Publicado en: El Universal
El rostro altivo, el mentón desafiante, el “no” como bala, la expresión henchida y gravosa, fuego que cabalga sobre un imaginario fondo musical que sólo Wagner podría aderezar; epítomes de “autoridad moral”, así se muestran algunos convencidos de que el innoble lodazal de la política hay que desbrozarlo para luego repoblarlo de “almas bellas”. “No aceptaremos migajas ficticias”, sueltan a mansalva, pues como buenos diletantes del “todo o nada” -lo cual los lleva a reducir la realidad a sus nociones más absolutas y excluyentes, “verdadero o falso”, “conmigo o contra mí”, “ahora o nunca”- asumen que ese razonamiento sin matices es el cedazo a través del cual debe filtrarse cualquier experiencia. Helos allí, cual imagen extraída de algún libro de leyendas fantásticas o de un compendio de héroes no necesariamente humanos, coherentes con la solidez de sus redondos traspiés, haciendo suya la efectiva y maniquea simpleza del slogan, adalides de una política que rehúye la política, irrumpiendo para atajar cualquier efervescencia con una sentencia fulminante: dudar, señores, es un lujo que no podemos darnos. Y es que los dueños de la verdad -habituados a pedir fe, más que a mostrar resultados- huyen del estorbo de la duda metódica como demonios de los crucifijos.
Claro, la duda es la esencia misma del pensamiento libre: nada es tan opuesto a la naturaleza del fanatismo que alientan los dogmáticos como esa capacidad de los individuos para preguntarse cosas, para interpelarse. La duda metódica, ese “retornar a mí mismo” como forma de descartar cualquier cálculo no seguro antes de abrazar una postura, ese estado de oscilación respecto a la afirmación y la negación, ese tránsito mental que permite poner en perspectiva los datos factuales y los argumentos antes de formular un juicio, emitir una opinión o tener finalmente una certeza, es preciosa vía para llegar a la verdad, entendiendo por supuesto que ninguna perspectiva particular es capaz de agotar la realidad. Tomar conciencia del hecho de estar dudando como manifestación efectiva del pensar es rasgo que, además, brinda evidencia de que existimos, de que somos “algo”. Yo pienso; por lo tanto, Yo soy, afirma Descartes, e incluso otros antes que él: nada tan afín a nuestra condición de humanos como dudar -y pensar, en consecuencia- para acercarse de forma crítica a un conocimiento cierto, una base desde la cual acceder a un conocimiento más amplio del mundo. Todo lo cual es particularmente trascendente cuando alcanzar esas “verdades” parciales o extensas pasa por resolver dilemas decisivos para la supervivencia del colectivo.
Usado como insumo para la argumentación, dudar es una estación obligante y un arte que permite avivar el debate político, sacarlo del marasmo al que eventualmente lo someten aquellas ideas que si bien respondieron con éxito a otras circunstancias, han terminado petrificadas por la molicie, por el pánico o la mera terquedad de sus cultores. El cuestionador y sus preguntas operan en este caso como el moscardón -a decir de Sócrates- que intenta despertar y mantener vivo al caballo apático de la polis; una intrusión a veces impertinente y hasta latosa, cuyo zumbido pone a prueba los límites y contradicciones de los interlocutores, que despelleja sus prejuicios y paradigmas, que obliga a confrontar una realidad siempre compleja, tan cambiante y dinámica que exige ser revisada a cada tanto. Sí, superar el tugurio del pensamiento dicotómico -cuyo primitivo sex-appeal a menudo resulta tremendamente eficaz en el discurso, pero todo un trasto cuando la praxis exige desechar los jubones autoimpuestos- es deber que no puede soslayar la dirigencia, obligada por naturaleza a repensarse, a apegarse a la prudencia, a redefinirse al calor del debate y la deliberación.
Lejos de lo que algunos calculan, lo inmoral entonces sería esperar a que la discusión sobre la participación o no en elecciones que se da en un país zarandeado por la realidad más grosera, prosaica y acuciante, se vuelva una caja cuadrada, incapaz de registrar ajustes y evoluciones, de adaptarse a las muchas redondeces que implica parir ideas en ese contexto. Tomar una decisión, “deliberare” en horas tan comprometidos para una población que muere de hambre, exigirá un poco más que saltar a la fastuosa pero mal calafateada nave de los credos que esgrimen las tribus radicales de siempre. Preciso es “examinar las cosas mismas, que es el verdadero saber” guiados por los sentidos y la razón; analizar “hasta alcanzar los principios últimos”, como en pleno siglo XVI aconsejaba Francisco Sánchez. Y considerar que nada es definitivo, menos en política: aprender a formular dudas constructivas, revisar -vísceras aparte- los pros y contras de un plan; entender que la obcecada defensa de los principios no puede de ningún modo justificar un malogrado final, es un ejercicio de libertad individual que cada quien tendrá que asumir, a sabiendas de que nuestras respuestas afectarán a mucha gente, por mucho tiempo.