Por: Asdrúbal Aguiar
En mi discurso de ingreso a la Real Academia Hispanoamericana (2014) traté el tema de las relaciones entre los militares y los civiles en Venezuela, al objeto de describir las desviaciones militaristas y pretorianas, de origen bolivariano, que nutren a nuestra historia. Y que sólo han podido conjurarse en democracia bajo liderazgos conscientes y responsables, con auctoritas, hábiles para sostener los equilibrios y con ello asegurar nuestra gobernabilidad.
Al tiempo de subordinación militar al poder civil que marcan la emancipación y la Primera República, entre 1810 y 1812, le sigue el dominio pleno de las espadas, entre 1813 y 1830. A este le pone fin, transitoriamente, un militar civilista – aun cuando sorprenda esto – como José Antonio Páez, hasta que el amago de un ritornelo se hace gráfico durante el choque entre el presidente José María Vargas – la patria es del hombre justo – y el coronel Pedro Carujo, para quien la patria es heredad de los valientes.
El restablecimiento del dominio militar durante los gobiernos de los hermanos Monagas, apuntalado por los subalternos de Bolívar y en plenitud a partir de 1857, no lo logra enervar el golpe cívico-militar del 18 de octubre de 1945, dada la inmadurez revolucionaria de los civiles de entonces, quienes pretenden el corte constitucional en seco de toda influencia castrense sobre los destinos de la república. Olvidan que los “chopos de piedra” – “en su mayoría civiles disfrazados de generales o coroneles”, como lo recuerda Andrés Eloy Blanco en su Navegación de altura (1942) – se hacen soldados de academia bajo los gobiernos de los generales Eleazar López Contreras e Isaías Medina Angarita. Incluso, alcanzan a formarse en el extranjero, como Carlos Delgado Chalbaud y Marcos Pérez Jiménez.
No por azar, en mi columna precedente –“La obligación humanitaria de los ciudadanos de uniforme”– cito al académico Edgar Sanabria, presidente de la Junta de Gobierno de 1958, quien le hace saber a los venezolanos y a los padres del Pacto de Punto Fijo, autores de la república civil que fenece en 1999, lo que encuentra y urge resolver: “que esos dos mundos ficticios que interesadamente se habían creado [el civil y el militar] dieran paso a una sola comunidad de venezolanos unidos por la aspiración igual de encauzar la República”.
Veníamos del tiempo de mayor influencia de los militares profesionales, cuando Pérez Jiménez les encarga, a la luz de su Nuevo Ideal Nacional, ser los activadores del desarrollo y la modernización del territorio. Se refuerza, así, el icónico papel que el positivismo doméstico asigna al gendarme necesario, constante en la obra de Laureano Vallenilla Lanz, Cesarismo Democrático (1919).
Ávidos lectores de nuestra historia, expertos en palpar la naturaleza de nuestra gente, haber madurado como líderes civiles durante épocas de férreo dominio militar, como hoy le ocurre a la generación de 2007, Rómulo Betancourt y Rafael Caldera combaten la tesis fatal de Vallenilla; pero entienden, sobre todo el primero, por experiencia en carne propia que comparte con su compañero Rómulo Gallegos, que no hay solución posible al dilema venezolano sin una transacción con su herencia épica.
De modo que, el mismo Caldera, Jóvito Villalba: víctima y testigo de 1952, Arturo Uslar Pietri: testigo y víctima de 1945, entre otros tantos, fijan constitucionalmente, a partir de 1961, la subordinación de los militares al poder civil en cabeza del jefe del Estado, como Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, y su carácter no deliberante; no porque fuesen eunucos sus miembros para lo sucesivo, antes bien, por considerárselos “garantes” – suerte de árbitros – de nuestra estabilidad institucional y en el marco de una abstención recíproca: los civiles a lo suyo y los militares, en unidad y cooperación con éstos, a lo que les corresponde.
Que una claque corrupta y narco-criminal deshonre el uniforme, corrompida por un compañero felón ya fallecido, en nada autoriza las generalizaciones. Que haya sido destruida la institucionalidad militar por aquélla, devolviendo las páginas al punto en que dominan los gamonales, mal predica que oficiales generales, superiores y subalternos, no tengan voz y espacio legítimos en el mapa del porvenir. Están constitucionalmente tutelados desde 1999, que les permite ser deliberantes sin militancia y actores del desarrollo nacional.
Están tan desnudos como los civiles de unidad institucional, es verdad. Los partidos de estos han sido ilegalizados. Todos a uno, ahora, permanecen atados en lo ciudadano, a través de sus familias, en el dolor compartido, en el deseo por una Venezuela decente distinta de la actual.
A los primeros les cuesta más, pues al igual que los civiles terminan entre rejas o en las tumbas y a diferencia de estos son presas de una disciplina que mal se la entiende desde la plaza disoluta de la protesta ciudadana.
Habrá ingreso posible a la Venezuela del siglo XXI y el inicio de su forja está a la vuelta de la esquina. Mas lo importante es, para que haya gobernabilidad en la transición y después, que cada sector evite asumir frente al otro el papel de perdona vida. Uno y otro son piernas y manos de la nación, indispensables para que se levante de su lecho de agonía.
Sólo falta que los compatriotas de corbata precisen y aclaren dónde y en que espacios corresponde actuar a quienes monopolizan las armas. Un ciudadano militar, a diferencia del civil sin uniforme, le entrega a la patria su vida, para toda la vida.
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