Publicado en: El Nacional
Por: Elías Pino Iturrieta
La falta de respuesta de la sociedad venezolana ante la tragedia que la aflige es uno de los rasgos más importantes de nuestros días, quizá el más digno de reflexión y el más difícil de comprender. ¿Se le puede entender, en medio de la severa crisis que padecemos?
La vida se ha vuelto un calvario debido a la incompetencia de la dictadura. La pobreza campea mientras la opulencia de los gobernantes se exhibe sin recato. Las condiciones de vida relativamente aceptables y en ciertos casos bastante halagüeñas, que fueron parte de la rutina en los tiempos de la democracia representativa, son apenas la reminiscencia de una experiencia remota que languidece en medio de un extendido desierto. El paso del sedentarismo a la vida nómada, algo inconcebible en el pasado, se ha convertido en una nueva manera de sobrevivir. Las carencias de alimentos y medicinas determinan la mengua física de una muchedumbre que antes contaba con alicientes nada despreciables, y que ahora subsiste en las cercanías de los basureros y en las puertas de las farmacias vacías. La desaparición o la intermitencia escandalosa de los servicios básicos, como el agua potable y la luz eléctrica, muestran un panorama de limitaciones que el país petrolero había superado y que ahora determinan el sendero de una cotidianidad cada vez más llena de penumbras. La alegría solo tiene asiento en las cuentas bancarias de los corruptos de la cúpula y en los negocios sucios de los bolichicos, cuyo contraste con la mengua material de las mayorías remite a situaciones de injusticia e impunidad que no se conocieron, por ejemplo, ni siquiera durante dictaduras extraordinariamente ladronas como las de Gómez y Pérez Jiménez.
Es interminable la lista de las falencias y de las aberraciones que claman al cielo, pero se han presentado algunas para contrastarlas con la falta de respuesta del pueblo ante la calamidad que lo asfixia. Ni siquiera se puede ocultar el horror en el mensaje del oficialismo, cuyos discursos forman parte de las carencias que se han mostrado. Palabras huecas, frases acartonadas, vocablos superficiales que no son capaces de ocultar el tamaño del desastre. No pueden levantar un entusiasmo mínimo, debido a la persistente endeblez sin sorpresas que las ha caracterizado desde su origen, es decir, desde cuando las estrenó el comandante Chávez para que fueran poco a poco el pasto de una retórica trivial. Las palabras lampiñas de los voceros de la dictadura también forman parte del desierto venezolano, sin que nadie observe la posibilidad de convertirlo en tierra fértil gracias a la voz o a la opinión de quienes lo habitan en medio de sufrimientos aterradores.
De allí que estemos ante un rompecabezas cuya soldadura no se advierte todavía debido a la inexistencia de reacciones serias de veras y, por lo tanto, capaces de enfrentarse con la situación y de buscar la manera de cambiarla. Si no se parecen como gota de agua a las filípicas del oficialismo, los discursos de los líderes de la oposición no son como para salir a la calle a pelear por mejores cosas debido a su resorte. Ningún grupo político, pero tampoco ninguna individualidad, puede reclamar lugar en una vanguardia susceptible de adversar con solvencia la bancarrota moral y material que se ha generalizado.
No parecen concernidos por la adversidad, o no saben cómo crear una reacción enfática ante ella. Pero no estamos ante un problema que solo atañe a las élites, sino también a las grandes masas de la población que no han encontrado la manera de plantarse ante sus depredadores, de arrinconarlos y de echarlos del poder. Si sacamos de la descripción el trabajo de los escritores que reflejan en sus novelas y en sus cuentos el drama que desfila frente a sus ojos, concluimos topando con la mole de una indiferencia o de una inercia a la cuales no se les advierte fin.
Estamos ante un tema capital. ¿A qué se debe? ¿Por qué soportamos, si no en silencio, apenas en medio de murmullos? Tal vez la estatura del problema, extraordinaria si se compara con los del pasado, explique la falta de elementos susceptibles de provocar una movilización colectiva. Como jamás habíamos lidiado con un monstruo semejante, debemos pensar con calma antes de encerrarlo en el corral. Como el monstruo es feroz como pocos, el miedo nos ha paralizado el cuerpo de la cabeza a los pies. El pasado no nos puede ayudar con sus lecciones, porque fueron más llevaderos sus desafíos, y debemos nosotros plantearlas sobre la marcha, quizá. Pero no bastan estas probables razones. La cosa es más profunda, me parece. En consecuencia, seguimos sin explicación.
epinoiturrieta@el-nacional.com