que apostar también a ese modelaje que se aleja resueltamente del que Chávez y su petrificado dogmatismo, su “banco de ira” o su talento para el bullying dejó como patrimonio a los extremistas de toda traza. “Mírense en ese espejo”, cabría recomendar a algunos. Es hora de evolucionar. Piel y corazones dan fe de los desgarros que otras brutales jaurías nos encajaron. Ya basta.
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