Publicado en: Caraota Digital
Por: Leonardo Padrón
Todos caben en la sala de espera. Le vamos haciendo espacio al ánimo o al pesar que cada quien trae. Somos treinta millones sentados, de pie o deambulando en esta incertidumbre. Todos en el mismo espacio donde se suelen aguardar las buenas noticias. ¿Qué día finaliza la devastación? ¿En qué momento se abrirán todas las celdas? ¿Cuánto falta para regresar?
Esperar es un vicio peligroso.
Somos treinta millones y un deseo acorralado. Treinta millones de personas bajo veinte años de ostracismo. Venezuela está en fase terminal y todos esperamos algo que se parezca a un milagro. Un milagro que debemos confeccionar nosotros mismos. Mientras tanto, esperamos.
Al menos una vez al día escucho la frase en boca de algún compañero de pasaporte: “Falta poco”. Y entonces todo depende de la cantidad de optimismo que aun te quede en el tanque o de la calidad de la información que manejes. Ya son muchos años diciendo que falta poco.
Es como si todos estuviésemos en una enorme sala de espera. Como si esperáramos el sonido de aviones en el cielo que traen la liberación. ¿Qué esperamos ? Que las cosas cambien. Y las cosas son la vida. Esperamos que vuelvan el pan y el agua. La electricidad y el sueño.
Que recuperemos alguna rutina. Que se retire la tristeza. Que la justicia llegue. Que la oposición recupere la cordura. Que ocurra la implosión del régimen. Que Diosdado le cuente a la justicia universal los desmanes de Maduro. Que Maduro le confiese a algún tribunal internacional los delitos de Diosdado. Que el proyecto se agote en su envilecimiento. Que las calles vuelvan a hablar. ¿Pero quién pone los muertos esta vez? ¿Quién organiza el descontento? ¿Quién espanta la resignación? ¿Esperamos por el líder que sea mejor que todos los líderes anteriores?
Hay un silencio ruidoso que espera por la sensatez. Que ocurra, que aparezca, que venga de alguna parte.
“Falta poco”, vuelvo a escuchar.
“Muy pronto regresaremos”, dice el venezolano que reparte comida en Madrid, que vende arepas en las calles de Chile, que maneja un uber en Miami, que espera en todas las ciudades que no son la suya.
Esperar que no haya que esperar mucho.
El deseo colectivo está allí, malogrado por nuestros propios errores. Mientras, la banda criminal aplaude el desatino de nuestros dirigentes. Sus colmillos gotean placer. Y nos volvemos invisibles en el deseo.
Mi médico, con el que me hago el examen de próstata anual; ¿dónde está? Mi odontólogo de toda la vida, ¿esperará por mí? El kioskero que todos los domingos me comentaba mi artículo, ¿sigue allí?, ¿o fue barrido por la desgracia?
Esperar que la justicia llegue. ¿Y si toma el camino más largo? ¿Y si se extravía en el camino?
¿Esperar sirve?
La resignación es la calle ciega de la esperanza.
De nuevo alguien me dice: “falta poco”.
Esperamos volver a vernos en los mismos lugares donde la costumbre hacía país. Allí donde antes quedaban las calles y hoy habita el miedo y la pesadumbre. En las panaderías, en los restaurantes, en los juegos de beisbol, en las ferias de libros, en el mar. En el clima de mangas cortas y risa tronante que eramos. En el cielo caribe de nuestra nostalgia.
Hay una biblioteca entera de lugares comunes que ensalzan la virtud de esperar. Me quedo con la frase de André Giroux: “El infierno es esperar sin esperanza”.
Si no hacemos algo, cada vez habrá que esperar más.