Publicado en: El Universal
Por: Mibelis Acevedo Donís
William Foster, un ciudadano de a pie, desempleado y proclive a cierta inestabilidad emocional que la rutina mantiene a raya, se ha empeñado en visitar a su hija por su cumpleaños, aún cuando su ex esposa se lo ha prohibido expresamente. Eso no lo detiene: las gríngolas de la testarudez lo ponen en camino, pero quiere la casualidad que un atasco en el tráfico y bajo el sol inclemente de Los Ángeles se convierta en inopinado gatillo para su predisposición. Lo que sigue, es la escalada angustiante de motivos para la explosión que registra “Un día de furia”, (“Falling Down”, su título en ingles) película de Joel Schumacher que siguiendo las claves del thriller narra ese descenso al infierno provocado por el agobio; el de un hombre que rebasado por su rabia y su hartazgo, decide librarse del corsé de la mesura y entregarse a la espiral voraz del arrebato.
Si pensamos en términos políticos, la cólera de Foster nos planta ante una delicada contradicción. Porque no se puede negar que la rabia -como expresión, a veces inevitable, de dolor, frustración o miedo- puede fungir de movilizadora o cundir en sano desahogo psíquico contra las situaciones de injusticia o despecho recurrente, si se organiza y aprovecha estratégicamente (de allí que Peter Sloterdijk hable de la política como el arte de la administración de la cólera en la historia). Pero mal gestionada trueca en garrote que se vuelve en nuestra contra, en instinto que canibaliza, que consume caóticamente esa “sustancia de la que se ha hecho el mundo”: el impulso thimótico, “el orgullo, el sentimiento de dignidad, la indignación y la exigencia de justicia”, elementos que usados de forma constructiva –no destructiva- avivarían la lucha contra la adversidad.
En su obra “Ira y tiempo”, el propio Sloterdijk nos recuerda que los griegos consideraron a la ira –también retoño de la temible hýbris, la desmesura- como generadora de desgracias, aun cuando distinguían en ella un filón amable, un fuelle aprovechable para alentar el heroísmo. Sin embargo, la línea que divide ambos espacios es enteca y vulnerable, tanto como lo son los seres humanos sometidos a graves presiones. La historia muestra, de hecho, cómo el sentido vital y afirmador de la rabia ha sido embestido por el resentimiento y la necesidad de venganza. El caso de Venezuela, no lo dudamos, da fe de ello.
Estrangulados por el hambre, la merma en todos los espacios, la injusticia y el desfalco, la trapacería “normalizada”, el cinismo de quienes acaban de reasegurar su permanencia en el poder contra toda lógica, la angurria destructiva de una revolución que nada en la opulencia de sus propios “bancos de odio”, los venezolanos vivimos tentados por nuestros demonios, tal como Foster en su fulminante día de furia. Y si a la anomalía que luce inmanejable añadimos además los estragos sufridos en filas opositoras, (los recientes eventos electorales, espejos de la desarticulación de bríos y expectativas, han dejado su guinda amarga sobre ese acumulado de decepciones) o la limitada capacidad de reacción del liderazgo para ofrecer alternativas convincentes y viables ante la tragedia, quizás cabría esperar por un repunte de la crispación.
¿Por qué? Porque sin gratificaciones al esfuerzo o compensadores visibles de la desesperación, la tolerancia se diluye y la gente tiende a ignorar los llamados a la recomposición. Así, la frustración que nunca cede arde como azogue; y la guerra de todos contra todos, el insulto fácil, la elasticidad del agravio, el reclamo de purga lanzado por los “dignos”; el mordisco de los lobos, la catarsis descaminada se vuelve dinámica común, vigoriza nuestro banco de odios… ¿O acaso no es esa la calle que hemos estado transitando?
Penosamente y si no se apela al sabio control de daños, mientras más dolor se propine menos espacio va quedando para aspirar a recomienzos virtuosos o uniones que sin objetivos concretos a la vista pueden resultar forzadas, incluso inoperantes. Habrá que abrirse paso, eso sí, en medio de un reguero de sangre y estimas rotas. Venezuela ha trasteado con un desbocamiento cuyos ecos rebotan desde cada rincón: así que no sorprende que atrapado por la toxicidad de los extremos y herido por la sensación de orfandad, el ciudadano rabioso decida cerrar los ojos y blandir machetes sin distinguir entre cabezas o ramas. O simplemente, prescindir de la conducción. Elegir el desafecto crónico. Aislarse en su antipolítica atalaya de silencio. Caer, caer en solitario, llevado por el hartazgo.
¿Será que optaremos por atascarnos en esa paradoja que Peter Wood describe como la “rabia estática como medio de acción política”? No es la misma furia exorbitante y puntual que condujo a Foster al colapso, no, sino esa sensación de indignación endémica y contaminante de la atmósfera social que, lejos de aportar dimensión humana y unicidad, nos acerca a los predios del impulso animal. Hay otro tipo de colapso allí, sin duda: uno que tampoco encontrará alivio en destruir la evidencia del fracaso.