Publicado en: El Nacional
Por: Elías Pino Iturrieta
La atmósfera del país está tan enrarecida que resulta difícil conectarse con la realidad para traducirla cabalmente. Las señales que envía se someten a diferentes escrutinios, para que se establezca un conjunto de interpretaciones después de las cuales predomina un panorama de incredulidad y aún de trivialidad que nos mantiene en un teatro nebuloso. Nadie cree en los gestos de la vida pública, en las señales de la actividad política, o los maneja según su antojo, para que apenas queden evidencias confiables a las que uno pueda aferrarse para sentir que puede manejar con cierta seguridad los desafíos del contorno.
Estamos ante una situación provocada por la dictadura, debido a que ha dispuesto mecanismos dependientes de su arbitrio para que la realidad se convierta en fantasía, o para tapar los testimonios de la vida cotidiana desde un laboratorio de mentiras e insidias que la favorece, en la medida en que oculta lo que quiere ocultar y solo da paso a los asuntos a los cuales, según una férrea decisión unilateral, puede tener acceso la opinión pública. El laboratorio no deja de obtener resultados debido a que, a la vez, los controladores de la vida han acosado a la prensa hasta el extremo de convertirla en un remedo. Los pocos medios independientes que todavía sobreviven, entre ellos El Nacional, no pueden rivalizar, aunque lo intentan frente a multitud de trabas, con el poder que cercena el derecho a la libertad de expresión. Pero es tan burda o tan brutal la decisión de cerrar los canales normales de circulación de la verdad, que la ciudadanía reemplaza los instrumentos habituales de información para crear la suya debido a que el puente que tenía antes para enterarse de los sucesos se ha derrumbado, o se ha vuelto más estrecho. Resistida a convertirse en muñeco inanimado, cada cabeza se vuelve periodismo o se hace vocero de cualquier vicisitud para escurrirse de las patrañas del régimen. Así se llega a una meta de desconcierto que aparentemente llena los objetivos de la manipulación oficialista, pero que termina por dejarla en el aire frente a hechos de envergadura que necesitan decisiones de conjunto, pareceres homogéneos que los sustenten.
¿Qué ha pasado con el supuesto atentado que pudo acabar con la vida de Maduro en la avenida Bolívar? Que lo apreciemos apenas como un supuesto, que no nos rindamos desde el principio ante su ocurrencia porque las falsedades que la dictadura divulga sobre cualquier cosa, aún sobre la más nimia, hace su trabajo cuando sus destinatarios deben explicarse sucesos de verdadera relevancia. Pocos creen en la versión oficial de un hecho de indiscutible importancia, porque desconfían de un comunicador que ha convertido en vicio congénito la deformación de los elementos de la realidad que debe conocer la ciudadanía para no andar a tientas. Nadie puede creer de buenas a primeras en un atentado contra el mandamás, cuando fue precedido por cientos de anuncios idénticos que jamás sucedieron. Nadie puede imaginar que están en las sombras del hipotético delito unas fuerzas tenebrosas que jamás han aparecido, pese a que la propaganda del régimen se ha desgañitado al anunciarlas sin que, hasta la fecha, den señales concretas de actividad. Pareciera que solo existen en los discursos de quien ahora se exhibió en el prólogo de una inmolación que no parece de verdad, de uno de esos crímenes que provocan pavor cuando se siente de veras que corre por el suelo de una militar tarima la sangre de la víctima.
La escena de la avenida Bolívar ha provocado indiferencia, hasta el punto de que ni siquiera los seguidores del individuo a quien se ha presentado en las cercanías de la muerte se echaron a la calle en respaldo espontáneo y entusiasta. Además, la incredulidad no solo ha generado reacciones caracterizadas por la heterogeneidad, es decir, conductas distanciadas de un hecho que debió crear una respuesta de general y maciza consternación; sino también actitudes de chacota que no deberían tener cabida ante el crimen frustrado del jefe del Estado que han anunciado los burócratas y los detectives. Hasta abundan las personas que juran que los drones no vuelan, o que solo lo hacen en La guerra de las galaxias. Quizá el desempeño de la supuesta víctima del increíble atentado explique la reacción de la sociedad, pero el entendimiento cabal debe buscarse en las enormidades de la propaganda del régimen. No tiene combustible para levantar un avión de juguete.