Publicado en: Prodavinci
Nunca había escuchado tantos disparos. Eran ráfagas interminables. Resultaba imposible distinguir si eran bombas lacrimógenas o perdigones. Sólo quedaba correr, y a mí siempre se me ha dado muy bien. Ni siquiera vi sus caras. Sólo escuché las motos y los disparos. Secos. Como los describen quienes quieren demostrar que saben de armas. “¡Llegaron los colectivos!”. No hacía falta que lo advirtieran.
Allí estaba yo, huyendo en una ciudad desconocida, buscando un cruce que diera lugar al escape. Y de repente, ese terreno solo. En ruinas. Con paredes de bloques a medio pintar y a punto de derrumbarse. Otras 15 personas escogieron el mismo lugar. Apretujadas detrás de uno de esos muros. Entre enredaderas espinosas, restos de cerámica y de tejados. Todos en el suelo. Y en la calle, los gritos y los disparos. Una y otra vez. “Vienen para acá. Se van a meter”, lloraba una mujer a mi lado. Yo le rogaba silencio. “¡Cállese, por favor. Cállese, que se van a dar cuenta de que estamos aquí!”. Al otro lado, un hombre de unos 50 años le avisaba a su familia por teléfono lo que pasaba. Pero yo seguía insistiendo en que el silencio sería nuestro único salvador. “¡Coño, cállese. Quédese quieto. Lo van a ver!”. Era la versión de mí con la cabeza más fría que jamás había tenido.
En la pared trasera, desde una casa humilde, un muchacho y una señora me llamaban: “¡Periodista, periodista, véngase para acá! ¡Salte y entre a mi casa!”. Siempre he sido torpe, así que le pedí a otras dos reporteras que me acompañaban que me ayudaran a levantarme para pasar al otro lado. El pantalón se quedaba enganchado en las puntas filosas de esa pared. Tenía los dedos llenos de polvo de cemento y los nudillos mallugados. Pero ya estaba a salvo.
Esa misma señora y el joven buscaron una escalera dentro de la casa para rescatar a las otras personas que rogaban por un refugio. Nos sentamos en el piso. Afuera seguían los disparos. “Son tiros”, decían unos. Otra persona intentaba calmar a una señora nerviosa: “No. Ya no son tiros. Quédate tranquila que esas son lacrimógenas… ¡Ah no, coño! Sí, son tiros de rifle”. Pero a todos nos agobiaba lo misma pregunta: ¿qué pasa si entran? Preferimos no pensar más en eso y avisarles a nuestros familiares que estábamos bien. Pero la realidad era imposible de evadir. “Quédense quietos y no hablen que la Guardia está en la casa del lado”, dijo una de las mujeres que se arriesgó a asomarse por una ventana a ver qué tan cerca estaba la amenaza.
Encendimos el televisor para ver lo que estaba ocurriendo del otro lado de la frontera. En Táchira, algunas casas tienen televisión por cable colombiano que les permiten ver lo que el chavismo censura en Venezuela. Estábamos rendidos frente al televisor, que estaba sintonizado en Caracol TV. Muchos estaban emocionados con la imagen de Juan Guaidó en un camión trasladando la ayuda humanitaria que comenzó a ofrecer hace un mes.
De repente, todo era silencio afuera, y eso era aún más perturbador. ¿Cómo podíamos salir de una ciudad que conocimos apenas 14 horas antes? Los corresponsales contratamos a un chofer para que nos llevara a recorrer los tres puentes que unen a Colombia y Venezuela. Iba a esperarnos las horas que fueran necesarias para terminar con nuestro trabajo. Pero cuando la estampida de hombres en moto entró a esa avenida de San Antonio de Táchira, nuestro conductor no tuvo otra opción que huir. Estábamos demasiado lejos como para encontrarlo. Una vez superado el miedo a ese silencio estremecedor, salimos de la casa que durante dos horas nos sirvió de guarida. Mientras caminábamos por San Antonio, encontramos a otro grupo de periodistas que también consiguió resguardo en un hogar. En cada paso, la gente alarmada nos advertía: “¡Periodistas! Cuidado por ahí. No vayan por allá. Arriba están los colectivos y los están esperando para robarlos. Les van a quitar los bolsos”. Pero había que salir. A pie, tomamos la ruta que los lugareños nos recomendaron. Caminamos hasta que logramos contactar al chofer de mis colegas. Éramos siete personas compartiendo un sedán de los más pequeños del mundo automotriz. Otra vez apretujados, pero vivos. A mis dos compañeras de viaje y a mí no nos pasó nada. Nada en comparación con las historias que comenzamos a escuchar al salir del que me he empeñado en llamar en estos días, el lado comunista del muro. Nuestra historia fue nada frente a la tragedia que vivieron otros, amenazados con pistolas agitadas hacia el cielo. Apuntados al estómago o la cabeza. Robados. Golpeados. Humillados. No. No nos pasó nada. Gracias a esa señora.
De esos miserables, me llevo los segundos en los que pensé que podía morir en un matorral. Llena de esas espinas de la enredadera que quizás también nos protegió. De los tachirenses, me llevo la solidaridad de dar refugio a todos los que creímos encontrar la muerte en primera fila.