Afuera la temperatura marca 31 grados. Las gotas de sudor hacen que la chaqueta se pegue a la franela y la franela a la piel. No hay manera de evitarlo. “Hay que apagar el aire para rendir la gasolina”, dijo quien nos llevaba a un viaje que había iniciado a las 10 de la mañana del día anterior desde Caracas, pero que debió hacer una escala de emergencia 12 horas después en San Carlos, Cojedes, pues la intransigencia en el poder había bloqueado un túnel, dos peajes y la entrada a un poblado.
Eran las 7 am del día siguiente. Nuestra camioneta venía equipada con un bidón de 20 litros cargado en Caracas por 20 mil bolívares. Era el activo más valioso. Intocable.
Discutimos la ruta a seguir con los conductores de otros 2 carros que nos acompañaban en esa misma carretera.
“Ese señor fue gobernador y dice que puede conseguirnos gasolina”, señaló uno de ellos.
Estábamos en Barinas. La escultura de un chigüire era el punto de referencia para llegar a la estación de servicio donde haríamos nuestro nuevo acto de corrupción light.
“Son 5 mil en efectivo cada bidón “, advirtió nuestro hombre contacto en la gasolinera. Pero nosotros no teníamos ese dinero.
-“Tengo 5 dólares. Pregúntale si acepta eso por dos carros”, propuse.
-“Dale, niña que por un dólar se van a pelear entre ellos”, me respondió uno de los que hacía el enlace entre el político y el bombero.
Era la primera vez que veía una gasolinera con rejas. Como una suerte de prisión. Pero más adelante me daría cuenta de que la postal es más común de lo que imaginaba.
Dentro de la estación, 3 militares ordenaban la fila. Afuera, bordeando 2 cuadras, los autos daban la impresión de que el lugar hubiese quedado estancado en los 90. Broncos del año 92. Wagoneer del 86. Caribes de ni idea cuál edición y otros modelos que ya no recuerdo. Pero casi todos eran viejos. Con la pintura agrietada y desteñida por el sol. Y ahí estaban compartiendo la misma fila con unas pocas camionetas modernas. Las más costosas.
Nos hicieron una seña, pasamos por encima de quienes aguardaban desde la noche anterior y, en un tris, teníamos surtidos los tanques. Lo habíamos logrado y ya podíamos continuar.
Apenas una hora y media después, en Socopó, también Barinas, uno de los choferes de los carros que compartían nuestro periplo advirtió: “Tenemos un problema. Creo que la gasolina está mezclada con algo. El carro tiene una falla. Vamos a limpiar los inyectores”, nos explicó.
Pero a nuestra camioneta nada le ocurría, así que tras esperarlos unos minutos, preferimos continuar nuestro rumbo por una vía que cada 5 kilómetros nos mostraba las postales más amargas de la pobreza Un paisaje seco. Repleto de huecos que retaban a nuestros amortiguadores. De niños con el cabello color de ese naranja que deja al descubierto el hambre. La sequía había acabado con lo verde. Todo era negro, arrasado por el sol y, de repente, se levantaban unos vibrantes araguaneyes como queriendo dar una cachetada a mis prejuicios.
Casi llegando a Táchira, de nuevo, irrumpían en el paisaje las estaciones de servicio. Otra vez, enrejadas y con hileras de kilómetros con autos estacionados esperando combustible en el país con las reservas petroleras más grandes del mundo. También las había desiertas. Con las mangueras cruzadas.
Las filas en Táchira son comparables a las del paro petrolero de 2002. Tanto, que algunos vehículos estaban solos. Estacionados esperando quien sabe cuándo llegaría la gasolina. Tantas veces había escuchado la tragedia, pero no era lo mismo oirla que verla. Jamás.
Llegamos a nuestro destino, Peribeca. A unos 20 minutos de San Cristóbal. En cuanto nos instalamos en la posada, el propietario nos hizo la pregunta de rigor.
-“¿Cómo van a hacer con la gasolina? ” .
– “Tenemos un bidón”, respondimos.
“Y estamos dispuestas a pagar lo que sea para regresar a Caracas sin problemas”.
Nuestro guía en Táchira hizo las diligencias necesarias para conseguir ese combustible por el que en 1989 se desató una histeria social.
Por 8 dólares, llenó el tanque de 60 litros de la camioneta en la que viajábamos.
Durante nuestra estadía en Táchira, contratamos un taxista a quien, desde Caracas, debimos pagarle por adelantado 250 mil bolívares diarios, para que tuviera la gasolina necesaria para llevarnos a recorrer los pasos fronterizos que el 23 de febrero serían escenario de crueldad.
Se acabó.
De regreso, confiábamos en nuestro inventario, pero ya Barinas adentro, empezamos a preocuparnos.
“Vamos a pararnos en cualquier cauchera en la vía. Nosotras no sabemos poner la gasolina del bidón. En esos sitios siempre hay quien sabe cómo hacerlo”, dije.
Así fue.
El precio por el “favor” fue una arepa y una malta por 6 mil bolívares.
No en vano, esos 20 litros del bidón no alcanzarían para mucho. En Portuguesa, el tablero reflejaba la advertencia.
“Nos vamos a quedar sin gasolina y no hay ninguna bomba abierta. Hay que meterse en uno de estos pueblos”, anunció la conductora.
Ospino, Portuguesa. 3 estaciones cerradas, pero en una de ellas, vimos como repentinamente alguien salió de la nada agitando los brazos.
– “Ustedes saben que la gasolina no vale nada y lo que yo gano tampoco…”, dijo el bombero.
– “Resume, por favor, dinos cuánto es. Solo queremos salir de aquí “, lo interumpí de manera grosera.
-“Bueno. Usted sabe que aquí no se trabaja los domingos, pero yo vengo y pongo gasolina para que la gente me ayude a comer”, respondió.
– “Dime cuánto es ¿o voy y te compro algo? Dime, por favor que se va a hacer de noche y no quiero andar en carretera a esa hora. Necesitamos salir de aquí ya”, le interrumpí otra vez.
– “Aunque sea denme para comprar un paquete de arroz”.
Y así lo hicimos. Una vez más sin billetes, debimos batallar con la señal de teléfono para transferirle 10 mil bolívares al hombre que nos acaba de pedir comida a cambio de garantizar que pudiéramos seguir adelante. Con gasolina. Sí. La gasolina más barata del planeta. Esa que otras naciones disfrutan gracias a la fracción de Venezuela que se regodea exclamando que es el país con las reservas probadas de petróleo más grandes del mundo. La fracción de Venezuela que hoy nos hace delinquir para vender o comprar gasolina- o peor aún- mendigar por esa misma gasolina
Lea también: “Lo que me llevo de las horas más hostiles en San Antonio del Táchira“, de Adriana Núñez Rabascall